Historia de una cruzada

      
El plan de choque del gobierno para devolverles las tierras a los desplazados se ha enfrentado a un monstruo de mil cabezas: políticos corruptos, intereses mafiosos, sicarios a sueldo y funcionarios vendidos. Y esto apenas comienza. Por María Teresa Ronderos.

El gerente del Incoder, Juan Manuel Ospina, saluda emocionado a uno de los campesinos beneficiarios, en la ceremonia de entrega de títulos de propiedad de lotes baldíos en La Hormiga (Putumayo), departamento donde se han entregado títulos de casi diez mil hectáreas de tierra a más de 300 familias. Foto Semana

En octubre pasado, el gobierno anunció un plan de choque de restitución de tierras que se extendería hasta abril de 2011. Las frases firmes y las múltiples ceremonias de entrega de tierras, desde Arauca y Meta hasta Cesar y Putumayo, han demostrado que hay voluntad política.

Los más de tres millones de despojados tienen mayores esperanzas de recuperar lo suyo; los usurpadores han quedado notificados de que la cosa va en serio. Más cuando, detrás del plan urgente, viene cocinándose no solo la ley de víctimas y su revolucionario capítulo de restitución de tierras, sino una maratón para recibir la nueva norma con las instituciones adecuadas para ponerla a marchar.

Ha sido tal la expectativa que ha despertado el sacudón agrario que hasta el propio Alfonso Cano, jefe de las Farc, dijo en un mensaje de comienzo de año divulgado esta semana que la guerrilla seguirá atenta su desarrollo y dio a entender que, de llevarse a buen puerto, sería la base de la reconciliación nacional.

La cuesta que hay que conquistar sin embargo es empinada, pues el desorden agrario acumulado en años de desidia, corrupción y violencia rural es monumental. El plan, que se cimentó en gran parte en procesos que ya venían empujando otros, como el Proyecto de Tierras de Acción Social y la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, se propuso restituir o formalizar la propiedad de 312.000 hectáreas para beneficiar a 130.000 familias. Es una meta relativamente modesta si se tiene en cuenta que por el parámetro más conservador son unos 3,7 millones de hectáreas las que han sido despojadas, abandonadas o están en riesgo de serlo.

No obstante, hoy, a medio tiempo del plan, la mayor parte de las 121.000 hectáreas entregadas a 38.000 familias son baldíos, mientras las restituciones propiamente dichas han tenido que ir más lento para sustentarlas en sólidas bases legales, según las cuentas del propio Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder), que lleva la batuta de esta ambiciosa tarea, bajo el liderazgo del Ministerio de Agricultura.

En diciembre pasado, por ejemplo, querían celebrar la entrega de 172 predios a campesinos dueños de tierras que les usurparon los paramilitares entre Chivolo, San Ángel y Pivijay, en Magdalena, para levantar el campamento central de ‘Jorge 40’ y beneficiar a sus amigotes. Este violento despojo dejó más de 17 muertos y un desplazamiento forzado que llevó a las familias a la miseria. Restituir esas tierras tendría una gran fuerza simbólica para todo el país. Pero el camino ha sido culebrero. Tuvo que salir el director del Incoder del Magdalena, con varias denuncias encima, y superar las trabas de otros funcionarios de esta y otras entidades, fichas del ajedrez mafioso que se ha jugado con las tierras en ese departamento por muchos años. Ha habido que desatar un nudo de testaferros cumpliendo los requisitos procesales, resolviendo incidentes y recursos, y los optimistas plazos iniciales se alargaron.

Magdalena no es el único lugar donde aún hay problemas. En el Cesar, en los predios de Mechoacán y El Prado, en la Jagua de Ibirico, según documentó el portal VerdadAbierta.com, fue con visto bueno de funcionarios del Incoder, hoy tras la rejas, que se les caducó la propiedad a casi 200 familias campesinas adjudicatarias de la reforma agraria, luego de que los paramilitares las sacaron corriendo. Mataron a 18 personas y desaparecieron a muchas otras, entre ellas, a los tres hijos y al marido de Margot Durán. Luego, con complicidad de un notario, el Instituto les adjudicó las tierras a nuevos dueños, entre ellos, a los parientes de alias ’39’, el segundo al mando de ‘Jorge 40’, a la alcaldesa de La Jagua y a otros políticos locales, quienes, raudos y veloces y siempre con la venia del Incoder, les vendieron esas tierras a las multinacionales carboneras Drummond y Prodeco por miles de millones de pesos. Como en gran parte de esas fincas hoy se explota la mina de El Descanso, los campesinos, que viven en humildes chozas de barrios de invasión en Valledupar y Cartagena, ya no tienen tierra que recuperar. El nuevo Incoder está buscando otros predios para restituirlos.

También fue una abogada del Incoder de la regional de Barrancabermeja la que, sin mayor explicación, les quitó los títulos que unas 125 familias de El Garzal, en Simití, Bolívar, habían conseguido después de años de luchas contra una familia cómplice de los paramilitares del Bloque Central Bolívar. Hoy el pleito sigue, los campesinos son acosados por unos matones a sueldo y el Incoder aún no ha tomado cartas en el asunto.

Y en Córdoba, según le dijeron a SEMANA, hay temor entre muchos campesinos que están tratando de recuperar la posesión de predios baldíos de los que se apropiaron en la Ciénaga de Martinica poderosos personajes de la región, y cuentan que cada vez que salen de las oficinas del Instituto, anónimos les advierten que desistan del trámite, como si alguien desde adentro les informara que habían ido. Ellos fueron desplazados por sicarios que asesinaron a sus voceros y quemaron sus casas a fines de los ochenta, y desde entonces se les ha ido la vida y el escaso dinero en trámites para recuperar su tierra. “Ya será para los nietos”, dice una viejecita menuda. A uno de ellos le asesinaron un hijo y un nieto en julio pasado, y la líder de su asociación tuvo que ser protegida por la justicia por amenazas graves contra su vida.

El gerente regional del Incoder, Orlando Dangond, que con el cambio de gobierno comenzó a escucharlos, sostiene que en ocho meses ha logrado destrabar este proceso, que llevaba 28 años engavetado, y ya casi lo termina. Podrárecuperar dos predios, parte de El Diluvio y Marruecos, para adjudicarlos a las 91 familias que vienen reclamando unas 2.800 hectáreas.

Los cómplices del paramilitarismo o las fichas de los políticos-hacendados que han resistido la reforma agraria desde los tiempos de Lleras Restrepo también han acechado desde las oficinas de Registro de Instrumentos Públicos.

Así, por ejemplo, la Ciénaga Grande del Sinú, que ocupaba 38.000 hectáreas de baldíos según resolución del Incora de 1982, hoy se ha reducido a la tercera parte porque grandes finqueros se quedaron con los baldíos, desecaron la ciénaga y causaron un gravísimo daño ecológico y social. Ahora se descubrió que las oficinas de Registro de los municipios de la Ciénaga crearon folios de matrícula falsos, paralelos, para que no figurara que estas eran oficialmente tierras estatales y se pudieran transar en el mercado. Entre los damnificados están 200 familias de la finca Trementina que tenían derecho de usufructo de esos baldíos, pero han sido desalojadas a palo varias veces por la Policía en cumplimiento de una orden judicial que le reconoció propiedad a una señora, que en realidad es una heredera de un usurpador de tierras del Estado.

¿Cómo desenrollar una historia de 20 años de fraude, donde además, como se sabe en la región, varios de los dueños de esas fincas están emparentados con paramilitares o políticos poderosos?

Las historias son de nunca acabar. Cada restitución implica sanear líos legales de años, o desalojar mafiosos que ocupan la tierra, o negociar con el banco que se quedó con las fincas porque los campesinos desplazados no pagaron sus deudas, o desminar el suelo porque la guerrilla lo dejó sembrado de explosivos. O, como en los Montes de María, deshacer compras masivas de tierras que fueron legales pero que abusaron de la situación desesperada de cientos de campesinos.

Allí el gobierno le vendió la cartera al Cisa para que la cobrara, sin importar si eran desplazados o no. Los operadores locales del Cisa les filtraron convenientemente los listados de campesinos deudores a inversionistas interesados en tierras baratas, y, con estas listas en mano, salieron de compras. Ahora el nuevo gobierno está revisando esas transacciones.

No es solo cuestión de entregar tierras saneadas y dejar allí a los campesinos a su suerte. Es necesario entregar fincas con respaldo: crédito blando, estudios técnicos de vocación de la tierra y conocimientos campesinos, apreciación del acceso y posibilidades de mercado, entre otros, según explicó a SEMANA el gerente del Incoder, Juan Manuel Ospina.

Y en las zonas indígenas y afrocolombianas la titulación se frenó al finalizar el siglo pasado, y revivirla ha sido un esfuerzo de varias entidades. Ya se tienen siete títulos colectivos en ciernes, dos de los cuales probablemente verán la luz en febrero. En Cocomopoca, Chocó, una zona de unas 70.000 hectáreas cerca a Quibdó, un pedido de titulación, que legalmente ha debido tomar menos de un año, se extendió por más de una década, en la cual la gente fue desplazada, le surgieron todo tipo de dueños a la tierra y hubo intrigas políticas para dividir a las comunidades desde el seno mismo de la junta directiva del Incoder nacional.

Ahora el gobierno se puso al corte y, con gran apoyo de las comunidades y de la diócesis de Quibdó, tiene casi listo el título colectivo. En Mancacamana, la tierra del legendario Palenque de San Basilio, en Bolívar, también surgió una petición de título colectivo luego de un desplazamiento masivo en 2006. Se corrigieron errores en el proceso y finalmente se acordó un primer título que cobija 1.700 hectáreas y a unas 70 familias, según dijo a SEMANA uno de los líderes comunitarios. Sería la primera titulación colectiva del Caribe, un logro que también carga un significado especial para la identidad de las comunidades afrodescendientes.

En suma, el plan de choque ha sido un aterrizaje a la dura realidad de un problema que había sido dejado a la suerte de la violencia y la corrupción por demasiados años. Y se ha hecho con pocos recursos, con entidades que aún tienen enemigos de la reforma adentro y a menor velocidad de la planeada. Pero eso, al contrario de lo que imponen los afanes políticos, puede ser un buen síntoma porque se va avanzando con paso seguro.

Para bien y para mal, este plan piloto le ha dado al país un brochazo de lo que se puede venir cuando la restitución y formalización de tierras arranque en firme con la nueva ley de víctimas. Para bien, porque aun sin ley se están logrando desenmarañar casos de décadas y demostrar que con foco y voluntad política se puede transformar ese campesino humillado, que espera horas a que lo atiendan con su fotocopia arrugada del acta que le dio la tierra, en un ciudadano con derechos, respetado y respaldado por entidades que le sirven con diligencia.

La ley da pie para ser optimistas, porque crea una unidad especial que le ayuda al campesino a recuperar su tierra, defiende sus intereses ante las salas especiales de tierras de los tribunales y revierte la carga de la prueba a su favor.

Pero el plan también ha mostrado el lado oscuro: las amenazas y muertes a los campesinos que se han animado a reclamar lo suyo, los más de veinte líderes asesinados, las presiones y los intereses que entorpecieron procesos de titulación por años, la infiltración politiquera o mafiosa de las entidades. Entonces, con la ley, la voluntad oficial tendrá que emplearse a fondo, meter el acelerador y sostener firme el timón de la legitimización agraria contra vientos políticos corruptos y mareas de violencia.