En noviembre del año pasado, el periodista Pablo Navarrete sufrió un ataque en su contra, dentro de su apartamento, a causa de una investigación que desarrollaba. Los diez meses siguientes al ataque tuvo que enfrentarse con las consecuencias psicológicas que eso llevó a su vida, incluso, durante la cuarentena decretada desde marzo de este año.
El desconocido con pantalón de camuflado y relucientes botas de cuero, entró de manera estelar y silenciosa a la habitación. Se sentó en un costado de la cama sencilla donde el periodista dormía; su cinturón negro medio tocaba las rodillas del durmiente y, sin siquiera dignarse a decir < buenas noches >, empezó a apretar con todas sus fuerzas el cuello del reportero, cuyas diminutas manos intentaban deshacerse de aquella bestia con dedos velludos. Justo cuando estaba perdiendo la pelea, cuando el oxígeno le faltaba y le rogaba a la vida más tiempo, el periodista se despierta angustiado y se da cuenta de que todo ha sido una pesadilla.
Está sudando sobre su cama, sobre la misma cama sencilla donde minutos antes el espectro ensoñado del inframundo lo había estado visitando, como si tuvieran una deuda pendiente. Se levanta. Camina en puntitas. Abre la nevera. Cierra la nevera. Se acerca a la ventana y les pide a los astros que se acaben las pesadillas, que le devuelvan la noche. Que le devuelvan el sueño. Les pide a gritos que se acabe la infamia, porque no da más, porque nadie da más.
Ese periodista soy yo.
De los muchos efectos psicológicos que trajo consigo uno de los hechos más impactantes y dolorosos que tuve que vivir como periodista el 19 de noviembre del año pasado, luego de que un hombre que entró por la fuerza a mi apartamento me obligara a borrar toda la información de una investigación que llevaba desarrollando durante dos años, fue ése: esa pesadilla que se volvió una compañera recurrente, constante – casi leal -, durante estos casi diez meses que han transcurrido desde aquella noche.
Cuando el hombre se fue, luego de haberme dicho: < guerrillerito hijueputa > una y mil veces yo quedé sentado en una silla de plástico. Estaba paralizado. Aterrado. Furioso. Dolido. Desilusionado. La noche del 19 de noviembre ese hombre me amenazó con cuchillo, se llevó algunos ahorros – dizque para pagarse la vuelta -, se llevó mi computador y los bongós rojos que mi abuelo me regaló cuando yo tenía doce años. Y empecé a llorar, porque no supe qué hacer, porque entendí que durante dos horas no fui dueño de mi vida.
Pero no hablaré más de aquel ataque, eso lo quiero ver como historia patria. Hablaré de los efectos psicológicos que eso trajo a mi vida; Increíble, en dos horas la salud mental de una persona puede verse seriamente trastornada a causa del sesgo, de la violencia, de la necesidad de silencio de algunos, y uno tarda casi un año en recuperar la estabilidad emocional y psicológica, ¡No hay derecho a tanta mierda!
Además de la pesadilla que ya mencioné, y que me visita unas cuatro veces al mes, llegó el miedo a la noche, a la soledad, porque varios de mis amigos me dieron la espalda, me bloquearon del Facebook y de las redes sociales porque sentían miedo de hablar conmigo, mientras yo luchaba contra el pánico de quedarme dormido.
Todo iba en un crescendo: llegaron las crisis de inexplicable llanto, de llanto sin razón, de llanto inconsolable que durante cuatro meses tuve que soportar casi todas las noches mientras intentaba responderme preguntas tan tontas pero tan difíciles como: ¿qué le voy a contar a mi abuelo cuando me pregunte por los bongós que me regaló? ¿será que si hubiera continuado con las clases de Taekwondo, que dejé de tomar hace catorce años, me hubiera podido defender de ese tipo con una patada voladora y así hubiera impedido que se robara mis cosas? ¿será que si hubiera gritado pidiendo auxilio alguien me hubiera ido a defender? ¿será que vale la pena seguir viviendo en este país? Será, será y será… Hasta hoy no he podido contestarme nada de eso.
Y luego, llegó el miedo al ruido de la medianoche. La paranoia vigilante y recelosa al escuchar que una moto pasa cerca, que una mujer grita en el barrio, que un hombre insulta. El miedo a sentarme en la fuente de soda donde siempre me sentaba con mis amigos, porque alcancé a pensar que la ciudad era tan pequeña que me podía encontrar con el hombre que me había atacado; el miedo a la vida, el miedo a vivir, el miedo a ser lo que había decidido ser: periodista.
Y me empecé a enfermar de estrés: los triglicéridos altos, el azúcar que subía y bajaba, el dolor de cabeza, todo por estrés, todo por ansiedad, todo porque el miedo nada que se largaba.
Las mañanas sí que eran un verdadero suplicio, sacar fuerzas para levantarse y seguir haciendo todo con el mismo empeño, con el mismo amor, con la misma pasión, y mirarse al espejo y agradecerle a la vida por otorgarme el privilegio de estar vivo, pero al mismo tiempo recriminarle por haberme hecho pasar por ese lodazal de infelicidad, por ese escenario de tan poquita conmiseración.
Cambios en el temperamento, tristezas inexplicables, rabias porque sí, dolores que se sentían en el alma por la miseria de los otros que tanto daño me habían hecho, pero que se mezclaban con vergüenza, porque pensaba que era un flojo por no resistir con la altura suficiente el impacto de eso que pasó, que para mí era una desgracia, pero que para muchos que han vivido horrores, y que han visto de frente la muerte y la violencia, esto podía ser sólo un algo más. Es extraño de explicar, pero eso sentía.
Cuando ocurrieron los hechos, Consejo de Redacción, la organización a la que pertenezco como asociado – y a la que considero mi segunda casa en el periodismo -, así como la FLIP, me respaldaron de manera incondicional. Recibí su afecto, su apoyo y su protección. Pero los sentimientos y la salud mental siempre quedan como rueda suelta en este tipo de situaciones, y somos los periodistas – a solas – quienes tenemos que levantar la cabeza, limpiarnos, lamernos las heridas que quedan en el pecho y en la memoria para encontrarle sentido a lo que hacemos, para perdonar y perdonarnos, para comprender la ignorancia y la impudicia de quienes han vivido siempre en su frágil castillo de miedos y de mentiras.
No había terminado de pasar cuatro meses luego del ataque, cuando empezó la cuarentena, ése encierro que me obligó a hacer el conteo, por la televisión y por la radio, de las estelas de muertos que ya empezaba a dejar la inesperada llegada del Covid 19, y también comencé a ver a través de los noticieros el dramático efecto del retroceso institucional que empezó a sufrir el país, el regreso de las masacres, el cinismo de algunos políticos haciendo bacanales con el dinero de la comida de quienes morían por el abandono estatal, la poca empatía del gobierno, los líderes sociales perseguidos y asesinados, la inseguridad disparada, los ataques en contra de las mujeres aumentaban y yo – en semejante estado de pánico -, sólo pensaba en mi mamá, en mi hermana, en mis amigas.
Y me torturaba no saber en qué cajón de la Casa de Nariño estaría engavetado el Acuerdo de Paz, y miraba con desesperación el presidente que nos tocó y transitó subrepticiamente de ser el jefe de Estado a ser un presentador de televisión, y siempre me preguntaba: ¿cuántos estarán muriendo mientras él presenta su < Good Night, Colombia >? Sentía que los noticieros hicieron las veces de repertorios que teatralizaban la muerte, y me lastimaba en el alma ver que las audiencias no teníamos otra opción más que convertirnos en inodoros de toda la amargura que atravesaba Colombia, como si yo no tuviera suficiente, como si nadie en este país tuviera suficiente con lidiar con su propia tragedia, para que la noche les siguiera botando en la cara cifras de muertos y de horror. No había empatía en ningún lado. La cuarentena y los medios de comunicación casi me enloquecen. La solución: dejé de ver noticieros, me informaba por medio de algunas plataformas virtuales, escuchaba algunas emisoras y, mientras tanto, desde la mañana hasta la noche, me dediqué a terminar de escribir una historia de amor que, en gran medida, me salvo la vida. Ya la leerán.
Han pasado casi diez meses desde el ataque; he podido, poco a poco, largar al miedo de mi vida. Pero aún hay vestigios de tanto desequilibrio silencioso, es como el luto, como la caravana interna del silencio que sigue pasando por algo que se apagó, pero uno resiste en honor a la vida que estuvo tan vulnerada por los miserables que actúan en nombre de algo que debería ser tan sagrado como la muerte, que siembre tendría ser vista como la trascendencia hacia algo mejor y no como la amenaza de lo peor.
En Colombia, quienes nos hemos dedicado a escribir para que no se olviden los hechos relacionados con el conflicto, y a narrar las historias de las víctimas y de los territorios que han quedado a merced de la violencia, de las economías ilegales y de los Grupos Armados Ilegales, tenemos que convivir con una cierta dosis de trauma a la que pocos han volteado a mirar, porque – desafortunadamente -, ese trauma invisible empieza a convertirse en parte del oficio y es el periodista quien tiene que encontrar en las historias que va narrando, la manera de limpiar el daño, y así, hacer del mismo oficio un dispositivo sanador, eso me ayudó.
Pero esa rutina agota, desespera y desilusiona, porque la crueldad desilusiona; no había nada más doloroso que recordar que hacía solo un año y medio había publicado un libro relacionado con las memorias del Acuerdo de Paz, con la ilusión de aportar a la construcción de un país distinto, y luego estaba viviendo – en carne propia -, el retroceso del tiempo, y viendo tantos esfuerzos echados al traste. Eso duele.
No sé cuántos colegas en Colombia estén pasando por este horror postraumático, por esta depresión a la que no se le puede poner ni rostro ni nombre propio, pero es tan profunda que a veces cuesta nombrarla, aceptarla y verla. Escribo esto, porque creo que ya estoy del otro lado, porque ya tengo más sueños que pesadillas, porque ya me reencontré con el placer de dormir sin afán, con la delicia de recibir la noche sin miedo, porque entendí que ya pasó. Pero lo escribo añorando que los periodistas en Colombia, los que investigamos y dedicamos nuestras vidas a contar las vidas de otros, no tengamos que cargar más con esta cruz, porque no merecemos, nadie merece, llevar sobre su espalda ese miedo moribundo que petrifica, traumatiza y espanta hasta el cansancio.
Foto de apertura: Joseph Borja.