Por lo menos 1.280 funcionarios de la Rama Judicial han sido víctimas del conflicto. Decenas de ellos dieron sus vidas, su libertad o sus carreras para impedir que la impunidad se instale en el país. ¿Qué tanto lo lograron?
Por Andrés García
A lo largo de la historia en Colombia, el conflicto armado y la impunidad han ido de la mano. Se han retroalimentado. Al tiempo que la guerra ha sido un obstáculo para la justicia; la inoperancia de esta ha sido un incentivo para la persistencia de la violencia.
Los diferentes actores armados han empleado su poder a fondo para evitar que los operadores judiciales los lleven ante la justicia. A veces sencillamente han infiltrado a las instituciones, pero casi siempre, lo han hecho con las armas. Han recurrido constantemente a las amenazas y a los asesinatos, sin importarles el cargo o el rango del funcionario que amenaza con ponerlos tras las rejas. De ese modo, muchas de las violaciones de derechos humanos dejan de ser investigadas, y en el peor de los casos, decenas de investigadores, fiscales y jueces, resultan muertos o exiliados.
Se estima que desde 1989 a la fecha, 308 funcionarios fueron asesinados y 608 recibieron amenazas, crímenes que en la mayoría de los casos están asociados con la guerra. El trabajo de estos defensores de la justicia es mucho más delicado en las regiones apartadas de los centros de desarrollo del país. La falta de una presencia integral de las instituciones estatales hace que tanto investigadores como jueces no puedan cumplir su deber con éxito y que su vida esté en la cuerda floja permanentemente. En su libro Jueces sin Estado, el abogado Mauricio García Villegas, del Centro de Estudios de Derechos Justicia y Sociedad (DeJusticia), reconstruye cómo éstos deben lidiar a diario con los grupos armados ilegales y sostiene la tesis de que en los sitios donde hay mayor acciones del conflicto, hay menos acciones de la justicia.
García se refiere a pequeños municipios con menos de cien mil habitantes en donde a duras penas hay un juzgado con infraestructura precaria y faltan instituciones que garanticen el control territorial y la satisfacción de todos los derechos de la comunidad; a sitios en los que hay más Iglesia que Estado.
En muchos municipios de Urabá, el Sur de Bolívar y Putumayo, los jueces tienen que enfrentarse a la triste realidad de que son los grupos armados los que resuelven los problemas de las comunidades, ya sea porque de manera ilegítima imparten justicia por el poder que les confieren las armas, o porque las personas no se atreven a acudir a la justicia para no poner en riesgo sus vidas. En otros casos, los ilegales sólo les permiten atender causas pequeñas.
Uno de los 25 jueces entrevistados por García y su equipo investigativo, cuenta que cuando fue trasladado a San Pedro de Urabá, al norte de Antioquia, lo recibieron guerrilleros del EPL que le dijeron que no tenían problemas con su presencia en el pueblo, pero que debía entender que quienes impartían justicia eran ellos:
Como los que mandaban eran los del EPL, yo me limitaba a hacer trámites formales: sacar oficios, hacer informes, pero nada sustancial. En todo caso, nada que me condujera a los violadores de la ley, que los había, y mucho menos a ordenar su captura”.
Una juez que durante siete años trabajó en el Juzgado Promiscuo de Pinillos, en el Sur de Bolívar, cuenta que ante la falta de Fuerza Pública que le permitiera su libre movilización, “necesitaba la colaboración, por no decir el permiso, de los jefes guerrilleros. Las inspección judiciales, los secuestros, los embargos, las pruebas, todo eso pasaba por la guerrilla”.
En estos lugares inhóspitos los jueces, fiscales, pero también personeros, defensores del pueblo, y otros funcionarios cercanos a la justicia tienen poco margen de acción y para poder vivir en los territorios, optan por la estrategia de acercarse a las comunidades, enseñando en las escuelas clases sobre la Constitución Política de 1991 y asistiendo a la cuanta reunión hagan, para ganarse su confianza y que los grupos armados no los ataquen.
Un juez de Murindó que se ganó a la comunidad por su “trabajo comunitario”, cuenta que su antecesorfue asesinado por las Farc por hablar mal de ellas, y que para evitar correr con la misma suerte trabajaba de manera prudente porque sabía que si se ponía “envalentonado a aplicar los códigos como si estuviera en La Alpujarra de Medellín, a los ocho días me sacaban muerto”.
A pesar de todas sus precauciones, cientos de funcionarios judiciales sacrificaron sus vidas en pro de la justicia. Tener cifras exactas para analizar en profundidad esta dramática situación es muy complejo porque en muchos casos las víctimas no denuncian y las entidades del Estado no tienen registros unificados. No obstante, el Fondo de Solidaridad con los Jueces Colombianos (Fasol), que desde hace 22 años viene acompañando a los familiares de estas víctimas, construyó un minucioso banco de datos para evitar que estos crímenes queden en el olvido.
Según los registros de Fasol, aparte de los homicidios y las amenazas mencionadas anteriormente, tanto funcionarios de la Rama Judicial como de la Fiscalía, también han sido víctimas atentados (129), desapariciones forzadas (40), secuestros (45), exilios (39) desplazamientos forzados (35) y judicializaciones (23). Óscar Cortés, director de esta organización sin ánimo de lucro que brinda apoyo psicológico y judicial, aclara que estas cifras no corresponden a la totalidad de violaciones contra funcionarios del Poder Judicial.
En 2009, con su informe sobre la masacre de La Rochela, el Centro Nacional de Memoria Histórica -para ese entonces era conocido como el grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación- realizó un extenso análisis que da luces sobre la situación de los jueces, fiscales, abogados, investigadores, secretarias de juzgado y asistentes judiciales que perdieron su vida luchando por la justica.
Memoria Histórica recopiló los casos de 1.487 funcionarios que fueron victimizados entre 1979 y 2009, concluyendo que “los actores asociados al conflicto armado interno -miembros de grupos guerrilleros, paramilitares, agentes estatales onarcotraficantes- fueron los principales responsables de los ataques contra funcionarios judiciales”. Es así como 946 de las 1.487 víctimas registradas fueron atacadas por alguno de los actores, mientras que 110 fueron responsabilidad de la delincuencia común o agentes particulares.
En su libro El rostro de la solidaridad y la esperanza, publicado en 2012, Fasol analizó 1.017 casos y también concluye que los mayores victimarios están asociados al conflicto armado, desgrana porcentajes y destaca que en muchos casos se desconoce quién es el responsable. Al respecto, según los registros de Memoria Histórica, en 427 ataques se desconoce quiénes son los perpetradores, lo cual “puede leerse como indicio fuerte que corrobora las sospechas sobre el alto grado de impunidad frente a los ataques perpetrados contra funcionarios judiciales”.
En cuanto a la condición de las víctimas, tanto Fasol como Memoria Histórica, con cifras similares, concluyen que los más afectados son los investigadores. De acuerdo con las cifras de Memoria Histórica, el 61% delas víctimas están adscritas a la Fiscalía y al CTI, y el 39% restante a las diferentes cortes, tribunales o despachos judiciales. Lo anterior, debido a que si los victimarios pretenden evitar el juzgamiento de un crimen, “es más eficiente atacar a quienes producen la prueba que a quienes la valoran, vale decir, a los investigadores que a los juzgadores. Y es que sin pruebas no hay juicio. Con pruebas, en cambio, un juicio siempre puede volver a comenzar”. Estos funcionarios son el eslabón más débil de la justicia, cuentan con pocos estudios y más formación técnica, en muchas ocasiones, adelantan investigaciones en zonas de difícil orden público sin el acompañamiento de la Fuerza Pública y son jóvenes cuya edad oscila entre los 26 y los 45 años.
Estas cifras demuestran las dificultades que enfrentan los funcionarios para judicializar a los responsables de graves crímenes, especialmente asociados con la guerra. Pero hay una cifra que es más vergonzosa: el 90% de estos ataques se encuentran en la impunidad, según cálculos de Fasol.
En el país se han presentado dos momentos complejos de persecución contra los funcionarios de la justicia: la segunda mitad de la década de 1980 y el periodo entre 1997 y 1998, los cuales se ahondarán más adelante.
Luis Otálvaro, fiscal en Medellín y presidente de Asonal Judicial -el sindicato de trabajadores de la Rama Judicial-, considera que la impunidad ha sido total y que el Estado no ha generado los mecanismos pertinentes para investigar estos delitos. También cuestiona que a “instancias de la OIT se creó una unidad especial para investigar los crímenes contra sindicalistas y también se han creado unidades especiales para esclarecer los crímenes contra los defensores de derechos humanos, pero para el caso de los funcionarios judiciales no se ha contado nunca con un apoyo ni una fuerza real del Estado. Por eso la impunidad ha sido casi que absoluta”.
Pero, ¿cómo se llegó a tan lamentable situación?
Cuando la justicia se volvió objetivo
La segunda mitad de la década de 1980 fue convulsionada para la justicia y se cometieron dos ataques brutales contra sus guardianes, los cuales aún persisten en la memoria de los colombianos.
El primero ocurrió el 6 de noviembre de 1985 cuando un comando de la guerrilla Movimiento 19 de Abril (M-19) se tomó a sangre y fuego el Palacio de Justicia con sede en el centro Bogotá, con el ánimo de enjuiciar políticamente al presidente de la República en turno, Belisario Betancur, y sobrevino una brutal retoma por parte de la Fuerza Pública, en la que a través del uso desmedido de la fuerza, trató de “defender a la democracia”.
El saldo de la confrontación fueron dos días de secuestros, incendios, alrededor de un centenar de muertos, entre ellos once magistrados, y varios desaparecidos por los que a la postre el Estado colombiano sería condenado en 2014 por la Corte Interamericanade Derechos Humanos. El 10 de diciembre de ese año, el tribunal internacional condenó al Estado por once desapariciones forzadas, cuatro casos de tortura, una ejecución extrajudicial y su negligencia para investigar los hechos. Ese tribunal concluyó que miembros del Ejército fueron responsables de la ejecución extrajudicial y desaparición forzada de Carlos Horacio Urán, magistrado auxiliar del Consejo de Estado.
Esta fue la primera vez que la justicia fue violentada de manera frontal: el debut corrió por cuenta de la guerrilla del M-19 y por militares. Su impacto negativo ha perdurado a lo largo del tiempo puesto que sectores de la Fuerza Pública y del Estado han hecho todo lo posible para evitar que la verdad salga a flote y se mantengan en la impunidad los crímenes que se cometieron contra sus más altos funcionarios y varios civiles. El hecho que una corte extranjera tenga que intervenir en este caso para establecer algo de justicia y ordenarle al Estado que cumpla con su deber, es otra herida profunda para la Rama Judicial.
El segundo es la masacre de La Rochela, ocurrida el 18 de enero de 1989 en Simacota, Santander, cuando un grupo de paramilitares de Puerto Boyacá, disfrazado de guerrilla, retuvo y fusiló a una comisión judicial de 12 integrantes que investigaban crímenes del naciente paramilitarismo en la región. El grupo de Memoria Histórica definió esta masacre como “el reverso de la masacre del Palacio de Justicia: Si en esta última se quiso ejercer violencia contra la cúpula del poder judicial, en aquella, en cambio, se asesinó a sus funcionarios de base, y de ese modo se reabrió cinco años después la herida profunda y traumática que dejó en las relaciones entre los poderes públicos el drama dantesco del Palacio de Justicia en Bogotá”.
El Magdalena Medio, en especial Puerto Boyacá y sus alrededores, fue el epicentro en donde surgió el paramilitarismo en Colombia, de la mano de Henry Pérez y su posterior alianza con el Cartel de Medellín. Desde 1986 aparecieron las primeras denuncias sobre los crímenes que cometían los paramilitares con la complicidad de miembros del Ejército, y según Memoria Histórica, “cada vez eran más frecuentes las denuncias de habitantes que aseguraban que estaban desapareciendo, torturando y asesinando campesinos por ser supuestos colaboradores de la guerrilla”.
La normatividad de la época permitía la colaboración entre militares y civiles denominados como autodefensas y Memoria Histórica encontró que “varias de las brigadas y batallones del Ejército que actuaban en la zona lo hacían de la mano del grupo de paramilitares comandados por Henry Pérez, por AGDEGAM -la Asociación Campesina de Ganaderos y Agricultores del Magdalena Medio – y capos del narcotráfico”.
De acuerdo con la confesión de Alonso de Jesús Baquero, alias ‘El Negro Vladimir’, quien estuvo encargado de la cometer la masacre, en la finca La Palmera, de propiedad de Henry Pérez, se decidió asesinar a la comisión y robar sus expedientes. Según él, esa reunión fue producto de la preocupación de paramilitares, narcotraficantes y militares por las investigaciones judiciales que venía realizando la justicia.
El informe de Memoria Histórica señala que: “Gonzalo Rodríguez Gacha y Pablo Escobar estaban interesados en que se asesinara a la comisión judicial porque en el municipio de Puerto Parra, donde los investigadores recogerían unos expedientes, había cultivos de coca que los funcionarios podían encontrar. Por último Tiberio Villareal, político de la zona, supuestamente había pedido a Henry Pérez, por intermedio del mayor Oscar Echandía, el robo de los expedientes que cargaba la comisión porque creía que se relacionaban con la adjudicación de unos contratos públicos que él había facilitado a favor de los paramilitares de la zona”.
Sobre la participación de militares en esta masacre, el informe de La Rochela da cuenta de que pese a que el juzgado 16 de Instrucción Criminal tenía a su cargo la investigación de la masacre de los 19 comerciantes que fueron asesinados en Puerto Araujo el 6 de octubre de 1987, y había realizado comisiones para aclarar dichos hechos, cuando sus integrantes fueron asesinados no estaban indagando por ella, sino por una seguidilla de asesinatos producto “de la alianza entre autodefensas y militares”.
La siguiente ola de violencia contra la justicia vino directamente de Pablo Escobar, el temido jefe del Cartel de Medellín que puso en jaque al Estado colombiano, quien le declaró una guerra frontal para evitar su captura o extradición a Estados Unidos. Las amenazas y los asesinatos que Escobar y sus compinches mafiosos cometieron contra funcionarios de la justicia, policías, militares y demás personas que estuvieran tras sus pasos son incontables. Desde el asesinato del Ministro de Justicia de 1984, Rodrigo Lara Bonilla, hasta sus últimos días de vida, quienes trataron de ponerlo tras las rejas murieron en el intento.
Entre ellos se encuentran Mariela Espinosa Arango, magistrada de la Sala Penal del Tribunal Superior de Medellín que asumió el caso cuando fue detenido por diez kilos de cocaína; Gustavo Zuluaga Serna, magistrado que ordenó su detención y la de su primo Gustavo Gaviria por el asesinato de dos agentes del DAS relacionados con esa droga ilícita; Tulio Manuel Castro, quien lo llamó a juicio por el asesinato del ministro Bonilla, entre otros.
De acuerdo con las cifras de Fasol, entre 1979 y 1984 fueron victimizados seis funcionarios judiciales, pero entre 1985 y 1989, la cifra aumentó casi nueve veces y ascendió a 52. Así, el segundo quinquenio de los 80 se convirtió en un punto de quiebre contra la justicia. Para Fasol, según consignó en su libro de 2012, “existía un temor generalizado por la declaración de lucha abierta entre el narcotráfico y el Estado, así como por el grupo de los Pepes, que afectaron a los operadores de judiciales por la gravedad de los enfrentamientos, las amenazas y los asesinatos de jueces, fiscales, investigadores judiciales, técnicos y hasta citadores”.
Cuando ‘paras’ y guerrillas pasaron al ataque
La ola de violencia de Pablo Escobar acabó el 2 de diciembre 1993 cuando fue abatido en el tejado de una casa del barrio América de Medellín. Aunque se podría pensar que ante la falta del capo del Cartel de Medellín, considerado como el enemigo público número uno del Estado y el principal verdugo de la justicia hasta entonces la violencia contra sus funcionarios disminuiría en esa década, sucedió todo lo contrario.
Salvo en 1993 y en 1999, el saldo de víctimas de funcionarios judiciales aumentó con relación a su año anterior. De acuerdo con los registros de Fasol, los años con más casos fueron 1997 y 1998, con 51 y 128, respectivamente. En 1991 ocurrió otra masacre contra funcionarios judiciales, esta vez a manos de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), que acabó con la vida de un juez, un fiscal, cinco agentes del Cuerpo Técnico de Investigación (CTI) de la Fiscalía y un policía, en Usme, Cundinamarca.
Durante esos dos años críticos ocurrieron dos sucesos casi simultáneos: la negociación de paz de las Farc con el gobierno del entonces presidente Andrés Pastrana Arango en San Vicente del Caguán, en Caquetá, en la cual se creó una zona de despeje para la guerrilla de 42 mil kilómetros cuadrados; y la primera ola de expansión de los grupos paramilitares de los hermanos Castaño Gil, quienes a punta de masacres, desplazamientos forzados y asesinatos selectivos, llevaron a sus Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu) a diferentes departamentos de la Costa Cribe y de los Llanos Orientales. En los años siguientes las Accu llegarían al sur de Colombia y la región del Catatumbo.
La negociación de paz de las Farc estuvo precedida y sucedida por tomas diferentes pueblos y secuestros masivos de los uniformados a cargo de su seguridad. De ese modo, realizaron las tomas de Miraflores (Guaviare, 1998), La Uribe (Meta, 1998), Mitú (Vaupés, 1998), El Billar (Caquetá, 1998), Puerto Rico (Meta, 1999) y La Arada (Tolima, 1999). En respuesta, durante esos años y entrado el nuevo milenio, los paramilitares cometieron cruentas masacres como las de Mapiripán (Meta), El Salado (Montes de María), El Naya (Cauca-Valle), Changue (Sucre), Bahía Portete (La Guajira), entre otras.
Fasol recalca que 1998 “fue el año en el que hubo un mayor número de afectaciones al Poder Judicial colombiano, y en especial a la Unidad de Derechos Humanos de la Fiscalía General de la Nación, que fue objeto de amenazas; esto llevó al extremo de que muchos de esos funcionarios tuvieran que salir al exilio”. En medio de ese contexto tuvieron que actuar los operadores judiciales para tratar de impartir justicia, pero varios de sus más valientes funcionarios perdieron la vida en busca de ella.
Los paramilitares cometieron la mayoría de los peores crímenes conocidos hasta el momento para garantizar la impunidad de sus atrocidades. Entre su macabro historial se encuentra la desaparición de siete funcionarios del CTI de Cesar que fueron desaparecidos el 9 de marzo de 2000 cuando iban a exhumar el cadáver de Tiburcio Rivera, un vendedor de paletas asesinado por los hombres del Bloque Norte. Se trata de Carlos Ibarra, Danilo Aguancha, Edilberto Linares, Hugo Quintero, Mario Anillo, Israel Roca y Jaime Barros, quienes fueron amarrados, asesinados y arrojados a un río. En versión libre ante fiscales de Justicia y Paz, Alcides Manuel Mattos Tabares, alias ‘El Samario’, confesó que recibió los restos de los investigadores y los tiró a un río en Sabana Alta.
Quienes se atrevieron a intentar hacer justicia por la matanza de 24 campesinos en Chengue el 17 de enero de 2001, a manos de paramilitares del Bloque Héroes de los Montes de María, les cayó la muerte encima. La primera víctima fue la fiscal Yolanda Paternina, quien de manera valiente, y pese a las constantes amenazas de muerte que recibió, asumió la investigación del caso y fue asesinada en la noche del 21 de agosto de 2001 cuando se dirigía hacia su casa en Sucre. En versión libre ante la Fiscalía 11 de Justicia y Paz, el desmovilizado Yairsiño Meza Mercado, alias ‘El Gato’, confesó que por orden de Rodrigo Mercado Peluffo, alias ‘Cadena’, asesinó a la fiscal y declaró que en el crimen participaron funcionarios del DAS y de la Fiscalía, quienes avisaron que Paternina estaría sin escoltas.
Las muertes por la masacre de Chengue no se detuvieron allí. Oswaldo Enrique Borja Martínez, investigador del CTI que continuó indagando la muerte de los 24 campesinos y que también tenía bajo su cargo el caso del asesinato de la fiscal Paternina, fue asesinado el 6 de febrero de 2002 cuando salía de su casa en Sincelejo, Sucre.
Otro ataque contra funcionarios de la Fiscalía en la Costa Caribe es la desaparición de los investigadores Fabio Coley Coronado y Jorge Luis de la Rosa, quienes estaban vinculados al CTI de Santa Marta. Ambos estaban encubiertos y se hacían pasar como ganaderos para investigar crímenes del Bloque Héroes de los Montes de María cuando fueron capturados por hombres de alias ‘Cadena’. En versión libre ‘El Gato’ confesó que participó en el asesinato de ambos, y Úber Banquéz Martínez, alias ‘Juancho Dique’, declaró que inicialmente sus cuerpos fueron sepultados, pero que luego los desenterraron y los descuartizarlos, para arrojarlos en costales al mar.
De acuerdo con Memoria Histórica, los grupos guerrilleros, especialmente las Farc y el Eln, son responsables de los ataques contra 379 víctimas, y los grupos paramilitares tienen a su haber 303, por hechos atribuibles entre 1979 y 2009. En cambio, las cifras de Fasol difieren, y mucho, con relación a los años de 1979 a 2012, en los cuales, las guerrillas son responsables de 244 hechos victimizantes, y los paramilitares de 183.
Otros tipos de violencia
Además de este panorama tan desolador, los funcionarios de la justicia también son víctimas de persecuciones por parte de sectores del Estado cuando sus decisiones les afectan. Uno de los casos más representativos es el de la juez María Stella Jara, quien condenó a 30 años de prisión al coronel (r) Alfonso Plazas Vega por las desapariciones forzadas producto de la retoma del Palacio de Justicia por parte de la Fuerza Pública. A raíz de su fallo, la juez recibió fuertes amenazas y a los pocos días tuvo que exiliarse.
El acoso laboral es otra forma de violencia para los funcionarios judiciales. Para Luis Otálvaro, presidente de Asonal Judicial, “no sólo se evita que los jueces y los fiscales desarrollen su labor por acciones violentas, sino que también hay acciones al interior de la Rama Judicial que llevan a que no se prosiga con investigaciones, se les persiga con acciones disciplinarias o se les atemorice con traslados como sucedió en la Fiscalía General del Nación, sobre todo en la época de Luis Camilo Osorio”. Otálvaro recuerda que Osorio, entonces fiscal General de la Nación durante el primer gobierno del expresidente Álvaro Uribe Vélez, desautorizó en público a Amelia Pérez, la fiscal que tenía bajo su cargo la investigación del atentado al club El Nogal por considerar varias líneas de investigación a parte de la autoría de las Farc, razón por la cual recibió amenazas y tuvo que exiliarse.
Fasol también coincide con la apreciación del presidente de Asonal Judicial y en el libro antes mencionado consigna que ese “periodo fue particularmente álgido para muchos funcionarios de judiciales que padecieron señalamientos, allanamientos, amenazas destrucciones y judicializaciones de manera arbitraria al interior de su entidad, especialmente durante la administración del fiscal general Luis Camilo Osorio”.
El informe ¡Basta ya!, del Centro Nacional de Memoria Histórica, que analiza en detalle las causas y las consecuencias del conflicto armado, también cuestiona algunas decisiones del exfiscal Osorio, relacionadas con delicadas investigaciones sobre derechos humanos. Dentro de la serie de reformas que implementó en el ente acusador, cuestiona la descentralización de la Unidad de Derechos Humanos, la cual “fue acompañada de la renovación de buena parte del personal de la unidad que había sido capacitado por programas financiados por cooperación internacional, y que fue removido por Osorio con el argumento de que hacía parte de una campaña internacional de desprestigio de las instituciones colombianas. Sin embargo, varios de los funcionarios removidos tenían a su cargo investigaciones de casos en los que presuntamente había participación de miembros de la Fuerza Pública”.
Otro factor de riesgo para los funcionarios es la intromisión del Presidente de la República o demás funcionarios de otras ramas del poder contra sus decisiones. Otálvaro ve con preocupación que se cuestionen los fallos contra militares implicados en violaciones de derechos humanos y sean señalados por oficiales y miembros del gobierno, “dando a entender que hay una persecución de la justicia y una parcialidad ideológica o política, lo cual lleva a que se deslegitime la acción de la justicia y se generen amenazas”. Esa serie de anuncios desemboca en amenazas contra los togados.
Como si lo anterior fuera poco, también está el vergonzoso caso de persecución y espionaje del que fue víctima la Corte Suprema de Justicia por parte del desaparecido Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), a raíz de los juicios e investigaciones que realizó contra políticos de alto nivel que entablaron alianzas con grupos paramilitares para detentar el poder, las cuales fueron denominadas como parapolítica.
Producto del juicio al exsenador Mario Uribe, expresidente del Congreso y primo del entonces presidente de la República, Álvaro Uribe Vélez, las relaciones entre la Corte y el mandatario se tornaron álgidas y coincidieron con los espionajes de los que fue víctima el alto tribunal, e incluso con montajes para tratar de desprestigiar a sus magistrados y quitarles credibilidad. El caso más visible fue el del magistrado auxiliar Iván Velásquez, considerado como el investigador estrella de parapolítica, víctima de un montaje del exparamilitar José Orlando Moncada Zapata, alias ‘Tasmania’, quien falsamente lo acusó de ofrecerle beneficios a los desmovilizados para que declararan en contra de políticos aliados al gobierno. Posteriormente ‘Tasmania’ se retractó y señaló que en esta trama estuvo involucrado Juan Carlos Sierra, alias ‘El Tuso’, narcotraficante que se coló en el proceso de Justicia y Paz y se desmovilizó como paramilitar, quien a la postre era cercano a Mario Uribe.
Tristemente los funcionarios judiciales también han sido víctimas de ataques o de traiciones por parte de las instituciones del Estado para evitar que desarrollen su trabajo. Esto se refleja principalmente en la Fiscalía General de la Nación, en casos en los que sus funcionarios han sido infiltrados o corrompidos por el dinero de sectores ilegales, para evitar que se desarrollen las investigaciones, llegando incluso a participar en la muerte de sus propios compañeros de trabajo.
Uno de los casos más graves ocurrió en Norte de Santander, en donde la directora Seccional de Fiscalías, Ana María Flórez, trabajaba para las autodefensas de Salvatore Mancuso y era apodada por ellos como ‘La Batichica’. Tanto Mancuso como Jorge Iván Laverde Zapata, alias ‘El Iguano’, declararon en Justicia y Paz que Flórez era parte de las estructuras paramilitares en ese departamento. En una audiencia ante el Tribunal de Justicia y Paz, el fiscal encargado del caso del Bloque Catatumbo señaló que también fueron cómplices de los paramilitares Magali Yaneth Moreno Vera, asistente de la Fiscal; y Carlos Pinzón, miembro del CTI, quienes “hacían parte directamente de la organización y mantenían una comunicación constante con el Frente Fronteras y les informaban sobre las diligencia”. En 2007, Flórez y Moreno fueron condenadas a 11 años de prisión.
Otro caso de infiltración o de corrupción dentro de la Fiscalía está relacionado con el allanamiento del Parqueadero Padilla en el centro Medellín, en donde las autodefensas de los hermanos Castaño Gil tenían una especie de sede financiera. La mayoría de los miembros del CTI que participaron en ese operativo realizado el 30 de abril de 1998, en el que se encontraron documentos contables, pagos de nóminas y trasferencias bancarias, fueron asesinados y se dice que en varios de estos crímenes están vinculados funcionarios corruptos. Además, también está el caso en Sucre de la fiscal Yolanda Paternina, quien fue asesinada con complicidad de funcionarios del DAS y de la Fiscalía, quienes les informaron a los paramilitares en qué momento estaría sin escolta.
Bajo todas estas complejas circunstancias los funcionarios judiciales han tenido que realizar sus labores en situaciones extremas en medio del conflicto armado para tratar de garantizarles acceso a la justicia a las víctimas y para poner tras las rejas a los causantes de tanto dolor. En ese intento cientos han dado la vida y más de un millar se han visto afectados de diferentes maneras. Por medio de una serie periodística que inicia con este reportaje, VerdadAbierta.com reconstruye la historia de doce funcionarios que dedicaron todas sus fuerzas para luchar por los desprotegidos y hacer cumplir la ley. Jueces, fiscales, investigadores, personeros, defensores del pueblo, notarios y también guardabosques, que son a la postre la autoridad en parques naturales, gravemente afectados por el conflicto.
Estas historias buscan hacer visibles a estos funcionarios olvidados, llamar la atención sobre la impunidad que ronda sobre la mayoría de sus casos, y en parte, servir de homenaje a quienes se inmolaron para que Colombia y sus instituciones no colapsaran completamente en medio de la guerra.