País en duelo (Semana)

      
La guerra y la violencia han dejado una cicatriz imborrable en la alma de millones de colombianos. Depresiones profundas, pueblos sin vida, desesperanza.. ¿Es posible la reparación sicológica?
Nora Tamayo ha recorrido con una pala en la mano las montañas del oriente antioqueño en busca de la fosa donde los paramilitares enterraron a su marido. Como ella hay miles de personas cuyo sufrimiento no termina. Foto: Luis Benavidez.

Como espectros que deambulaban por el pueblo. Así encontró la enfermera Adriana Porras a los habitantes de La Libertad, en Sucre, una tarde de junio de 2004. Silenciosos unos, nerviosos los otros. Sus miradas estaban atormentadas. Había miedo y horror. Culpa. Ese día, en un ataque espontáneo y colectivo de furia, se armaron de palos, varillas, escopetas y se convirtieron en una jauría salvaje que terminó linchando a ‘Diomedes’, un paramilitar que pretendía continuar la tarea que había iniciado el ‘Oso’ siete años atrás: esclavizar y someter al pueblo. Pero antes de lograrlo, se desató la venganza. Lo lincharon. “Pobre gente de La Libertad, lo que la obligaron a hacer”, pensó Porras ese día.

Los paramilitares habían matado a más de 50 personas del pueblo. Violaron a las mujeres. Prohibieron llorar y cantar. Se hicieron dueños de todo lo que la gente tenía, fuera la tierra, una bicicleta, o una olla para cocinar. Todo les pertenecía. La gente enterraba a sus muertos en silencio y sin lágrimas. Castigaban a hombres y mujeres con trabajos forzados. Los obligaban a ir a fiestas y bacanales organizadas a la fuerza. Los humillaron y pisotearon su dignidad ante la mirada impávida e indiferente de las autoridades civiles y militares. Por eso cuando empezó el proceso de Justicia y Paz la gente de La Libertad no quería hablar. “Parecían fantasmas. Estaban heridos en el alma”, dice Eduardo Pizarro, presidente de la Comisión Nacional de Reparación. Cuando un grupo de ellos asistió a la versión libre de el ‘Oso’, éste no soportó la impresión de verlos de frente. Tuvo que pedir dispensas y salir a vomitar.

Por todo esto, es que la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación escogió este pequeño caserío, y sus gentes, como el proyecto piloto de reparación sicosocial. Un intento por curar las huellas de la guerra, tanto en la parte física del pueblo que está completamente abandonado, como en sus corazones, donde se instalaron el miedo y la desconfianza, especialmente porque las instituciones con frecuencia, actuaron del lado de sus verdugos.

Pero La Libertad es apenas un ejemplo de una comunidad afectada por la violencia. El drama emocional y sicológico que están viviendo hoy miles de personas en el país alcanza una dimensión de problema de salud pública. Colombia es hoy un país en duelo.

Las mujeres y los niños -que suelen ser los sobrevivientes- tienen marcas sicológicas más profundas. Así lo ha detectado Médicos sin Fronteras de España, entidad humanitaria que brinda atención en salud a comunidades en medio del conflicto o desplazadas y que desde 2005 tuvo que abrir en Soacha y Caquetá, un departamento de sicología, pues encontraron que muchas de las enfermedades de la gente provenían del duelo: jaqueca, insomnio, nervios, desesperanza, son los síntomas más frecuentes. Sólo en Soacha entre 2004 y 2008 atendieron más de 3.288 consultas sicológicas, de las cuales un 13 por ciento tenía que ver directamente con el duelo, un 12 por ciento con trastornos del estado de ánimo, y un 10 por ciento con ansiedad. En Caquetá se encontraron, por ejemplo, muchos casos de mujeres afectadas por la depresión y los hombres por la ansiedad. Casi siempre estas son secuelas de la muerte, el desplazamiento o el asedio constante de la guerra. “Pero el mayor reto es el duelo suspendido”, dice María Cristóbal, responsable de salud mental de MSF en Caquetá. Esto ocurre cuando hay desaparecidos.

El cuerpo es todo
Para los familiares del desaparecido nunca hay alivio. Eso lo sabe muy bien José Daniel Álvarez. En enero de 1990 su papá fue desaparecido por los paramilitares junto a otros 42 hombres de Pueblo Bello, en el Urabá antioqueño. Se trataba de una retaliación de Fidel Castaño por el robo de 43 cabezas de ganado. Pocos días después fueron exhumados varios cuerpos en la finca Las Tangas. El cuerpo del papá de José Daniel no se encontró, pero sí se hallaron los cadáveres de dos hijos de Don Renato, un campesino de la región. “Él se sumió en una profunda tristeza hasta que un día se le vio afilando su machete. Cuando menos pensaron sus familiares, se lo pasó por la garganta”, cuenta José Daniel. Este no fue el único suicidio. Cuatro años después de los hechos, un niño de 11 años se obsesionó con el regreso de su hermano mayor, también desaparecido. Al final el menor se colgó de una cuerda en su casa.

“Los familiares suelen sentir culpa y negación de los hechos”, dice Liz Arévalo, directora de la Fundación Vínculos, que actualmente trabaja en el proyecto de recuperación emocional de 450 familiares de estos desaparecidos, en cumplimiento de una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Es la primera vez en 20 años que un sicólogo habla con ellos. Lo que ha encontrado Arévalo es que la gente nunca volvió a hablar del problema, y ahora que lo hacen, lo reviven como si fuera ayer. Igual pasa con víctimas de otras masacres como las de Ituango y La Rochela, que también deben ser reparados, de acuerdo con la Corte.

Por esa necesidad de hablar y de buscar a su padre, José Daniel fundó la organización Familiares Colombia, que busca darles apoyo a las familias de desaparecidos. Otra de las líderes de este grupo es Gladys López, quien todavía habla con voz ahogada y llora, cuando se menciona a su padre, un dirigente agrario del Partido Comunista que hace 24 años fue desaparecido en Puerto Boyacá. Tenía 78 años cuando los paramilitares se lo llevaron metido en un costal.

Sabe bien que nunca habrá la verdad, pues el responsable, el paramilitar Henry Pérez, está muerto. Tampoco el cuerpo pues su padre fue arrojado al río. “Ni aunque le sacaran el agua al Magdalena encontrarían rastro de él,” dice. Gladys ha asistido a muchas terapias individuales y familiares, gracias a varias ONG, pero ha tenido momentos de depresión profunda que literalmente la han incapacitado.

Para ellos el cuerpo lo es todo. Por eso ahora acompañan a otras personas que están pasando por lo mismo. Recuerdan especialmente el caso de Domingo Toro, un viejo campesino de 75 años, de Chámeza, Casanare, a quien los paramilitares le desaparecieron un hijo en 2004. Su esposa, según él, murió de pena moral. Dos años después el cuerpo fue exhumado y después de varios meses se logró su identificación. Pero aún así no se lo entregaron, por trabas burocráticas en Medicina Legal. Apenaseste año, gracias a la intervención de la Defensoría del Pueblo y de varias ONG, logró que le devolvieran el cuerpo. Cuando al fin enterró a su hijo, don Domingo celebró y hasta mató una mamona. Ahora él piensa que puede morir tranquilo.

El tema del duelo es crítico especialmente por la magnitud de las cifras. Existen 49.000 denuncias por desaparición y judicialmente el universo de víctimas ronda las 200.000 personas.

Pero no sólo las desapariciones, las muertes, las masacres y el desplazamiento han dejado almas en pena. Dos de los crímenes que comete con más frecuencia la guerrilla, las minas y el secuestro, así como las muertes en combate, tienen de luto a miles de familias.

El secuestro es una de las experiencias más difíciles de superar. La sicóloga y filósofa Silvia Diazgranados realizó un estudio del caso de 18 soldados que estuvieron secuestrados tres años, después del ataque a Miraflores (Guaviare). Encontró que se les había roto la confianza básica que todo ser humano tiene en los otros, y que le permite vivir en comunidad. Eso se expresó luego en un apego a sus compañeros de cautiverio y un desapego a sus familias y antiguos amigos. “Cuando las personas son sometidas de manera crónica a actos de crueldad e indiferencia humana, la desconfianza marcará su funcionamiento sicológico”, dice en un artículo publicado en la revista de Estudios Sociales de la Universidad de los Andes.

Si bien en algunas instituciones como la Policía, el trabajo de acompañamiento a los ex secuestrados y en general a las familias de los agentes que caen muertos es consistente y serio, en las Fuerzas Militares sí hay una gran falencia. Más allá del trabajo de emergencia que reciben las familias, o el apoyo sicológico que hace parte de la rehabilitación a los mutilados por minas, hay poco. Es el obispado castrense el que lo realiza. Luz Dary Cárdenas, sicóloga, dice que es un apoyo que combina lo religioso con lo espiritual. Apenas 30 familias en promedio asisten a las terapias colectivas en Bogotá, y en pocos casos se brinda apoyo individual. “Muchas familias no superan la sensación de que le entregaron un hijo a la patria y que ésta se los devuelve muerto”, dice Cárdenas. Cada año mueren o quedan mutilados más de 500 soldados. Esa es la magnitud del drama.

Desprivatizar el dolor
Pero a pesar de que hay un país en duelo, los recursos para la atención sicosocial son muy precarios. Según la Asociación Colombiana de Siquiatría, el presupuesto para salud mental equivale al 0,1 por ciento del total de los recursos de la salud. Mientras en países como Uruguay son del 8 por ciento o en Brasil del 2,5 por ciento, Rafael Contreras, de Médicos sin Fronteras, dice que la precariedad es tanta, “que las personas que sufren crisis depresivas sólo tienen derecho a dos citas al siquiatra por el Plan Obligatorio de Salud, lo cual es insuficiente”. Además de que no hay presupuesto asignado, la Comisión de Reparación sólo cumple una función de orientación de la política en este tema, pero no ejecuta. Tampoco lo hace la Defensoría del Pueblo. ¿Entonces a quién le toca?

Adicionalmente, hay cuestionamientos al enfoque con el que se está trabajando. “Se trata como un problema clínico y no político y social”, dice Carolina Morales, sicóloga de la Comisión Colombiana de Juristas. “Se crea la sensación de que la persona está desajustada o está enferma porque tiene un duelo, cuando en realidad la violencia ha desajustado el entorno de la gente y el sufrimiento es una reacción absolutamente normal en ese contexto”.

Por eso muchas organizaciones están trabajando para que haya una política seria para el tema sicológico. Un modelo que quieren emular es el chileno. Durante la transición democrática se creó un programa de atención sicológica a víctimas de tortura y familiares de desaparecidos que hace parte del sistema de salud, a través del cual han sido atendidas más de 130.000 personas. Ellos tienen un criterio clave: desprivatizar el dolor. “Asociar sus experiencias traumáticas al contexto social y político para reformular el significado de los hechos. Si el daño envuelve a la sociedad completa, un nuevo contexto social es un elemento importante para el proceso de curación”, dice el Ministerio de Salud de Chile al respecto.

En Colombia algunas organizaciones están intentando ‘desprivatizar’ el duelo, como la Asociación de Víctimas Visibles, o la funeraria San Vicente de Paúl, en Medellín, que empezó a promover redes de apoyo entre las víctimas de la violencia cotidiana de la ciudad.

La Alcaldía de Medellín creó hace cinco años un programa de apoyo emocional con 10 sicólogos y varios artistas que han realizado talleres con más de 2.500 personas, que busca ‘desprivatizar’ el dolor y tejer redes sociales de duelo. Una de ellas es Elda Nelly Aguirre, quien en menos de una década perdió a su hermano menor, a su esposo y a su hijo de 16 años. Durante los últimos cinco años ha asistido a talleres de duelo y ahora ella reúne en su casa todos los martes a un grupo de 12 víctimas que buscan también aliviar su dolor, simplemente hablando sobre él. (Ver recuadro)

Pero para el duelo no bastan los tratamientos clínicos ni las terapias individuales o grupales. La experiencia internacional demuestra que lo más importante es la reparación simbólica, que necesariamente está vinculada a la transición política y en darles reconocimiento a las víctimas. Y eso también está fallando en Colombia. La Ley de Víctimas, por ejemplo, se cayó en parte por una falta de reconocimiento del gobierno sobre los crímenes cometidos por algunos de sus funcionarios. El proceso de Justicia y Paz también deja a las víctimas relegadas. “En las versiones libres no se revierte la relación de poder de víctima y victimario”, dice la abogada Omaira Gómez, de la Comisión Colombiana de Juristas. “Los paramilitares dicen lo que quieren y la gente no tiene opción de controvertir con ellos”. La atención sicológica que brinda la Fiscalía a las víctimas que se enfrentan a relatos escalofriantes es apenas de emergencia, si alguien entra en crisis.

Pero lo más importante para que haya verdadera reparación sicológica es que el miedo desaparezca. Sólo si cesa la violencia, la gente puede hacer el duelo tranquilamente, hablar del pasado, y convertir su trauma en memoria. Y eso en Colombia está lejos. Basta con saber que el proyecto piloto de reparación sicosocial de La Libertad, que ya tiene un presupuesto de 150 millones de pesos y un plan diseñado, tuvo que congelarse temporalmente porque los líderes han sido amenazados de muerte.

Publicado por Semana, edición 1427. Fecha 05/09/09