“Queremos que se sepa lo que nos pasó”

      
En el oriente de
Antioquia las víctimas quieren que se reconozca públicamente su
sufrimiento. Hay decenas de iniciativas de memoria propias de las
comunidades.

El negocio era sencillo: a la gente se le ofrecía que vendiera sus recuerdos trágicos de la guerra a cambio de unas cuantas morrocotas de oro. Muchos aceptaron y entregaron sus recuerdos. Luego vino, vestido de negro y completamente sombrío, un hombre llamado el olvido, para llevarse las fotos, los pequeños objetos que recordaban a los muertos y también las palabras y las añoranzas. Entonces, todos los que habían vendido sus recuerdos quisieron recuperarlos. No importaba si estos les dolían en el cuerpo. No querían abandonarlos. Con este sencillo sociodrama, la Asociación de Víctimas de Granada, Antioquia, (Asovida) convenció a varios centenares de campesinos de las veredas que tan importante como recibir apoyo del gobierno en el retorno a sus parcelas era construir un lugar para la memoria colectiva. La idea era simple pero de realización compleja: cada muerto, cada desaparecido, cada herido por minas antipersonales, cada desplazado debía tener una foto en una casa adecuada como museo del Nunca Más.

En julio de 2009 abrieron las puertas, gracias al apoyo de la cooperación internacional. Son cuatro paredes tupidas de rostros, y tras cada uno de ellos, una historia. Los dos niños que con sus mejillas coloradas y ojosverde azules miran a la cámara sonrientes murieron un domingo cualquiera, cuando bajaron de la finca a vender un bulto de naranjas y estalló junto a ellos un carro bomba de las Farc. Más allá, Humbertico, un hombre de rostro amplio y amable, que fue asesinado de 70 machetazos y cuya muerte desató el destierro de decenas de sus vecinos: “Si le hicieron eso a Humbertico, que era tan bueno, qué no nos harán a nosotros”, cuentan que decía la gente. Hoy, la galería de la memoria tiene fotos de 226 de muertos y 63 de desaparecidos, que son apenas la tercera parte de las víctimas de este pueblo, “lo cual no es un orgullo”, dice Gloria Elsy Ramírez, una de las líderes. A cada foto de la pared le corresponde una bitácora para que los deudos les escriban a sus seres queridos. En Granada, un pueblo que no supera los 10.000 habitantes, hubo más de 700 homicidios y 240 desparecidos. Casi un 10 por ciento de la población fue víctima directa, y la guerra les partió la vida en dos.

En todo el oriente antioqueño puede decirse que las iniciativas de memoria de la gente van más rápido que cualquier intento de reparación por parte del gobierno. En San Carlos, cada mes se hacen las jornadas de la luz, que son recorridos por calles y vericuetos del pueblo, para que la gente evoque a quienes fueron asesinados sin razón. Un total de 1.200 personas en 25 años, 247 desaparecidos y 74 mutilados por minas. Tan feroces fueron los grupos armados en este municipio que el 80 por ciento de la población se desplazó y hoy quiere retornar masivamente.

Inmediatamente se dio la desmovilización de las AUC, un grupo de víctimas, especialmente mujeres, lideradas por la ex inspectora de policía y concejal Pastora Mira, se armaron de machetes y se fueron a buscar en montes y hasta en las casas del propio pueblo los vestigios de sus hijos desaparecidos. Desde su época de inspectora, Pastora aprendió a reverenciar la muerte. A darles dignidad a los cuerpos tendidos y abaleados, fueran culpables o inocentes, pero casi siempre, indefensos. Los vestía, les daba sepultura y a veces hasta les pintaba flores en la tumba.

Pero, en marzo de 2002, su hija Sandra desapareció, y mucho después supo que había sido asesinada. Desde entonces empezó a buscar su cuerpo. Encontró 17 fosas antes de dar con la de Sandra. Ese azar la convirtió en la depositaria de la historia de las víctimas de su municipio y en la líder del Centro de Acercamiento para la Reconciliación (Care).

Armada de convicciones profundas sobre la reconciliación, se metió a liderar un proceso para que los paramilitares desmovilizados estuvieran en una mesa con las víctimas, y así armar el rompecabezas de todo lo que pasó. Esa postura conciliadora les ha costado a los líderes de San Carlos la crítica de otras organizaciones de víctimas, que consideran imposible un diálogo con los que han sido victimarios, especialmente porque estos poco han colaborado para develar la verdad. Al proceso se sumaron otras madres, como Lilia Rosa Mesa, una vigorosa mujer de 63 años que estaba segura de que su hija, Leidy, de 15 años, desaparecida también en 2002, había sido enterrada en el solar de la casa donde hoy funciona el Care.

Las mujeres repartieron más de 1.000 mapas de San Carlos para que la gente que tuviera información la consignara allí. En 2006, armaron toda una cartografía de la violencia en su pueblo. Pero les tomó más de dos años encontrar los cuerpos de sus hijas. Ambas ya han sido identificadas y enterradas con dignidad, mientras sus familias tramitan su duelo con otros proyectos de la comunidad, como Pasos y Abrazos, del que reciben apoyo psicológico y emocional.

“Independientemente de lo que pase en los tribunales de Justicia y Paz, lo que nos interesa es hacer público lo que nos pasó. No queremos el silencio sino el escarnio”, dice Pastora. Ella, sin embargo, considera que “el odio es el hollín del alma”, y por eso ha defendido que todo este esfuerzo por la memoria es para mirar al futuro. “En los grupos armados también están nuestros hijos, hermanos, vecinos y amigos. ¿Qué hacemos con ellos, entonces?”. De hecho, el reconocido y ya muerto comandante paramilitar Rodrigo García, ‘Doblecero’, es hijo de una familia tradicional de San Carlos.

Esa necesidad de dar testimonio de lo vivido se siente en todo el país, y muchas de estas iniciativas están consignadas en el libro Memorias en tiempo de guerra,publicado por el Grupo de Memoria Histórica, que muestra que el de San Carlos no es un caso aislado.

Lo demoledor al visitar estos pueblos es darse cuenta de la magnitud del daño que ha causado el conflicto en Colombia y lo poco que se ha hecho por repararlo.