¿Cómo hablar de paz en una región aquejada por los cultivos ilícitos, las bandas criminales, la minería ilegal y los políticos corruptos?
Un claro gesto de incertidumbre se dibujó en el rostro de Luz Marina Ceballos, oriunda de Cáceres, localidad del Bajo Cauca antioqueño, cuando se le preguntó si creía que algún día habría paz en su municipio, si llegaría el postconflicto a su región.
Se tomó su tiempo en responder. Agachó la cabeza y tomó entre su mano la escarapela que la acreditaba como una de las asistentes al Encuentro Regional para la Paz, realizado en Caucasia el pasado 16 de julio y que fue promovido por Redprodepaz, la Ruta Pacífica de las Mujeres y la Red de Iniciativas por la Paz desde la Base. El encuentro contó con nutrida asistencia de líderes campesinos de los municipios del Norte, Bajo Cauca y Nordeste antioqueño.
Allí, mientras unos planteaban en público que sí era posible construir paz desde sus comunidades, otros se preguntaban en privado cómo regresar a sus hogares, pues justo ese día, las Farc dinamitaron un tramo de la autopista Medellín-Costa Atlántica, un corredor vital para la movilidad de los habitantes de estas regiones del departamento.
Quizás por ello, luego de un corto silencio, Luz Marina respondió sin atisbo de duda: “yo realmente no creo que llegue la paz”. Como muchas mujeres de esta convulsionada región de Antioquia, ha padecido en carne propia los rigores del conflicto. En 2000, uno de sus hijos fue asesinado por desconocidos en el corregimiento Puerto Bélgica de Cáceres. “Pudieron ser los paras, la guerrilla o hasta el Ejército. Hoy todavía no sé quién me lo mató”, dijo la mujer. En 1996, otro hijo suyo fue baleado en un barrio de Medellín.
Pero la razón de su escepticismo era otra. En 2006, cuando los 4.792 paramilitares que operaron a lo largo y ancho del Bajo Cauca dejaron sus armas, no fueron pocos los habitantes de esta región, entre ellos Luz Marina, que sintieron la necesidad de apostarle a la reconciliación, para evitar que nueva sangre se derramara en el territorio por cuenta de odios heredados y venganzas reprimidas.
“Los ‘paras’ dejaron muchas víctimas. Hijos con padres desaparecidos, familias desplazadas, esposas viudas. Entonces, comenzamos a trabajar por nuestra cuenta con víctimas y victimarios para apostarle a que no se repitiera la violencia”, recordó Luz Marina, quien añadió que gracias a dicha iniciativa pudo conocer más de cerca a los desmovilizados. “Comprendimos que a muchos de ellos los habían reclutado siendo casi niños. Y que querían una segunda oportunidad”.
Las llaves de las oportunidades las tenía el gobierno nacional que a través de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz, se comprometió a apoyar, asesorar, financiar y acompañar proyectos productivos para los excombatientes. Pero los recursos destinados no generaron el impacto deseado; los proyectos fracasaron y los desmovilizados, sintiéndose abandonados, comenzaron a aceptar las ofertas de antiguos compañeros de armas que decidieron regresar a sus viejas andanzas.
“Y llegó esa violencia tan miedosa”, señaló la mujer, quien a su vez integra la Asociación de Víctimas Desplazadas y Discapacitadas del Bajo Cauca. En efecto, la guerra desatada entre estas nuevas estructuras armadas ilegales, llamadas tiempo después como ‘bandas criminales’, produjo entre 2006 y 2013 una crisis humanitaria más aguda aún que los años de hegemonía paramilitar.
Los efectos de esa violencia se pueden palpar hoy en el pesimismo de los campesinos frente a un futuro que presagia posibles acuerdos de paz con la guerrilla de las Farc y municipios del Bajo Cauca como Cáceres, Tarazá, Zaragoza y El Bagre como probables laboratorios de postconflicto.
La otra agenda
“Hacer la paz con las Farc es hacerla con un sector no más. Pero aquí en Caucasia, donde yo vivo, tenemos cantidad de grupos criminales, los que usted quiera. Y hay que contar a la guerrilla del Eln. Y mientras el Gobierno habla desde un escritorio de postconflicto, nosotros seguimos contando muertos aquí en el territorio”, dijo José Daniel Ruiz, quien hace parte de la Asociación Juvenil Viva Agroempresarial del Bajo Cauca, Asjuvabc.
La Asociación la integran 170 familias de cinco municipios de la región: Ayapel (Córdoba), El Bagre, Zaragoza, Tarazá y Caucasia. Aunque se formalizaron tan solo hace un par de años, sus integrantes llevan prácticamente una década impulsando la producción agrícola y pecuaria en pequeña escala como forma de construir paz.
“Con nuestro trabajo hemos logrado que jóvenes que integraban grupos armados dejen las armas para trabajar la tierra. Eso es construir paz”, expresó José Daniel, quien no lo pensó dos veces para responder si trabajaría con desmovilizados de las Farc: “por supuesto que sí”. Pero pese a todo este acumulado, a este líder campesino también le cuesta imaginarse un territorio en paz y como epicentro de un postconflicto exitoso.
“Estos temas da miedo hablarlos, pero mire: a nosotros nos cobran vacunas las bacrim; tenemos un área de 400 hectáreas en Tarazá donde un grupo armado que delinque por allá no nos deja entrar a trabajar. Las carreteras para sacar nuestros productos son malísimas, las escuelas en las veredas se están cayendo, da tristeza. Son temas que el gobierno debería mirar como soluciona primero antes de hablar de postconflicto”, remarcó el líder.
Si los campesinos son escépticos frente al tema de la paz, quienes se dedican a la minería en el Bajo Cauca lo son aún más. Se estima que el 57 por ciento del oro que exporta Antioquia proviene de los municipios del Bajo Cauca y Nordeste del departamento y que unas 45 mil personas dependen directamente de esta actividad económica en esta vasta región. Aunque no existen cifras oficiales consolidadas, los mismos mineros calculan que este negocio puede mover más de cinco mil millones de pesos mensuales, suma por la que cualquier grupo armado al margen de la ley estaría dispuesto a matar o morir.
No en vano, autoridades civiles y de Policía del departamento consideran que el metal precioso es el combustible de la violencia de la región. “Pero una violencia en la que tiene que ver mucho el gobierno nacional”, dijo Jorge Eliécer Rivera, director del Jardín Hidrobotánico de Caucasia. A su juicio, no tiene presentación que el Gobierno hable de paz mientras en los municipios del Bajo Cauca persigue a barequeros, pequeños y medianos mineros con el pretexto de combatir los ingresos de las bandas criminales.
“Si el Gobierno está realmente interesado en construir paz territorial, pues debe comprometerse en una reforma estructural del Código Minero. Ese sí es el factor de conflicto en esta región, pues ese Código beneficia a unas pequeñas multinacionales mineras y friega a los miles de pequeños y medianos mineros que por décadas se han dedicado a esta actividad”, agregó Rivera.
Y es que, tal como lo planteó Soledad Betancur, investigadora social del Instituto Popular de Capacitación (IPC), organización no gubernamental que ha estudiado el impacto de la minería en el Bajo Cauca, este tema resultará vital en un escenario de postconflicto si se tiene en cuenta que es prácticamente la única actividad económica de la región.
“Los mineros informales organizados siempre han manifestado deseos de formalizarse, pero el gobierno nacional no los escucha. Por el contrario, los criminaliza y los persigue porque pagan ‘vacunas”, declaró Betancur, quien añadió: “si ya no tenemos el tema de las Farc al frente y la agenda aflora, pues sedebe escuchar las propuestas y discutirlas”.
Un reto histórico
Lo que queda claro después de este ejercicio en el Bajo Cauca es que con acuerdo de paz o sin él, el Gobierno deberá reinventar sus estrategias de intervención en aquellos territorios que son considerados “zonas rojas”. Ya hay conciencia sobre el reto que implica construir “una paz estable y duradera” desde territorios que arrastran una larga herencia de olvidos por parte del Estado. Hay conciencia, además, del pesimismo generalizado de la gente: “Esto será complejo, y quizás no sea cuestión de un plan de desarrollo – señaló Diego Bautista, director de Paz Territorial de la Alta Consejería Presidencial para la Paz-. Pero aquí ningún tema está vetado. La política minera, por ejemplo, se puede poner en discusión, eso sí, mediante los canales pacíficos. La política de sustitución de cultivos ilícitos, también. Y la paz territorial es eso: ver cómo nos ponemos todos de acuerdo a ver cómo enfrentamos estos problemas. Lo importante es que la ciudadanía se apropie y haga veeduría de los acuerdos que se suscriban porque ellos serán los principales verificadores”.