Gobierno y Farc llegan con tensiones y diferencias para buscar sellar un acuerdo paz definitivo. Es la oportunidad que le queda a Colombia para finalizar un largo y sangriento conflicto armado. Análisis de María Teresa Ronderos.
Humberto de la Calle e Iván Márquez, los jefes de la negociación. Foto Semana. |
Seguramente conscientes de la fragilidad del proceso que arranca, ya con varios días de retraso, los negociadores del gobierno de Juan Manuel Santos y de las Farc estructuraron la agenda de manera que primero puedan acordar el qué hacer, y sólo después de la dejación de armas y se implementará los cambios acordados.
El “Acuerdo General para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”, sellado el 26 de agosto pasado en La Habana, Cuba, contempla que la etapa que, según las últimas noticias, comenzará el lunes 19 de noviembre tendrá cinco puntos: desarrollo rural; narcotráfico; cómo podrán participar en política los guerrilleros después de que se reintegren a la vida civil; verdad y reparación para las víctimas; y, cómo van a dejar armas y a ponerle fin al conflicto.
No son demasiados puntos, ni comprenden, como en negociaciones anteriores, poner en discusión la organización del Estado colombiano, ni mucho menos, la economía de mercado. Los puntos acordados son los mínimos, sin los cuales ninguna de de las partes podría sentarse siquiera a negociar.
Está el central: la terminación del conflicto. Otros dos son los que las Farc no podían dejar de plantear porque en estos radica el corazón de su lucha: el modelo de desarrollo rural y las garantías reales para participar en política. Y los otros dos son los que el gobierno estaba políticamente obligado a incluir, pues sin ellos hubiese sido difícil que contara con el respaldo de la sociedad: preguntarse cómo van las Farc a cortar los lazos con el narcotráfico y cómo van a respetarse los derechos de las víctimas.
Aún no han definido en qué orden van a discutir los temas, salvo el primero que será el tema del agro. Aunque el gobierno ha dicho que el cese de fuegos y la dejación de armas será el último, la presión para poder acordar los demás, será que se hable antes de éste. La voluntad de paz se construye primero imaginando cómo sería vivir sin guerra, y sobre ese escenario compartido, será más fácil ver con claridad las ventajas de acordar los puntos que siguen.
¿El campo para quién?
La discusión sobre desarrollo rural abre las negociaciones y será un cuestionamiento de fondo sobre el modelo de desarrollo. El gobierno está adelantando una política mixta, montó una institucionalidad para garantizar la devolución de la tierra usurpada a los campesinos,y a la vez, impulsa la regularización de la propiedad del campo para que entren también los grandes productores agroindustriales. En el proyecto de ley de desarrollo rural que lleva cocinando desde el comienzo el gobierno, se ve la contradicción. Contempla sí zonas de reserva campesina y titulación de tierras colectivas a comunidades indígenas y afrocolombianas (algo en lo que se ha avanzado bastante) y titulación a campesinos pobres de fincas incautadas al narcotráfico en zonas ricas. Pero también incluye figuras que favorecen el ingreso de los grandes capitales mundiales al agro, como el derecho real de superficie (poder transar en el mercado títulos sobre el uso de la tierra, además de los de propiedad) y la autorización de comprar fincas adjudicadas por el Estado sin la limitación de la Unidad Agrícola Familiar Unidades, entre otras.
Ese modelo mixto entrará en conflicto, con las aspiraciones de las Farc. Éstas pedirán que el desarrollo campesino se haga prioritariamente y en función de los campesinos medianos y pequeños, que se les dé crédito, respaldo tecnológico y se les construyan vías para sacar sus productos al mercado. Y también dirán que urge una profunda redistribución de la tierra y el crédito pues en Colombia la tierra está más concentrada en pocas manos que casi en todo el resto del mundo, según lo encontró el estudio reciente de Ana María Ibañez con la Universidad de los Andes. Y esa gran propiedad rural es la que le da base a los poderes políticos locales que resisten todo cambio social y político o son abiertamente mafiosos.
También estarán en cuestión las tierras que las Farc han usurpado a tenedores o propietarios, y que luego ha poblado con campesinos afines a su organización como una estrategia de control de territorios. Las Farc querrán que les reconozcan la propiedad a sus actuales tenientes; y el gobierno tendrá que hacer respetar los derechos de propiedad de los expulsados.
Si del tire y alfoje, se llega a un acuerdo en este punto, será tarea del gobierno traducirlo en actividades y presupuestos concretos que podrán ser ejecutados cuando los acuerdos se pongan en marcha.
¿Cómo cortar con el narco?
El segundo tema de fondo será el del narcotráfico. Las Farc quieren salir de la negociación con otra cara: que se deje de decir que son unos narcotraficantes. Quizás si se les da un papel activo en el desmonte de los cultivos ilícitos y el desarrollo de cultivos legales, podrán contribuir a debilitar el negocio desde la base, y de paso, podrían legitimarse a los ojos de la gente que los ha visto, a lo largo de los últimos años, cada vez más contaminados por los dineros de la cocaína.
Aún si las Farc aceptaran que esta es una salida viable para cortar sus intricados lazos con el negocio ilícito, el gobierno tendría un desafío mayúsculo en materia de seguridad, pues es probable que los grandes traficantes que hoy le compran la base de coca a las Farc resistan su salida con violencia, y el riesgo es que, como siempre sucede, los campesinos terminen siendo las víctimas más afectadas.
Reconocer las víctimas
El tercer tema es el de los derechos de las víctimas. Lo que es obvio para cualquier colombiano es lo más difícil de aceptar para las Farc, que ellos también, y no sólo el paramilitarismo y sus cómplices en el Estado, tendrán que contribuir a la verdad, a la justicia y a la reparación de sus víctimas. Solamente sumando a las víctimas de la guerrilla contabilizadas ya por la Fiscalía, a partir de los procesos que les sigue a los desmovilizados individuales de este grupo, ya van 70.000 personas registradas. Pero el país sabe que pueden ser decenas de miles más.
Sin embargo, será el aporte que en este sentido hagan las Farc a la paz, lo que les permitirá esperar que al final de un proceso, se torne políticamente viable suspenderles las múltiples condenas judiciales que tienen cada uno de sus jefes y gozar de una libertad condicionada a que no retomen las armas.
Del monte a la curul
De este último punto se desprenderá la posibilidad, luego, de que los acuerdos contemplen la participación en política. Si en el papel queda claro que los comandantes de las Farc o sus designados podrán participar en política, sólo después de que esta organización haya colaborado con la justicia, la verdad y la reparación de sus víctimas, y haya efectivamente demostrado que no volverán a tomar las armas, entonces ese mismo papel puede decir que la organización armada podrá evolucionar hacia un partido y presentar candidatos a cargos locales, regionales o incluso nacionales, en una próxima elección.
Adiós a las armas
Estos avances sin embargo, no se llevarán a la práctica hasta tanto no se consiga el cese de fuegos y la dejación de armas. Y este es el punto más complicado de conseguir. Tienen que ponerse de acuerdo cómo y quién verificaría el cese de fuegos y hostilidades. Y qué sucede cuando alguien lo viole. Tienen que concertar los plazos para dejar las armas y las garantías para que se les respete la vida a los combatientes recién desarmados. La experiencia en Colombia ha sido amarga en este sentido, y todas las fuerzas armadas ilegales, paramilitares y guerrilleros, han visto caer asesinados a muchos de los suyos, después de que han firmado la paz.
Como lo dejó ver Timoleón Jiménez, el jefe de las Farc, en su entrevista a Voz, este es un punto central para las Farc: “Dejación de armas consiste en la abolición del empleo de la fuerza, de la apelación a cualquier tipo de violencias, para la consecución de fines económicos o políticos. Es un verdadero adiós a las armas”. Su mensaje implica que el acuerdo deseado es que nadie en Colombia vuelva a usar las armas ilegal y brutalmente para imponer su política o sus intereses; ni los guerrilleros, pero tampoco el gobierno, ni militares, ni terratenientes, ni políticos. Y eso sobre todo es de lo que se trata este proceso de paz con las Farc.
La cuestión de la participación ciudadana
Las tensiones entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Farc ya se han hecho sentir, aún antes de sentarse a negociar en La Habana. Se ha tenido que postergar el inicio del diálogo por diversas razones. El último escollo, según ha trascendido a la prensa, se debe a las diferencias entre las partes sobre cómo se debe dar la participación de la sociedad civil. La guerrilla pidió al gobierno en un comunicado del 7 de noviembre que explicara sin más demora “los procedimientos, mecanismos, metodologías, dinámicas que posibilitará que las expresiones diversas de la sociedad puedan desenvolver el proceso de dialogo por la paz en Colombia”.
Dio a entender que quiere que los representantes de la sociedad civil vayan a La Habana y estén en la mesa, o por lo menos se reúnan personalmente con cada parte, como sucedió en el Cagúan. El gobierno insiste en lo que acordaron en la primera ronda: que la participación fuese indirecta, mediante canales virtuales habilitados para ello; consultas ocasionales conexpertos en temas específicos y, foros o seminarios de discusión pública, organizados por un tercero, para ilustrar un punto difícil o desempantanar otro donde no hubiera acuerdo.
Al parecer resolvieron dilucidar sus diferencias frente a cómo darle un espacio a la gente en la negociación en la propia mesa.
Guerrilleros pragmáticos y dogmáticos
Este cambio de postura de las Farc, al igual que algunos de la insistencia de las Farc en hacer mayor énfasis en el preámbulo general del acuerdo y no en sus puntos específicos, como lo hizo Iván Márquez en la ceremonia formal de inicio de la negociación en Oslo a mediados de octubre, puede hacer parte de su estrategia de negociación, pero quizás también revela diferencias internas de la organización armada.
Los jefes más pragmáticos quieren parar la guerra ya y en serio porque saben que es la última oportunidad para cosechar la lucha de casi medio siglo con cambios delimitados y posibles. No son poca cosa: que cesen las guerras todas, las que van por encima de la mesa y las que van por debajo, y poder hacer una política alternativa a la tradicional, sin persecuciones de ninguna índole.
Esta idea la plasmó con claridad el delegado del Secretariado al Comando Conjunto de Occidente, ‘Pablo Catatumbo’ en un artículo que publicó el pasado 24 de octubre llamado Acotaciones a una lectura de Víctor G. Ricardo: “La solución política se enmarca para nosotros en la real apertura democrática, la generación de espacios de verdadera inclusión política para una sociedad fragmentada que viene de cruentos años de confrontación militar. El escenario posible que se abre con la solución política es el de una democracia avanzada, pluralista y popular”.
En ese mismo texto Catatumbo dijo que la guerrilla está consciente de que se puede buscar la solución política al conflicto, aún si no se han resueltos muchos de los problemas sociales, y que no será un pacto entre gobierno y guerrilla, sino la decisión de construir un país entre todos. “Somos plenamente conscientes de que no podemos hablar de paz duradera y de un nuevo país democrático partiendo de un simple pacto en las alturas. La paz y la Nueva Colombia la construiremos entre todos los ciudadanos de nuestra Nación”.
Los jefes más dogmáticos piensan que podrían seguir dando la pelea en la extensa y complicada geografía campesina colombiana por tiempo indefinido con su guerra de guerrillas de minas anti-persona, francotiradores y emboscadas y que ésa es su ventaja frente al Estado. Por eso quieren aprovechar el momento y usar la negociación de megáfono para difundir al público a sus ideas; éstos demuestran menos afán.
Mostrarse fuertes
El pulso inicial de las Farc para imponer reglas de juego en sus términos también tiene que ver con la urgencia de los comandantes de mostrar fortaleza y seguridad ante sus propios hombres. No pueden arriesgar alienarlos de lo que ya están. Asediados por la tecnología superior del Estado que les intercepta sus comunicaciones, a las Farc les queda difícil mantener adoctrinados a sus hombres por correo humano. Para enfrentar una fuerza militar estatal más ubicua en el territorio y con mayor poder de fuego aéreo, esta organización guerrillera ha tenido que crear un número creciente de estructuras móviles, con mayor autonomía económica y militar. (Ver mapa de dónde están las Farc hoy).
Estas unidades tácticas se han independizado tanto de su mando, que, según expertos de inteligencia, algunas han terminado involucradas en conspiraciones con políticos o narcotraficantes locales sin autorización del Secretariado de las Farc, la junta directiva de la organización armada conformada por los siete jefes máximos en la organización.
Por esto, al igual que el Estado, las Farc deben enviar mensajes tranquilizadores a sus tropas, para que no interpreten este acuerdo innovador que habla de dejación de armas y de “concluir el trabajo sobre los puntos de la Agenda de manera expedita y en el menor tiempo posible”, como una señal de debilidad. Por eso en un comunicado conjunto que difundieron a fines de septiembre, las Farc y el Ejército de Liberación Nacional (que también es probable empiece negociaciones pronto) ,) dicen que el conflicto no se va acabar “dando ultimatums a la insurgencia a partir de la idea vana de que la paz sería el producto de una quimérica victoria militar del régimen”.
Límites a Santos por derecha e izquierda
Del lado del Estado también hay diferencias internas. La Asociación Colombiana de Oficiales en Retiro de las Fuerzas Militares (Acore), un gremio particularmente poderoso, descalificó en un principio el Acuerdo Marco, diciendo que las condiciones son las que aceptaría “un país derrotado por la agresión terrorista: entregar todo o casi todo, por nada o casi nada”. Sin embargo, sugirieron el nombre del general retirado Jorge Enrique Mora como un vocero que los representaría y el gobierno concedió su petición. Recientemente además, pidieron ser incluidos directamente en la mesa y al parecer el gobierno no ha desechado esa posibilidad.
La posición extrema habla de la incomodidad que sienten los militares colombianos cada vez que se inician negociaciones de paz. Su prestigio, sus ingresos, su peso en la sociedad colombiana dependen mucho de que exista un enemigo armado que amenaza la democracia. Por ello, al igual que fuerzas armadas en guerra en otras partes del mundo, su naturaleza es resistirse a una paz negociada. Para los soldados, lo único aceptable es una rendición del enemigo.
También está el ex presidente Álvaro Uribe, un contradictor que ya no tiene poder de antes, pero que es aún muy popular y, además, representa sectores considerables del empresariado y de los partidos políticos que son escépticos, por convicción y conveniencia, de que una negociación con las Farc lleve al final del conflicto. Ellos no creen que las Farc realmente quieran finalizar la guerra, y tampoco les conviene, porque saben que su popular política de mano dura perdería vigencia si desaparece la guerrilla. Limitan así al gobierno por la derecha, ya que éste no puede aparecer haciendo demasiadas concesiones a las Farc, sin correr el riesgo de que estos contradictores políticos se crezcan.
La izquierda, sobre todo la del “establecimiento” humanitario, incluidos varios actores internacionales, también le traza límites a la negociación, pero por la izquierda. No aceptarán concesiones que para ellos pongan en riesgo el respeto a los derechos de las víctimas. Para ellos, si no hay una dosis aceptable de verdad, de justicia y de reparación, no pueden hacerse concesiones a los victimarios, aún cuando de ello dependa el loable propósito de la paz.
Así las cosas, el ajedrez de la paz tiene tantas movidas simultáneas que difícilmente se puede augurar un final feliz. Sin embargo, como en muchas otras negociaciones de paz en el mundo, sólo se necesitan unos pocos decididos a hacer la paz, de lado y lado, para que lideren un acuerdo exitoso, superando los obstáculos. Y más chance de éxito tienen aún si los acompaña la convicción de un país de que es mejor vivir en paz que en guerra.
Si Colombia consigue firmar un acuerdo de paz con las Farc, no será el fin de la violencia. Seguirá habiendo crimen y narcotráfico y bandas de extorsionistas. Pero el cambio en la política colombiana será transcendental, porque la causa guerrillera ha hecho que durante medio siglo, todos los bandos justifiquen el uso de la violencia para conseguir cualquier fin. Si dejan de existir las guerrillas, la civilidad democrática ya no será una máscara tras la que se oculta una competencia violenta por el poder.Será la única y auténtica cara de la democracia. Y si la gente llega a ver el proceso con esa claridad, no se dejará arrebatar esta oportunidad única de sellar una paz duradera.
NdelaR: Apartes de esta nota fueron publicados en la revista Poder de Perú.