En esa subregión de Antioquia, donde el 67 por ciento de sus habitantes son víctimas de la guerra, decenas de mujeres desplazadas han reconstruido sus vidas y las de sus hijos a punta de esfuerzo personal. En ese camino, una fundación de religiosas fue clave en las últimas dos décadas del conflicto.
En enero de 1994, tras la masacre cometida por las Farc en el barrio La Chinita, de Apartadó, Antioquia, monseñor Isaías Duarte Cancino se convenció de que la ola de violencia que por entonces vivía Urabá requería medidas urgentes para atender a las víctimas. Era la época de la arremetida militar que emprendieron las Farc contra los excombatientes del Ejército Popular de Liberación (Epl), así como del ingreso a la región de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu).
La compleja historia de violencia sociopolítica que vivieron el Urabá antioqueño y chocoano durante las décadas del noventa y dos mil dejó un saldo de más de medio millón de víctimas, según la Unidad para las Víctimas. En los periódicos quedaron registrados los éxodos masivos emprendidos por familias y pueblos enteros, que recorrían las selvas de Antioquia y Chocó para escapar de los bombardeos, los combates y las masacres.
En medio de la guerra, en la que resultaron involucrados casi todos los actores de la región, monseñor Duarte impulsó la creación de un centro de atención a víctimas, llamado Fundación Compartir. La institución, propiedad de la Diócesis de Apartadó y de las Hermanas de la Caridad Dominicas de la Presentación, abrió sus puertas el 7 de febrero de 1994, con el objetivo de “brindar apoyo y atención integral de manera permanente a mujeres viudas y niñas y niños huérfanos afectados por la violencia en el Urabá antioqueño y chocoano”.
Dirigida desde entonces por la hermana Carolina Agudelo, la Fundación asumió las tareas de atender psicológicamente a las mujeres víctimas y a sus hijos, así como de suministrarles ayuda humanitaria de emergencia, formación académica, vivienda, trabajo y espacios para el cuidado de los niños. Tareas todas que le correspondían al Estado, incapaz de resolver el conflicto social, político y armado, y de garantizar los derechos de las miles de víctimas que por entonces dejaba la guerra.
En las historias de quienes pasaron por la Fundación, que está a punto de cumplir 25 años, es posible entender los profundos daños que causó la confrontación armada, los enormes esfuerzos que las víctimas tuvieron que emprender para garantizar su subsistencia y las deudas que tiene el Estado en materia de reparación.
Las transformaciones
En su libro de archivo de 1994, la Fundación Compartir dejó constancia de las características que compartían las 84 mujeres que atendió ese año: “Promedio de edad 24 años, con un número promedio de hijos de cuatro cada una, en su gran mayoría menores de 12 años. Una situación socioeconómica bastante precaria; viven en zonas de invasión, en zonas marginales de estrato uno y dos, sin ningún tipo de capacitación ni experiencia a nivel laboral, ya que siempre se han dedicado a las actividades domésticas”.
En el libro consta que, “además de estas situaciones, su estado emocional (estaba) seriamente afectado, caracterizado fundamentalmente por una carencia de habilidades sociales, una depresión reactiva por pérdida de sus compañeros en forma violenta, un temor a ser víctimas de hechos violentos futuros”.
Las características de las víctimas no fueron distintas en los años posteriores. Yenny* encontró a la Fundación en 1997, cuando tenía 23 años. A esa edad, no sabía leer ni escribir y tenía cuatro hijos. Ese año había llegado a Apartadó desplazada de Bojayá, Chocó, donde vivía junto a su esposo desde los 14 años. Allí, ambos se habían dedicado a aserrar para sostener a su familia, que crecía a punta de violencia: “Mis hijos fueron producto de violación, porque si yo no quería ‘estar’ con mi esposo, él me pegaba y me obligaba”.
Por entonces, cuenta ella, “los aserradores murieron como arroz”: unas veces señalados por los paramilitares de colaborar con las guerrillas que habitaban la selva, y otras veces acusados por las guerrillas de ser informantes de los ‘paras’. Su esposo fue torturado y asesinado por estos últimos luego de que accediera a transportar en su lancha a un grupo de guerrilleros hasta el vecino caserío de Napipí. Tras el homicidio, cinco de los victimarios violaron a Yenny hasta dejarla inconsciente y causarle la pérdida de su quinto hijo, que apenas llevaba en el vientre. (Leer más en: Los abusos sexuales de los ‘paras’ contra las mujeres en el sur de Chocó)
En Apartadó, Yenny llegó a “dormir en el barro” con sus hijos y apenas alcanzaba a conseguir una comida diaria para cada uno. La alimentación de la familia empezó a mejorar cuando llegó a Compartir, que para la época entregaba mercados quincenalmente. Allí mismo, empezó a recibir atención psicológica y consiguió trabajo como manipuladora de alimentos. De esa época, ella recuerda: “La primera vez que me pagaron, yo dije: ‘Qué voy a hacer con este poco de plata’. Porque, aunque yo trabajaba parejo con el papá de mis hijos aserrando en esos montes, él nunca me dejaba ver plata ni comprar nada”.
Más tarde, Yenny terminó la primaria y luego la secundaria, y se graduó como técnica en primera Infancia por cuenta de una gestión que Compartir realizó ante el Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA). Ahora es auxiliar pedagógica en uno de los jardines infantiles que administra la Fundación, espacio parecido a aquel en el que se criaron sus hijos cuando ella empezó a trabajar para sostener a la familia.
La falta de formación, de experiencia laboral y de conocimientos en la administración del dinero era común en las mujeres víctimas de la época, muchas de las cuales eran campesinas. Laura*, de 60 años, cuenta que cuando asesinaron a su esposo ella tenía 39 y nunca había trabajado: “Del pueblito del que yo soy, cafetero, más bien campesino, a las mujeres nos preparaban para ser amas de casa. Hasta esa época, nunca se me había pasado por la cabeza que las mujeres podíamos trabajar, ni nadie me lo decía. Cuando mi esposo falleció, yo dije: ‘Qué voy a hacer, si nunca he trabajado y tengo tres niños’”.
El esposo de Laura fue asesinado por paramilitares en la primera mitad de la década de los años noventa en Apartadó, donde trabajaba como mecánico. La familia tiene dos hipótesis frente al crimen, según explica ella: “Ese año empezaron a matar mecánicos, choferes y carniceros, que porque le prestaban servicio a la guerrilla. Nosotros pensamos que pudo haber sido por eso, o porque él andaba mucho con la hermana, que era de la Unión Patriótica (UP) y trabajaba en la Alcaldía”. Por entonces, paramilitares y agentes del Estado llevaban a cabo el exterminio contra la UP en todo el país. (Leer más en: Exterminio de la UP fue un genocidio político)
Preocupada por el sostenimiento de sus hijos, Laura llegó a Compartir “no pensando en conseguir trabajo, sino en las ayudas, en los mercados”. Sin embargo, y pese a que no había terminado la secundaria, la contrataron como auxiliar en uno de los hogares infantiles, trabajo para el de a pocos se fue capacitando. Hoy, cuando aún labora en uno de los hogares, cuenta que con ese empleo sus hijos pudieron estudiar y más tarde emprender sus propios negocios.
Al igual que Yenny, Diana Tirado no sabía leer ni escribir cuando llegó desplazada al casco urbano del municipio de Turbo, en 1996: “Yo llegué a Turbo porque las Farc mataron a mi esposo, a mi suegro y a mis dos cuñados en la vereda Toribío Medio. Cuando eso, entraban los paramilitares y mataban una familia, a los dos días entraba la guerrilla y mataba otra. Entre ellos casi nunca se mataban, pero sí mataban a los dueños de una finca y de la otra, vivían así”.
Ese año, Diana tenía 24 años y cuatro hijos. Aunque en la finca donde vivía con su esposo tenía vacas, cerdos, pavos, gallinas, maíz, arroz, potrero y plátano, lo único que alcanzó a llevarse cuando el desplazamiento fueron seis gallinas. Como no tenía casa, construyó una como pudo en una esquina de Turbo y empezó a sobrevivir vendiendo pasteles de pollo, rifas y mazamorra. Fue una de las primeras mujeres en involucrarse en las actividades que Compartir realizaba en Turbo, donde la Fundación hace presencia desde marzo de 1996.
Como parte del apoyo económico que le brindaba a las mujeres, la Fundación le ofreció un préstamo a Diana para mejorar su vivienda. Sin embargo, ella lo rechazó: “Uno en el campo no sabía de números, ni de letras. Mi esposo siempre manejaba las cosas y yo dije: ‘No, yo no me atrevo a coger ese crédito’. Me daba miedo no poder pagarlo y me negué”.
Mientras sus hijos pasaban el día en el colegio y en los centros de Compartir, Diana trabajaba de sol a sol y en las noches estudiaba la primaria. Cuando estaba terminando el bachillerato fue contratada en uno de los hogares, donde fue ascendiendo de a pocos. Recientemente, después de estudiar una técnica en Primera Infancia, fue nombrada coordinadora de uno de los tres centros que la institución administra en Turbo. Hoy, tiene 13 mujeres a su cargo, todas víctimas de la guerra.
Algunos de los hijos de las mujeres que se encontraron en ese entonces con la Fundación, cuyo nombre se esparció como pólvora en los barrios de los desplazados, también estudiaron y consiguieron trabajo en los hogares infantiles.
Es el caso, por ejemplo, de María Alejandra Manco, de 23 años, que trabaja como auxiliar pedagógica en uno de los hogares de Turbo, luego de pasar un largo proceso de recuperación por cuenta del asesinato de su padre en zona rural de Apartadó a manos de paramilitares.
O el de Jurleny Puerta, de 25 años, que se crio en los mismos hogares donde hoy trabaja como auxiliar, después de que su mamá llegara desplazada del golpeado corregimiento San José de Apartadó en 1993, cuando el Ejército asesinó a su papá, a sus tíos y a su abuelo para hacerlos pasar como guerrilleros muertos en combate.
O el de Fernando Guisado, trabajador del área de mantenimiento de la Fundación, quien llegó a Urabá en 1994 desplazado de Rionegro, Antioquia, donde un grupo armado asesinó a su padre por negarse a pagar extorsión.
Yenny opina que la transformación que han vivido varias de las mujeres y sus hijos en la última década no se compara “ni con la metamorfosis de la mariposa”. Y es que, a muchos de ellos, la guerra les había quitado hasta el habla: “Yo ni siquiera miraba a la gente, todo el tiempo tenía la cabeza inclinada, muy poquito hablaba. Al comienzo, yo sentía que todo se había acabado, que ya no había nada que hacer”.
Esfuerzo privado
Sin pausa, y desde 1994, la religiosa Carolina Agudelo ha dirigido la Fundación Compartir. Según ella, el sostenimiento de la institución en el tiempo se debe a que “nosotros no creamos un programa y después una Fundación solamente para impartir formación. A Urabá todo el mundo venía a hacer charlas, a escucharles a las viudas las historias, a aplicarles encuestas, pero nadie venía a dar soluciones, con el pretexto de que eso era paternalismo. Entonces, yo siempre dije que cuál paternalismo, en un país que se desangra no sólo por la guerra, sino también por el hambre”.
Ante la negativa o la imposibilidad de la mayoría de las instituciones públicas de la subregión para destinar recursos para atender a las víctimas, la religiosa acudió al sector privado, al gobierno regional y a la cooperación internacional. Fue así como consiguió financiar la entrega de miles de mercados, la puesta en marcha de programas de formación y de jardines infantiles, y la construcción de más de 400 casas subsidiadas, todo ello desde el municipio de Arboletes hasta el de Mutatá, en el convulsionado Urabá antioqueño.
Uno de los pilares de ese proceso fue los espacios denominados “tardes del compartir”, que la hermana Carolina describe como “una tertulia en la que cada quién iba contando su vida. La mayoría de las mujeres eran muy jóvenes, estaban supremamente destrozadas y con muchos miedos, pero después de escuchar las historias de las demás se convencían de que también podía salir adelante”. El otro fue la apertura y el mantenimiento de varios hogares para cuidar y alimentar a los hijos de las mujeres en jornada contraria a la escolar, lo cual les permitía estudiar, trabajar y aliviar la carga económica.
Hoy, luego de la terminación del conflicto armado en Urabá, la Fundación ha dejado de recibir “viudas y huérfanos” de la guerra, por lo que ha ampliado su cobertura a mujeres víctimas de violencia intrafamiliar y a niños pobres, atendidos en convenio con el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) y la Caja de Compensación Familiar de Antioquia.
El esfuerzo privado, sin embargo, no compensa la enorme deuda que el Estado tiene con las víctimas de Urabá. De acuerdo con el último informe de rendición de cuentas (2017) de la Unidad para las Víctimas, de los 747.340 habitantes de la subregión, 504.933 han declarado ser víctimas de la guerra, el 86 por ciento de ellos por desplazamiento forzado. De ese número, solo han sido indemnizados poco más de 23 mil en los términos de la Ley 1448 de 2011 o de Víctimas y Restitución de Tierras. Desde 2012, cuando entró en vigencia esa norma, el Estado sólo ha invertido 548.212 millones para atender e indemnizar a la población de Urabá.
La otra promesa de reparación se encuentra en los Programas dee Desarrollo Territorial (PDET) pactados en el Acuerdo de Paz firmado con la extinta guerrilla de las Farc, uno de los cuales se aplicará en ocho municipios del Urabá antioqueño. En el Plan de Acción para la Transformación Regional de la subregión, instrumento de planeación del PDET firmado el pasado 14 de septiembre, el Estado se comprometió a mejorar efectivamente la calidad de vida de los urabaenses y a “promover acciones para la consolidación de la paz y la no repetición del conflicto armado”.
*Nombres cambiados por solicitud de las fuentes.
Este artículo hace parte del proyecto “Seguridad para mujeres y personas lesbianas, gays, bisexuales, transexuales e intersexuales en regiones afectadas por el conflicto en Colombia”, realizado entre la FIP (Fundación Ideas para la Paz) y el IDRC (International Development Research Centre).