Las hasta ahora cuatro sentencias de tierras pusieron en evidencia que en esta región les revocaron los títulos a los campesinos, comercializaron sus parcelas o las vendieron a precios bajos.
En Norte de Santander, legales e ilegales emplearon todos los métodos para despojar a los campesinos de sus parcelas. Esta región, disputada durante los últimos veinte años por guerrilleros y paramilitares por el control de las zonas de producción y rutas del narcotráfico, ha sido centro de los episodios más cruentos de la violencia paramilitar.
Decenas de mujeres fueron víctimas de violencia sexual, los cuerpos de personas asesinadas fueron desaparecidos en hornos crematorios y los paramilitares instalaron bases de ‘entrenamiento’ y tortura en Cúcuta, pleno corazón de la capital del departamento.
Asimismo, el desplazamiento fue masivo y el abandono de tierras se tradujo, en muchos casos, en despojo. Un Juez Especializado en Tierras de Cúcuta ha emitido cuatro sentencias entre diciembre de 2012 y agosto de 2013 que muestran que en este departamento los campesinos vendieron a precios irrisorios sus parcelas después de su abandono; a otros el mismo Incora les revocó los títulos de los predios para entregárselos a personas que no cumplían con los requisitos de la reforma agraria; y en algunos casos, sus fincas fueron ocupadas por terceros que se aprovecharon de las condiciones de violencia que presionaron el desarraigo.
En los cuatro casos, el Juez les dio la razón a las víctimas y negó las solicitudes de las personas que en la actualidad explotan las tierras y se opusieron al proceso de restitución, asegurando que habían comprado de buena fe. Entre 1997 y agosto de 2010 salieron desplazadas de este departamento 113 mil personas y hasta mayo de 2013 las víctimas habían presentado ante la Unidad de Restitución 2.194 solicitudes reclamando 107 mil hectáreas que tuvieron que abandonar o que les fueron despojadas por efectos del conflicto armado.
La invasión
Diana* vivía en una casa-lote de 800 metros cuadrados en Tibú con sus cuatros hijos. En 1999, el Bloque Catatumbo de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) llegó a la región y comenzó a masacrar y desplazar a los pobladores. Su primer esposo fue amenazado por los paramilitares y al poco tiempo fue asesinado. Por miedo, ella y sus hijos salieron despavoridos de la región buscando refugio en un pueblo de la Costa Caribe. Después de varios años de desplazamiento, de un segundo matrimonio y de una separación, decidió regresó a Tibú con la sorpresa de que la casa había sido invadida por su ex esposo, quien además le pedía dinero para devolvérsela.
La presión fue tal que ella aceptó ir a la inspección de policía del pueblo y llegar con él a una conciliación. Diana se comprometía a pagar 3 millones de pesos de deuda que, por el pago de impuestos, tenía con el Municipio y él se iría de la casa una vez la vendieran, exigiendo además 6 millones de pesos por la venta. El caso fue documentado por la Unidad de Restitución y el Juez ordenó la restitución de la casa a Diana el 11 de diciembre de 2012, pidiendo anular la conciliación tras considerar que el ex esposo se había aprovechado de la situación de violencia para explotar el predio. El juez ordenó, además, al Alcalde de Tibú exonerar del pago de impuestos a esta familia.
El abandono
En febrero de 1986, el antiguo Instituto Colombiano para la Reforma Agraria (Incora, hoy Incoder) le tituló una parcela de 12 hectáreas a María Clara* y su familia. Cultivaban yuca y plátano, pero a finales de los años noventa integrantes del Bloque Catatumbo de las Auc comenzó a amenazar y a desplazar a los campesinos de la región. “Había mucha matazón. Teníamos miedo y nos vimos obligados a salir porque los paramilitares estaban matando gente, los cuerpos los dejaban sobre la carretera”, relató la mujer.
En julio de 2002, tras una masacre cometida por los paramilitares en Tibú, Norte de Santander, María Clara se desplazó junto a su familia, dejando la tierra abandonada hasta el 19 de diciembre de 2012, cuando un juez especializado falló a su favor, reconociéndola como víctima. En la sentencia, el juez ordenó a las autoridades garantías para que la familia retorne a la parcela, y al Fondo de Fomento para las Mujeres Rurales un subsidio para que María Clara pueda reactivar la producción de su tierra.
El despojo
“A usted lo vamos a matar”, le dijo un hombre armado a Diego*, un campesino que en febrero de 2003 compró un parcela de 43 hectáreas en una vereda de Tibú. La amenaza se produjo después de que a él un grupo armado lo secuestrara en agosto de ese mismo año de un restaurante en el que estaba desayunando. “Me dijeron, ‘súbase a ese carro’ y les dije que por qué. Que no debía nada. Me llevaran a un barrio, a una casa sola, me metieron a una pieza y me ataron de pies y manos… me dijeron que yo era colaborador de la guerrilla. Yo les dije que no tenía nada que ver”, relató el campesino durante el juicio de restitución.
Diego decidió quedarse otro par de meses en la finca, donde cultivaba yuca y maíz, y vivía de 28 reses, 40 gallinas, ocho marranos y tres bestias. Pero el grupo armado volvió esta vez hasta la propiedad y amenazó a su esposa e hijos con que los iban a matar. La familia se desplazó hasta Valledupar y en noviembre de 2004 decidieron vender la parcela que sólo pudieron disfrutar siete meses. Diego le dijo al juez que lo hizo como una medida desesperada y que recibió sólo 4 millones de pesos de los 7 millones pactados; otra fue la versión de Mario*, el comprador en esa época, quien explicó durante el juicio que él era conocido de Diego y que compró sin saber que en la región hubiera violencia.
En agosto de 2008, Mario* a su vez le vendió la tierra a la familia Pérez*, que explotó la tierra con un sembradío de palma hasta que comenzó la reclamación por parte de Diego. Los Pérez le dijeron al juez que ellos compraron de buena fe, que desconocían el pasado violento de la tierra y que el cultivo había avaluado el terreno en por lo menos 400 millones de pesos.
Sin embargo, el juez en su decisión determinóque Diego y su familia fueron víctimas de la violencia paramilitar y que pese a los argumentos de los dos compradores, tanto de Mario como de los Pérez, los dueños originarios de la parcela fueron despojados. Por eso, el 16 de mayo de 2013 en la sentencia le ordenó al Incoder restituir la parcela a Diego y pidió la nulidad de las escrituras en las que la parcela fue pasando de mano en mano. También negó la posibilidad de Los Pérez recibieran una compensación, es decir, otra tierra a cambio de ésta.
La complicidad del Incora
Entre finales de 1998 y comienzos de 1999, los paramilitares llegaron a la vereda donde Martín* y su familia cultivaban una parcela de 24 hectáreas que el antiguo Instituto Colombiano de la Reforma Agraria, Incora, le había titulado. Una noche las Auc le quemaron la casa y los obligaron a salir hasta un barranco, donde delante de su esposa y seis niños le apuntaron con un arma de fuego. “Ese no es; nos equivocamos”, dijo un paramilitar.
Despavorido, Martín buscó las oficinas del Incora para denunciar lo que había ocurrido. Pero según le relató al juez durante el proceso de restitución, un funcionario del instituto de tierras le pidió que firmara un documento. Confiado, el campesino lo hizo pero nunca imaginó que con ese papel el Incora le revocaría el 21 de abril de 1999 el título de la finca que le había entregado nueve años atrás. En una movida rápida, el Incora, con el supuesto argumento de que Martín había renunciado “voluntariamente” a la tierra, se la entregó en julio del mismo año a otra familia.
Y la tierra siguió pasando de mano en mano. El 16 de enero de 2007 el Incora autorizó a esta familia para que vendiera la parcela a Rita*, quien durante el juicio se opuso a la restitución de la tierra reclamada por Martín. En la sentencia del 25 de junio de 2013, el juez determinó que el campesino originario había sido víctima de la violencia y pidió la nulidad de las escrituras por las que el Incora y el Incoder permitieron la transferencia de la parcela. Además ordenó la restitución y garantías para que Martín pueda volver a la tierra.
*Los nombres originales de los reclamantes se reservan por razones de seguridad.