La presión de las minorías y las víctimas de los paramilitares logró desempolvar en el 2006 la discusión sobre la propiedad rural del suelo.
Por Carlos Eduardo Huertas para Verdad Abierta
Debate sobre la tierra en Colombia. Foto SEMANA. |
El debate sobre la propiedad de la tierra en 2005 fue un terreno fértil para manifestaciones, luchas y acciones políticas. Los indígenas de Cauca hicieron varias tomas de fincas privadas para reclamar territorios ancestrales. Las comunidades negras del Pacífico denunciaron que megaproyectos agrícolas, auspiciados por el gobierno, ocupan sus tierras. Y las negociaciones para la desmovilización de los paramilitares también agitaron el debate, ya que sus víctimas demandan que se les repare y restituya los bienes que les fueron usurpados a sangre y fuego.
Que esto suceda en un país en el que según cálculos del Instituto Geográfico Agustín Codazzi y Corpoica, el 0,4 por ciento de los propietarios, tienen el 61 por ciento de las tierras, no es un asunto menor. Además, si se tiene en cuenta la acogida que han tenido movimientos sociales contra el latifundio en países como Brasil y Venezuela, hace pensar que el tema de la reforma agraria, evadido por múltiples gobiernos, pronto tendrá mucha presión para que sea encarado.
La protesta indígena comenzó en septiembre, cuando un grupo de paeces se tomó la finca La Emperatriz, en Cauca. Ellos se justificaron argumentando que el gobierno incumplió un acuerdo en el que aceptó reparar esta comunidad con tierras, por una masacre en la que habría participado la Policía.
Esta ocupación dio pie para que otros grupos indígenas de ese departamento llevaran a cabo lo que llaman “la liberación de la madre tierra”, que se ha traducido en nuevas tomas de fincas, con las que buscan que se les amplíen los linderos de sus resguardos en tierras más aptas para la agricultura. Este movimiento logró en pocos días, sólo en el departamento de Cauca, 18 nuevas invasiones. También se dieron ocupaciones en los departamentos de Nariño y Tolima. Incluso en este último departamento hubo una multitudinaria marcha en la que participaron campesinos. El gobierno logró una tregua en las protestas tras una agenda de negociación prevista para los últimos días del año. Sin embargo, pesea los acuerdos que se logren, este mecanismo de presión para buscar reivindicaciones en el tema de tierras amenaza con ser usado en otras zonas del país.
La situación de las comunidades negras en el Pacífico, en especial las del Bajo Atrato, también mereció atención este año. Ellos aseguran que luego de ser desplazados por paramilitares, sus tierras están siendo ocupadas por un gigantesco sembradío de palma africana. Luego de muchas protestas y exigencias, incluso de la Corte Interamericana, este año el gobierno produjo un primer documento en el que evidencia la ocupación indebida de las tierras por empresarios palmicultores. Estos impugnaron el informe y, luego de meses de ‘precisiones’, se anunció que algunos de los títulos de los empresarios sí eran legales, según el Incoder, la entidad encargada de aclarar este tema. Sin embargo, sólo para abril del próximo año se tendrá un informe definitivo que seguro dará de qué hablar.
Lo llamativo en el caso de los indígenas y los negros es que estos grupos han sido, en los últimos años, los mayores beneficiados con entregas de tierras en propiedad colectiva. Desde 1966 a los resguardos indígenas se les han entregado 31 millones de hectáreas, quedando pendiente de atender la solicitud de entrega de un millón de hectáreas más. Desde 1996, a los Consejos Comunitarios de afrocolombianos se les han entregado cinco millones de hectáreas en el Pacífico, restando sólo 600.000 para completar lo acordado con estas comunidades.
La duda que surge es si estas comunidades han logrado gran parte de sus pretensiones, porque no se ha dado el tan cacareado cambio social que se esperaba en sus regiones.
Son varios los aspectos que no han funcionado en la fórmula. Por un lado, no necesariamente las tierras que se les han entregado son las más productivas. “Mientras nosotros tenemos una cosecha al año en la parte baja, donde estamos reclamando que nos den tierras se dan cuatro”, dice Giovanni Yule, uno de los consejeros de los indígenas de Cauca. Además, son insuficientes los mecanismos que hay de acompañamiento para que las comunidades desarrollen por sí mismas proyectos, y que accedan a financiación. De otro lado, por parte del gobierno hay dificultad con la cosmovisión que manejan estas comunidades en su relación con la tierra, que va más allá de la explotación tradicional.
Retomando el planteamiento del economista Absalón Machado, más allá de la redistribución a través de una reforma agraria, valdría la pena explorar en una propuesta de reforma rural, donde la tierra es apenas uno de los elementos por tener en cuenta, y en la que las acciones que se tomen se incluyan en una política de desarrollo de las comunidades beneficiadas que, entre otras cosas, garantice la supervivencia de la poca democracia que queda en el campo.
En contraste con esta idea, iniciativas como la llamada Ley Forestal, aprobada bajo una insólita presión del gobierno e improvisación del Congreso y que le da más vuelo a los industriales en desventaja de las comunidades; o la Ley de Tierras, que nuevamente entra a discusión el próximo año y que deja dudas, pues puede facilitar la legalización de tierras robadas; o las alianzas promovidas entre comunidades con títulos colectivos y empresarios en zonas de conflicto armado, dejan dudas de que lo que tenga en mente el gobierno sea el desarrollo de las comunidades.
Finalmente, tras la masiva desmovilización de paramilitares, sus víctimas han demandado que se les repare. Esto lo contempla la Ley de Justicia y Paz que sirve como marco a este acuerdo político, pero hasta ahora ha dejado un gran sinsabor, pues no hay claridad sobre cómo se va a llevar a cabo. A esto se le suma la poca voluntad que han demostrado estos grupos de entregar bienes. Sólo han entregado 105 fincas de un área ínfima comparadas con las cuatro millones de hectáreas que se calcula lograron hacerse desde la ilegalidad.
La política de extinción de dominio, que serviría como punta de lanza para esta reparación, tiene unos resultados muy tímidos. De cerca de 300.000 hectáreas que la Dirección Nacional de Estupefacientes ha dejado a disposición del Incoder, se ha definido que 30.000 sean para campesinos y desplazados, pero sólo 18.000 han sido adjudicadas. Igualmente discretos son los resultados del gobierno en compra de tierras y en recuperación de baldíos.
Es claro que el tema de la propiedad rural de la tierra tiene múltiples aristas, y que es uno de los aspectos medulares de la iniquidad y el conflicto en el país. La tarea pendiente es mucha y la presión por una solución aumenta. Luego de la violencia partidista a mediados del siglo pasado, se buscó una solución a quienes lo perdieron todo con uno de los intentos más serios de reforma agraria que ha vivido el país. Para el próximo año, más siendo período electoral, es previsible que el tema va a subir en el ranking de prioridades del debate político.
Publicado en SEMANA 02/12/2006 -1233