Iván Duque ha socavado el Acuerdo de Paz firmado con la antigua guerrilla de las FARC-EP y ha obstaculizado su implementación. Su gestión al respecto, tras cuatro años de gobierno, ha sido calificada como un simulacro, muy alejada de la realidad. Este es una reconstrucción sobre la paz que recibió Duque y la paz que deja a Gustavo Petro, que se investirá como nuevo presidente de Colombia este 7 de agosto.
“Hemos creído en una paz genuina, en la que las víctimas de la violencia son el eje central”, dijo Iván Duque el pasado 20 de julio, durante la instalación de un nuevo periodo legislativo, en el que sería su último discurso como mandatario de los colombianos ante el Congreso de la República.
El Acuerdo de Paz suscrito con la extinta guerrilla de las FARC-EP (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo) y el Estado colombiano el 24 de noviembre de 2016 en el teatro Colón de Bogotá le puso fin a 52 años de una cruenta confrontación bélica que dejó miles de muertos, desaparecidos y desplazados, así como enormes heridas entre los colombianos.
Los cuatro años de gobierno de Duque han estado nutridos de incumplimientos de los programas pactados, de distanciamientos de las comunidades más afectadas por la guerra y de falta de voluntad para proteger a las personas defensoras de derechos humanos y a exguerrilleros en proceso de reincorporación a la vida legal. La “paz genuina” de la que presumió el que será presidente de Colombia hasta el próximo 7 de agosto, cuando Gustavo Petro presida el primer gobierno de izquierdas de la historia del país, es calificada por varias fuentes como un “simulacro” alejado de la realidad.
Una mirada en retrospectiva muestra a un mandatario que tuvo una posición variable con respecto a ese pacto: inicialmente, se enfocó en hacer una férrea oposición política al Acuerdo de Paz; luego se concentró en enviar sendos mensajes en los que prevalecía la idea de que no debía haber paz sin impunidad; y acabó formulando su propia manera de implementar lo pactado a través del programa Paz con Legalidad.
En su último discurso ante el Congreso de la República, Duque expuso lo que él considera los logros de su gobierno. Por ejemplo, la prolongación, por diez años más, de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (Ley 1448 de 2011), con la que se pretende continuar atendiendo a más de 9 millones de víctimas. Pero esa prórroga no fue un acto voluntario del gobierno de Duque. Se logró gracias a la intervención de la Corte Constitucional, que amplió la vigencia de la ley tras resolver una demanda presentada por dos exministros del gobierno de Juan Manuel Santos –Juan Fernando Cristo y Guillermo Rivera–, quienes argumentaron que los fines de esa norma no se habían cumplido plenamente, por lo que se requerían diez años más.
Con respecto al programa Paz con Legalidad, Duque afirmó que, durante su mandato, el presupuesto destinado para el desarrollo de todos sus componentes alcanzó los 10,981 millones de dólares (48 billones de pesos colombianos) y sus acciones avanzaron “en los territorios, mientras mantenemos un compromiso irrestricto con la generación de oportunidades”. Pero esquivó en su intervención uno de los escándalos al final de su mandato: los presuntos hechos de corrupción con esos dineros en los que, al parecer, están implicados varios funcionarios de gobierno y algunos congresistas, quienes se habrían quedado con cerca 114 millones de dólares (500 mil millones de pesos colombianos), y que fueron denunciados hace poco más de un mes por dos periodistas de la cadena radial BLU Radio, quienes investigaron el tema durante seis meses.
Análisis críticos difundidos por el Centro de Pensamiento y Diálogo Político explican que “la política de paz de Iván Duque ha transitado entre el desconocimiento relativo de las normas constitucionales y legales que lo obligan a avanzar en el proceso de implementación, sus intentos de atacar pilares básicos del Acuerdo y su intención de imponer una concepción de paz que niega los principios e integralidad de lo acordado en La Habana. Dicha visión ha recibido el nombre de ‘Paz con legalidad’”.
El tema de la seguridad, que también está incluido en la implementación del Acuerdo de Paz como un componente para evitar la repetición de la guerra y proteger a quienes se acogieron a ese pacto, también fue abordado por Duque en su último discurso ante los legisladores. “La seguridad como valor democrático –dijo– nos ha guiado para reducir a sus mínimos históricos las tasas promedio de homicidio y de secuestro en un cuatrienio. Con hechos logramos que ni el secuestro ni el narcotráfico sean conexos a los delitos políticos”.
A esa visión positiva se opone el informe de un grupo de congresistas que le hace seguimiento a la implementación del Acuerdo de Paz. De acuerdo con sus análisis, “a partir de 2018, entre la falta de capacidad del Estado para copar los espacios que dejaron los excombatientes de las FARC tras el desarme y la llegada del Gobierno Duque al poder –que se eligió con las banderas del triunfo del No en el plebiscito–, el deterioro de las condiciones de seguridad en la ruralidad no se hizo esperar”.
Y para respaldar esa afirmación, los legisladores expusieron varias cifras en su informe: entre 2017 y 2021 hubo un incremento del 5,5% en la tasa de homicidios a nivel nacional; del 2017 al 2020 hubo un aumento del 44,4% en homicidios de líderes sociales; y entre 2016 y 2021 del 278,9% en el número de masacres.
Por su parte, el Instituto Kroc de Estudios Internacionales de Paz, que también le hace un riguroso seguimiento al Acuerdo Final, valora que en los primeros cinco años la implementación no se ha detenido. Y argumenta que, si bien ese hecho es positivo, llama la atención sobre los “serios obstáculos, tanto internos como externos” que se han presentado y alerta que “el ritmo de implementación aún no entra en una senda que genere certidumbre frente a la posibilidad de completar todas las disposiciones o su inmensa mayoría cuando se cumpla el periodo de 15 años previsto por el Acuerdo Final”.
Uno de los aspectos más críticos durante el periodo de gobierno de Duque fue la situación de seguridad de los firmantes del Acuerdo de Paz por parte de las antiguas FARC-EP. Por lo menos 337 de ellos han sido asesinados desde noviembre de 2016, cuando se rubricó lo pactado.
Esa dramática situación fue objeto de análisis de la Corte Constitucional que, tras un riguroso estudio, declaró a finales de enero de este año el estado de cosas inconstitucional en el componente de seguridad y protección de los excombatientes de la extinta organización alzada en armas, y advirtió que hay una violación constante y masiva de sus derechos fundamentales, por lo que les pidió a las autoridades adoptar un plan de protección integral.
Por último, y pese a las expresiones de satisfacción del presidente Duque por sus supuestos logros en materia de paz, un grupo de organizaciones de la sociedad civil, agrupadas en la Plataforma Colombiana de Derechos Humanos, Democracia y Desarrollo (PCDHDD), hizo un crítico balance de su gestión a través de un documento que titularon Hambre y guerra: el legado del aprendiz.
“Después de cuatro años de un intenso simulacro para tratar de mostrar, contra toda evidencia, que estaba comprometido en sacar adelante un proceso de paz que en su campaña hacia la presidencia su partido había prometido hacer trizas, termina ahora en una alucinante farsa que trata de encubrir con una estrategia de disociación y distorsiones de la realidad que sólo él se cree, exageraciones cómicas y supuestos logros que no llegan a verdades a medias, pues no son más que mentiras completas”, se lee en uno de los apartes de ese informe.
Esta es la reconstrucción de la paz que recibió Duque y la paz que le deja al nuevo gobierno de Petro.
“Hacer trizas el Acuerdo”
El 6 de mayo de 2017 los militantes del Centro Democrático se aprestaban a concurrir a la convención de su partido con el fin de trazar la ruta que los llevaría al poder en las elecciones presidenciales que se celebrarían un año después. Para aquel momento se abría paso un nuevo ambiente político en el país, marcado por el Acuerdo de Paz que tras ser rubricado en Bogotá luego de cuatro años de negociaciones celebradas en La Habana, Cuba, fue elevado a rango constitucional.
Lo suscrito debía implementarse como garantía de que esa organización insurgente no retomara las armas y se atendieran, con premura, las comunidades más afectadas por la guerra. Además, a sus dirigentes comprometidos con el proceso de reincorporación, se les brindó un espacio de participación política para que se batieran con proyectos, y sin armas, en las instancias legislativas –Senado de la República y Cámara de Representantes–, bajo las reglas de la democracia.
Pero lo pactado no fue del agrado de buena parte de un sector del país, representado justamente por el Centro Democrático, un partido creado por el expresidente Álvaro Uribe Vélez en enero de 2013, desde donde se libró una férrea oposición a las negociaciones con las antiguas FARC-EP. Su dirigencia aún considera que acordado es bastante laxo y está rodeado de concesiones inadmisibles, como permitirles a los exjefes guerrilleros hacer política sin antes ser juzgados y condenados por sus crímenes.
A esa convención de 2017, realizada en el auditorio del Centro de Convenciones G12, asistió un grupo de precandidatos presidenciales, quienes buscaban aprovechar ese escenario para exponer sus ideas sobre el camino a seguir para mantener su poder en el Congreso de la República y conquistar y suceder en la presidencia a Juan Manuel Santos, el mandatario que se convirtió en blanco de sus críticas por firmar el Acuerdo de Paz con las FARC-EP.
En aquel encuentro, que se hizo de manera simultánea en las ciudades de Cali, Cartagena, Medellín, Neiva, Tunja y Villavicencio, se presentaron como candidatos presidenciales Paloma Valencia, Rafael Nieto Loaiza, María del Rosario Guerra, Carlos Holmes Trujillo e Iván Duque, quienes, a partir de ese momento, iniciaron una intensa campaña interna para lograr la bendición de esa colectividad y convertirse en su candidato único.
Descolló en ese evento el entonces senador Iván Duque, quien, en su discurso ante los convencionistas, reiteró sus cuestionamientos al Acuerdo de Paz, como lo venía haciendo desde su curul en el Congreso de la República. En su intervención, comparó la situación de ese momento del país con la que se vivía en la época electoral del 2002 y sostuvo que “Colombia sufría desesperanza”, por lo que le dijo a sus copartidarios que el propósito del Centro Democrático era “devolverle la esperanza” al país.
Al hacer alusión a lo pactado con las FARC-EP, dijo con voz enérgica: “Hoy claramente los colombianos estamos indignados. Indigna que se haya relativizado la justicia y que hoy sean los criminales más vulgares de nuestra historia, los que hayan acomodado la justicia, ni más ni menos que para diseñarla a la medida de sus pretensiones de impunidad”.
Y prometió que, de alcanzar la Presidencia de la República, el día de su posesión presentaría varias reformas constitucionales, entre ellas que el delito del narcotráfico no fuera un delito amnistiable: “notificaremos a los violentos que ese combustible malsano del terrorismo va a tener toda la contundencia de la Fuerza Pública. Y claro que vamos a hacerle correctivos, y claro que vamos a desmontar todo aquello que no les sirva a los colombianos y que no esté en esos acuerdos”.
El precandidato llegó a aquel encuentro de partido tras liderar una intensa campaña por el No de cara al plebiscito realizado el 2 de octubre de 2016 mediante el cual se esperaba que la ciudadanía refrendara el Acuerdo de Paz. Los resultados fueron adversos a esa pretensión, pues un 50,2% de los votantes rechazó lo suscrito con las FARC-EP, lo que obligó al gobierno del entonces presidente Santos a negociar algunos temas con la oposición.
Duque también estaba a la cabeza de las discusiones de su partido en el Senado en contra de lo pactado en la isla del Caribe. Justo en uno de los debates, realizado a finales de noviembre de ese año, se quejó de la falta de diálogo de Santos con sectores de oposición: “Este debate tiene que permitir reconocer los errores que se cometieron porque nunca, salvo la instancia previa o quizá mejor, posterior al plebiscito, se permitió un diálogo franco, dispuesto a tratar, a tratar de escuchar, la opinión del otro. Aquí lo que se dio fue un gobierno que empezó a utilizar la paz, contrario a los precedentes históricos, para hacer una satanización de quienes tenían opiniones críticas y convertirla en una plataforma totalmente electoral”.
Con esa imagen de hombre recio, y tras su discurso, los asistentes a la convención lo aplaudieron con emoción. Veían en este senador al candidato perfecto para disputar el primer cargo de la Nación. Los ánimos se exaltaron aún más cuando uno de los convencionistas, el exministro del Interior Fernando Londoño, le planteó un reto a la dirigencia de esa colectividad: “El primer desafío del Centro Democrático será el de volver trizas ese maldito papel que llaman Acuerdo Final con las Farc, que es una claudicación y que no puede subsistir”.
Recogiendo esa sugerencia, las críticas de Duque al Acuerdo de Paz se convirtieron en la plataforma que lo catapultaría a la candidatura única del Centro Democrático tras un proceso de consultas internas. Enfocó buena parte de sus intervenciones públicas y escritos de opinión en fustigar, entre otros aspectos, la creación de un mecanismo de justicia transicional que juzgaría por igual a exguerrilleros y agentes del Estado comprometidos en hechos de guerra.
“Todo parece indicar que el poder de la mermelada se impondrá una vez más en el Congreso para sacar adelante la Justicia Especial para ‘la Paz’ que, cada vez más, se parece a una justicia especial para las Farc, donde esa organización exige toda suerte de beneficios para construir sus anhelos de impunidad”, escribió en el diario El Colombiano, de Medellín, el entonces precandidato presidencial en una columna publicada el 17 de octubre de 2017, dos meses antes de que fuera ungido como candidato único del Centro Democrático a la Presidencia de la República.
Luego de una intensa campaña electoral, en la que enarboló una propuesta social y de inclusión, así como una agenda revisionista del Acuerdo de Paz, Duque conquistó la Presidencia de la República en las elecciones realizadas el 17 de junio de 2018, con 10,3 millones de votos, una cifra histórica en el país y superando por más de 2 millones de votos al candidato de izquierda, Gustavo Petro.
Llegaba así al primer cargo de la Nación un político con formación en Derecho, quien, hasta ese momento, exhibía en su hoja de vida una corta carrera en el sector público, adobada por sus cargos en organismos multilaterales, entre ellos el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y la Organización de Naciones Unidas (ONU), y un periodo en el Senado de la República (2014-2018).
Duque, de 41 años de edad, aseguró en su primera alocución como presidente electo que “una nueva generación llegaba gobernar el país” y se comprometió a “entregar todas, absolutamente todas mis energías, por unir a nuestro país, no más divisiones. Pensemos en un país con todos y para todos”.
En ese discurso, puso sobre la mesa tres temas que agitó como congresista y candidato, y ahora como nuevo mandatario de los colombianos: revisar el Acuerdo de Paz, atacar la corrupción y enfrentar la violencia. “Vamos a gobernar con transparencia, vamos a gobernar con eficacia y vamos a devolverle a los ciudadanos la esperanza de volver a creer en las instituciones”, sentenció la noche de la victoria. El 7 de agosto de 2018, se posesionó como presidente de Colombia.
Pero, en la práctica, esa promesa de “devolverle la esperanza” a Colombia distó mucho de la realidad. Una revisión a sus actitudes y actuaciones en sus cuatro años de gobierno, que concluyen el próximo 7 de agosto, dejan en evidencia a un mandatario que intentó debilitar el Estado de múltiples maneras, ocasionado un enorme daño a la democracia, haciendo trizas su promesa de restablecer la confianza en las instituciones públicas y afectando la implementación integral del Acuerdo de Paz.
“Es un pésimo presidente”, sentencia, sin vacilaciones, Sandra Botero, docente en Ciencia Política de la Universidad de El Rosario, en Bogotá, tras valorar la gestión del presidente Duque. Esa mirada crítica la lleva, incluso, a establecer que socavó la institucionalidad pública. Y los hechos así parecen demostrarlo.
Poco respeto por las reglas de la democracia, atacando, por ejemplo, el Acuerdo de Paz firmado con la antigua guerrilla de las FARC-EP; cuestionando las decisiones judiciales cuando eran adversas a sus intereses; manipulando al Congreso de la República para que le nombraran antiguos compañeros de universidad y exfuncionarias de su gobierno en altos cargos de control.
“Algunos de sus nombramientos clave sugieren que es una persona que está poco dispuesta a que se le haga veeduría independiente en serio”, dice la docente Botero. Por su parte, Diana Sánchez, activa defensora de Derechos Humanos y directora de la Asociación Minga, asegura que, con su influencia en esos nombramientos, lo que buscaba el presidente Duque era la “destrucción de los poderes, de los pesos y contrapesos, violando la Constitución y acabando aún más con el Estado social de derecho”.
Agrega Sánchez que el jefe de Estado colombiano también desconoció a la oposición y la miraba como “enemiga”. Es por ello que insiste en calificar a Duque de autoritario, pues es una característica de aquellos que “no reconocen a otros sectores políticos y sociales distintos a quienes son afines”.
En una de sus primeras intervenciones presidenciales, durante un encuentro con gobernadores de todo el país en la ciudad de Mompox, departamento de Bolívar, el jefe de Estado dejó claro lo que pensaba de la oposición: “De nada sirve que se le haga oposición a un gobierno de cuatro años que lo que quiere es servirles a todos los colombianos. El que le haga oposición es como si estuviera oponiéndose a que se adelanten las reformas y los programas que Colombia requiera”.
Dos años después, llevó al extremo esa consideración. El 20 de julio de 2021, tras instalar las sesiones ordinarias del Congreso de la República y presentar un resumen de su gestión, se fue del recinto sin escuchar a los partidos de oposición. En reacción a esa actitud, la Representante a la Cámara por Bogotá, María José Pizarro, aseguró que el presidente Duque sería “recordado por su indiferencia”.
La misma conducta adoptó en días pasados, cuando compareció al recinto legislativo para dar su último discurso como Presidente de la República. Su intervención fue calcada de la anterior: exponer los logros de su gobierno y no escuchar la réplica de la oposición. En esta ocasión fue el senador Iván Cepeda, quien cuestionó al mandatario, según se lee en reportes de prensa: “Después de su discurso en el que el país escuchó toda suerte de falsificaciones sobre su catastrófica gestión, el presidente Duque abandona el recinto del Congreso sin escuchar a la oposición. Nada distinto a lo que hizo durante cuatro años”.
Debilitar el Acuerdo de Paz
Bajo esa lógica del “enemigo”, el mandatario nacional sometió al Acuerdo de Paz. Tal como lo prometió en campaña, intentó introducirle modificaciones a la norma que creó la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), el mecanismo de justicia transicional pactado en La Habana a través del cual se juzgaría a los antiguos guerrilleros de las FARC-EP y a los agentes del Estado por sus actuaciones en la guerra. La vía para tratar de hacer esos cambios fue la de objetar por lo menos seis de los 159 artículos de la Ley Estatutaria aprobada por el Congreso de la República que regulaba el trabajo de la JEP, alegando que eran inconvenientes para el país.
Entre los asuntos objetados estaban el mecanismo de la extradición, que quedó supeditado a que los acusados contaran la verdad de su paso por la guerra; la renuncia a la acción penal contra mandos medios de la antigua guerrilla de las FARC-EP a cambio de ofrecer verdad sobre lo ocurrido; la poca claridad de las competencias atribuidas a la Oficina del Alto Comisionado para la Paz para verificar quiénes son reconocidos como miembros de grupos armados ilegales que se sometan al Acuerdo de Paz; y el mecanismo de suspensión de las actuaciones de la justicia ordinaria contra personas cuyas acciones sean competencia de la JEP.
Ese tema fue ambientado previamente en escenarios internacionales con el fin de explicarle al mundo qué pretendía con esas modificaciones y lograr consensos internacionales. El 26 de septiembre de 2018, durante su primera intervención como Presidente de Colombia ante la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas (ONU), Duque insistió en que “la paz requiere ser construida con el imperio de la ley, que combina los bienes públicos de seguridad y justicia”.
En el ámbito interno, la situación estaba dividida. Las objeciones presentadas por Duque debían resolverse en el Congreso de la República, donde esperaba que se debatieran “constructivamente”, tal como lo planteó en una declaración televisada a todo el país.
Una vez concluidas las deliberaciones, su propuesta fue derrotada en la Cámara de Representantes. Pero en el Senado, la discusión se enredó por cuenta del quórum necesario para decidir, pues algunos sostenían que al momento de la votación sí había mayorías y otros que no se habían logrado. El asunto fue remitido a la Corte Constitucional, que dirimió el debate a favor de quienes alegaban que hubo mayoría cuando se tomó la decisión de enterrar la propuesta del mandatario, lo que obligó al jefe de Estado a promulgar la Ley 1957 el 6 de junio de 2019, dándole un nuevo aire a la JEP.
Otra de las peleas que perdió Duque en la Corte Constitucional fue la de las Circunscripciones Transitorias Especiales de Paz, pactadas en el Acuerdo de Paz con las extintas FARC-EP. Se pactó con este grupo alzado en armas que se le otorgarían 16 curules en la Cámara de Representantes a las víctimas de la guerra, calculadas en poco más de 9 millones de personas, por dos periodos legislativos (2022-2026 y 2026-2030), y cuyos nombres se someterían a votación popular.
La aprobación de esas curules se hundió el Senado de la República el 30 de noviembre de 2017 tras un duro debate, pues los sectores políticos críticos al Acuerdo de Paz se opusieron férreamente a esa concesión y a la postre ganaron, tras no lograrse el 50% más uno en la votación a favor del proyecto de ley que las creaba y entrarían en vigencia para el periodo 2018-2022.
Pero tal como ocurrió con las objeciones a la JEP, el tema llegó a la Corte Constitucional, pues había dudas sobre el número de congresistas que representaban la mayoría en esa célula legislativa. Tras estudiar las decisiones adoptadas en tribunales inferiores sobre una acción de tutela interpuesta por varios ciudadanos, esta alta instancia concluyó en decisión tomada el 21 de mayo de 2021 que sí se había logrado la mayoría en la votación.
El Gobierno Nacional se opuso al fallo de la Corte e interpuso un recurso para tumbar esa decisión alegando, como lo hizo en otras ocasiones, que “están desbordando sus facultades, en especial, la de ser guardiana de la carta política”. No obstante, ese argumento fue desestimado y, finalmente, el presidente Duque debió sancionar el Decreto 1207, fechado el 6 de octubre de 2021, que reglamentó las curules de paz.
Al respeto, Botero resalta el empoderamiento que la Constitución Política de 1991 le dio al poder judicial, entre la que se destaca la Corte Constitucional, que, según ella, “en las últimas tres décadas ha sido un contrapeso fundamental, sobre todo cuando tenemos un Congreso débil y al que le sirve también que la Corte haga el trabajo sucio”.
¿Indolente en derechos humanos?
Durante su gobierno, Duque cuestionó de manera reiterada a organismos internacionales garantes de los derechos humanos por producir y difundir informes sobre las violaciones a los derechos humanos no solo durante las jornadas de protesta, sino en aquellas regiones donde la guerra no ha cesado y que ha comprometido la vida de líderes y lideresas sociales, autoridades étnicas y antiguos excombatientes de las Farc-Ep firmantes del Acuerdo de Paz.
“No solo las cuestionó -afirma Sánchez-, desconoció todas las recomendaciones y consejos internacionales de organismos de derechos humanos sobre violaciones a los derechos humanos en el país. Y mediáticamente salió a rechazarlas, a criticarlas, a darles un portazo en la cara”.
Ejemplo de ello han sido las críticas del gobierno nacional a la representación en Colombia de la Oficina de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. En voces de la vicepresidenta Marta Lucía Ramírez y de funcionarios de menor rango le han solicitado “tener gran cuidado con el manejo de las cifras”, en un intento por minimizar la violencia ejercida por la Policía en las calles, durante las jornadas de protesta acaecidas en 2019, 2020 y 2021, que dejó decenas de manifestantes muertos y heridos por acción de la Policía y sus fuerzas de choque.
Por su parte, Duque cuestionó organizaciones como la estadounidense Human Rights Watch y su anterior director para las Américas, José Miguel Vivanco, quien ha sido bastante crítico con la situación de violencia padecida en el país, sobre todo contra defensoras y defensores de derechos humanos, así como por el incremento de las masacres. “Yo creo que aquí no podemos seguir haciendo política con la paz. Nosotros no hacemos política con la paz”, le increpó el jefe de Estado en octubre del año pasado.
En un reciente discurso, el mandatario nacional disparó varios dardos, de manera subrepticia, contra la comunidad internacional, crítica de su gestión en derechos humanos. “Una de las grandes falencias que ha tenido en el mundo el debate de los derechos humanos es que los derechos humanos terminan siendo invocados para unas causas y para otras no, terminan siendo utilizados para algunas políticas y para otras no”.
Y agregó: “Inclusive, en un país como el nuestro es a veces curioso que cuando hay violaciones de los derechos humanos por parte de algunos actores armados que han tratado de justificar su violencia con ribetes ideológicos se han tenido condescendencias, contemplaciones, o se trata de hacer diferenciaciones entre quienes usan un ribete con un arma y quien no lo hace, aunque cometan el mismo crimen, algo que no deja de ser absurdo e inexplicable”.
Pero los resultados, que tanto trata de minimizar en sus últimos meses de gobierno, no le son favorables. De acuerdo con la organización Indepaz, entre el 7 de agosto de 2018 y el 1 de agosto de 2022, fueron asesinados en el país 957 líderes, lideresas y defensores de derechos humanos, así como 261 excombatientes firmantes del Acuerdo de Paz, y se perpetraron 313 masacres, que dejaron 1.192 víctimas.
Uno de los hechos más cruentos ocurrió a comienzos de este año en el departamento de Putumayo, donde tropas del Ejército asesinaron a 11 personas, entre ellas una mujer en embarazo y un menor de edad, en un supuesto operativo contra grupos armados ilegales que el propio presidente Duque presentó en Twitter como “disidentes de las Farc”. Por denuncias posteriores se supo que los muertos eran campesinos inermes.
Un análisis de la Fundación Ideas para la Paz (FIP) sobre los cuatro años del gobierno del presidente Duque concluyó que, durante su mandato, se “optó por una política de seguridad que privilegió el control territorial y propinar golpes importantes a los grupos armados por encima de la protección de la ciudadanía y las comunidades”, una realidad de la que se aquejaron cientos de comunidades rurales y urbanas a lo largo y ancho de país.
De acuerdo con la FIP, el resultado de estos cuatro años no puede ser triunfalista: “Una política de seguridad que genere un aumento en la violencia no puede ser considerada exitosa en la medida en que no solo refleja la incapacidad de proteger, sino la ausencia de factores de disuasión por parte del Estado frente a los grupos armados y una confusión de prioridades”.
En ese planteamiento coincide Camilo González Posso, director del Instituto de Estudios para la Paz (Indepaz), quien explica que la persistencia del conflicto y el aumento de desplazamientos forzados, masacres y asesinatos, son el resultado de un apolítica que combinó el incumplimiento del Acuerdo de Paz y la adopción de una estrategia de seguridad para la guerra, no de transición hacia la paz: “Fue una visión de seguridad nacional para enfrentar de la misma manera los problemas internos a todos los niveles, en los que cualquier expresión de oposición o de protesta era vista como terrorismo”.
Y prosigue: “La ineficiencia por una estrategia esencialmente de ocupación militar del territorio, donde las comunidades son vistas como un obstáculo para la convivencia, también es un factor a tener en cuenta. Por otro lado, hay acción con daño: políticas y comportamientos de la Fuerza Pública que van en contra de la población y que les facilitan el trabajo a las organizaciones macrocriminales; por ejemplo, la política del olvido del proceso de sustitución cultivos de uso ilícito, en pro de la erradicación forzada”.
Es por ello que Laura Gamboa, profesora de Ciencia Política en la Universidad de Utah, no duda en calificar a Duque como “un presidente sumamente débil. No sólo no es popular, sino que además no tiene (y nunca ha tenido) capital político propio. Sus acciones autoritarias son el resultado de esas debilidades”.
El próximo 7 de agosto, Duque finalizará su mandato, con una desaprobación del 68% según la más reciente encuentra de la firma Invamer Gallup, y quedará en la historia colombiana como el presidente que saboteó el Acuerdo de Paz.
Ese mismo día comenzará el gobierno del izquierdista Gustavo Petro, quien le ofrecerá al país su estrategia de Paz Total, aplicando para ello un plan de por lo menos diez puntos, que contiene, entre otras acciones, un plan de choque para fortalecer la implementación del Acuerdo de Paz; la reanudación de diálogos con la guerrilla del Eln, la búsqueda de salidas jurídicas a las disidencias de las antiguas Farc y el sometimiento de estructuras del narcotráfico; así como la adopción de reformas a la Policía y las Fuerzas Militares; un cambio de paradigma en la política antidrogas; la creación del Ministerio de Paz y la Reconciliación. Se espera que, con todo ello, recoja los fragmentos dejados por su antecesor y lleve al país por caminos alejados de la violencia y cercanos a la reconciliación.
*(Este reportaje forma parte de AQUÍ MANDO YO, un proyecto transmedia de Dromómanos en colaboración con LAUT y diversos medios de comunicación latinoamericanos, entre ellos Verdad Abierta. Visita el micrositio para ver todo el proyecto y entender el autoritarismo en América Latina)