Los niños perdidos de ‘El Alemán’

      

El Bloque Élmer Cárdenas escondió por tres años la desmovilización silenciosa de 156 menores que estuvieron en la guerra. Ahora son considerados víctimas. ¿Será el único caso?








En la clandestinidad 156 menores de edad que militaban en el bloque Elmer Cárdenas en el Chocó fueron devueltos a sus familias. Foto Julián Lineros
En octubre de 2005 ocurrió una desmovilización silenciosa. Lejos de las cámaras y casi en la clandestinidad, 156 niños que hacían parte de las filas del Bloque Élmer Cárdenas de las autodefensas, que operaba en Urabá bajo el mando de Freddy Rendón, el ‘Alemán’, se encontraron con sus familiares en la escuela El Mello, de Necoclí, y volvieron a sus casas.


El gobierno nunca se enteró de este evento, ni el país lo habría hecho si no es porque durante las versiones libres un fiscal de Justicia y Paz le mostró al ‘Alemán’ un libro donde aparece un reportaje del fotógrafo Julián Lineros y en el que se puede ver, en medio de un entrenamiento militar, los rostros de varios menores. Sólo en ese momento el ex paramilitar y sus abogados entendieron la gravedad del tema. El reclutamiento de menores es un crimen de lesa humanidad castigado duramente por las cortes internacionales y hasta ahora ha sido un delito invisible, y del que pocos -casi ninguno- paramilitares han hablado.

Lo paradójico es que todos los bloques de las autodefensas, sin excepción, reclutaron menores. Infortunadamente, en todas las guerras los niños son carne de cañón, por su audacia, su agilidad y porque la idea del matar y el morir todavía no se ha racionalizado, como en la vida adulta.

Uno de ellos es Anderson*. Tiene ojos pequeños de mirada fija, y piel canela. Ahora tiene 19 años, pero tenía 15 cuando un día dejó la vereda en la que vivía en Necoclí y se presentó voluntariamente al campo de El Roble, del Bloque Élmer Cárdenas. Abandonado por su padre, con una madre enferma, aunque para todos era un niño, él se sentía como el hombre de la casa, y pensó que tenía que ponerle el pecho a la vida. No encontró mejor camino que enrolarse en la guerra. Le pagaban un salario mínimo y tenía asegurada la subsistencia. Al llegar al campo de entrenamiento se vio a sí mismo demasiado flaco, pues a su alrededor todos eran jóvenes acuerpados, por eso mintió sobre su edad, y dijo que tenía 17. Muchos lo hacían.

Lo que siguió para Anderson no se parecía en nada a sus sueños. Le empezó a hacer mucha falta su mamá y la comida de la casa. De inmediato tuvo dudas sobre si seguir adelante, pero ya no tenía marcha atrás. Luego lo enviaron al Río Salaquí, en Chocó, como fusilero. Allí se combatía todo el tiempo, faltaba la comida, y las condiciones del clima eran extremas. Cargar el fusil, 500 tiros y su propio morral, era demasiado pesado. “El cuerpo se fue acostumbrando, pero no la mente”, dice. No habían pasado muchas semanas cuando ya estaba arrepentido de estar allí. Más aun después de que en su primer combate vio morir a un compañero que estaba pelando una caña, al que de repente le dieron una ráfaga. Anderson no reaccionó. Se quedó paralizado y de no haber sido porque otro combatiente lo jaló hacia el piso, lo habrían matado. Luego tuvo el peor combate de su vida. “Nos cogieron subiendo por una loma. Duramos tres días enfrentados con la guerrilla hasta cuandollegó el helicóptero y nos apoyó. Lloré mucho en ese combate, me sentía solo, atrapado. Tenía ganas de volarme. Permanecía de mal genio, apartado y solo. Muchas veces pensé en meterme un tiro”, cuenta.

De hecho, cuando los combates con los frentes 57 y 58 de las Farc arreciaban y los paramilitares tenían largas jornadas de caminatas, a veces sin comida y en medio del fragor, algunos de los muchachos se pegaban tiros a sí mismos para ser sacados de la zona. “Yo vi a un motorista que se pegó un tiro en el pie, pero quedó inválido. También dos o tres que se dispararon en la mano para ser relevados”. Pero aun así, no tuvo el valor.

Un día, cuando estaba ‘ranchando’ (cocinando para todo el grupo), escuchó que el comandante de su compañía recibió una llamada y luego reunió a los menores y les dijo: “Ustedes se van para sus casas”. En la mesa de negociación que se había creado entre el gobierno y el Bloque Élmer Cárdenas, el alto comisionado Luis Carlos Restrepo le había advertido al ‘Alemán’ que los menores no podían ser desmovilizados como todos los combatientes, sino que éstos serían entregados al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. No recibirían tratamiento de victimarios, sino de víctimas, pues así están considerados en el mundo entero.

El estado mayor del Bloque Élmer Cárdenas se reunió y consideró que los menores debían volver a sus hogares, y que si los entregaban al Bienestar Familiar, los separarían de sus familias. Por eso decidieron hacer una “devolución” de los niños a sus madres, directamente. Sin embargo, esto no era lo que estaba establecido en los procedimientos con el gobierno.

Anderson salió de la zona de combates con otros 80 menores, de los cuales apenas ocho llevaban armas. La travesía fue larga y difícil, pues hubo escaramuzas con milicianos de las Farc en varios puntos. Cuando llegaron a la vereda El Mello, se encontraron con los demás muchachos, y durante casi una semana estuvieron en terapias colectivas con sicólogas contratadas por el propio Bloque Élmer Cárdenas, jugando fútbol y reponiendo fuerzas. Hasta cuando llegó el día de la salida.

En un gran evento, donde participaron más de 300 personas, los muchachos, con sudaderas, camisetas y tenis nuevos, y su millón de pesos en el bolsillo, formaron en una cancha. Una improvisada tarima sirvió para los discursos, en los que se les prometió una vida nueva, con casa propia o parcela. El ‘Alemán’ y los otros comandantes empezaron a leer en una lista, uno por uno, los nombres de los muchachos, y en ese momento se lo entregaban directamente a la mamá o al papá.

Anderson se fundió en un abrazo con su mamá. “Me tocaba todo el cuerpo, la cara, y me preguntó varias veces ¿estás bien?”, recuerda. Pero otros de los niños recibieron coscorrones. “Algunos se habían ido de sus casas sin decir nada y los padres los habían dado por desaparecidos”, dice Alejandro Toro, desmovilizado del Bloque Élmer Cárdenas, quien hoy lidera la fundación Construpaz, que agrupa 300 ex combatientes.

El problema es que estos 156 niños quedaron completamente por fuera del proceso de reincorporación. Como oficialmente nunca existieron, no fueron desmovilizados, no han tenido acceso a educación, atención sicosocial o proyectos productivos. Apenas ahora la Fiscalía está recorriendo la región, tratando de encontrarlos a todos, y vincularlos al proceso no como desmovilizados, sino como víctimas que tienen derecho a una reparación. Todos son ya mayores de edad y al igual que todos los jóvenes de esa región, están sin empleo y recibiendo ofertas de volver a las armas, esta vez con las bandas emergentes del narcotráfico que comanda ‘Don Mario’.

Esta desmovilización pasó inadvertida para el gobierno y para la OEA, que le hacía seguimiento al proceso. Inexplicablemente, ni unos ni otros preguntaron qué había pasado con los menores, hasta cuando el tema salió en una versión libre, y hace pocos meses se presentó la controversia y entre Freddy Rendón y el alto comisionado Luis Carlos Restrepo hubo mutuas recriminaciones.

De todos modos, el ‘Alemán’ ya confesó el reclutamiento, y varias víctimas -especialmente madres de hijos menores que murieron en combate- exigen reparación. Este será el primer delito por el que este ex jefe paramilitar reciba imputación de cargos. Sin embargo, queda planteada la duda sobre qué pasó en los otros bloques, pues oficialmente Bienestar Familiar recibió menos de 300 menores desmovilizados, lo que no corresponde con la realidad de unos grupos armados que usaron a los niños como carne de cañón.

*Nombre cambiado


Publicado en Semana 09/11/2008 edición 1384