Reclaman verdad sobre las masacres ocurridas el 30 y 31 de agosto de 2002 en San Juan Nepomuceno, donde fueron asesinados 15 de sus familiares. En una nueva conmemoración, volvieron a exigir justicia.
José Luis Contreras Lang conserva la sonrisa pese a la tragedia de su familia y su comunidad. Sentado en un restaurante del pueblo más lindo de los Montes de María, relata que después de las masacres durmió junto a su mamá, Elizabeth Lang Vergara. Contuvo ese llanto que caracteriza los cráteres en el pecho, en el alma, que se escapan inesperadamente con sollozos. “No quería que me viera llorar”, dice, recordando que su mamá silueteaba su mejilla buscando esas lágrimas. Pero no, el dolor lo llevaban dentro.
Pasaron 16 años desde la barbarie para que las familias juntaran sus relatos, algo que la justicia tiene entre sus pendientes. El 30 de agosto de 2002 ocho sanjuaneros fueron masacrados, cinco de ellos en la finca Los Guáimaros y tres en la finca El Tapón, donde trabajaban el jornal. Al día siguiente, al no tener noticias de su regreso, otros siete campesinos hicieron una ‘vaca’ de 150 mil pesos para reparar la batería de un jepp Willys y emprender la búsqueda, pero también fueron asesinados. Hasta el momento no se sabe por qué y quiénes cometieron tal atrocidad.
Las víctimas fueron identificadas como Francisco Contreras Lang, Eugenio Mercado García, Joaquín Ortega Hernández, Sergio Luis Herrera Barrios, Manuel de Jusús Yepes Muñoz, José Manuel Tapia Pájaro, Danilson Danid Cantillo Meléndez, Eberto Meléndez Martínez, José Luis Contreras Ardila, Rider Ramírez Cantillo, Rafael Benito Barrios Serrano, Manuel Joaquín Luna Barrios, Andrés José Romero Quintana, Roberto Carlos Blanco Rodríguez y Rafael Gustavo Santana Manjarrez.
El libro Los Guáimaros y El Tapón: La masacre invisible, publicado por el Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad (DeJusticia) y presentado en la conmemoración de los 16 años de la masacre, reconstruye esta tragedia a través de los parientes de los masacrados y le pone rostro a los 15 “horcones” que fueron arrebatados de sus hogares. Al respecto, Elizabeth Lang Vergara, una sanjuanera de cabello plateado y ojos verde turquesa, explica que los horcones son las maderas estructurales que mantienen en pie una vivienda. Y el conflicto armado les quitó de un mazazo los pilares de sus vidas.
En la noche del pasado jueves (30 de agosto) Mercedes Yepes Muñoz encendió una vela por la memoria de los 15 sanjuaneros, incluido su hermano Manuel de Jesús Yepes Muñoz, su sobrino Rafael Benito Barrios Serrano y el esposo de una sobrina, Rider Ramírez Cantillo. “Esta mañana me senté muy temprano en la puerta y la gente me decía: Merce, hace años 16 años… Merce, hace 16 años… O sea que el pueblo lo recuerda”, cuenta la mujer que porta en el cuello un rosario: “ya perdoné pero no sé a quién”.
Ese “quién” o “quiénes” es uno de los interrogantes más recurrentes en las conversaciones con los luchadores, porque en San Juan Nepomuceno las familias no quieren ser llamadas “víctimas”. Su narración no está anclada en el pasado, como un barco a un puerto; para ellas, la memoria es el impulso de echar “pa’ lante” como lo hicieron las abuelas, madres y viudas, que pese a la incertidumbre se sobrepusieron al dolor.
Por eso, esta vez la conmemoración trascendió de la pancarta con las fotografías y nombres de los 15 campesinos y de la misa, en la que encuentran paz. Este 30 de agosto las nubes pintaron brochazos en el firmamento, tan blancos como la ropa que usaron los asistentes, las paredes de la iglesia y los globos que los niños soltaron en el parque. Algunas lágrimas afloraron, pero fueron más las sonrisas. “Nuestros seres no han muerto; los llevamos y los recordamos con la memoria desde lo bello, desde lo que nos enseñaron”, aseguró Yamidt Luna, hija de Manuel Joaquín Luna Barrios.
Hasta la raíz
La historia de esta comunidad se asemeja a la del guáimaro, una especie arbórea del bosque tropical seco que crece en las marismas de la ciénaga del río Magdalena y que, según varios portales ambientales, es un guardián de la vida. Los biólogos probaron que esta especie solidifica el dióxido de cárbono sin liberarlo después, por lo que puede ser un freno al calentamiento global. Si alcanza una altura de hasta 50 metros su raíz logra la misma profundidad, siendo resistente a sequías y huracanes. Y como la mitológica Ave Fénix, puede renacer después de un incendio y su semilla color naranja es una alternativa contra la desnutrición.
Como este árbol mágico, los sanjuaneros han logrado solidificar el dolor, anclar las raíces en la tierra, resistir al silencio y alimentar a sus hijos. En 12 años, por miedo, no pronunciaron palabra y solo desde hace tres hacen memoria colectiva de lo ocurrido. Tres meses atrás lograron constituirse como la Asociación de Luchadores por la Verdad y la Justicia de Los Guáimaros, cuyo logo no es fortuito: un brazo sale de la tierra simulando el tronco, las manos son las raíces y arriba, un corazón seguido por 15 hojas que representan la memoria de los campesinos.
Ese jueves 30 de agosto Elizabeth Lang Vergara preparó exquisiteces para los comensales: sancocho, machucado, ñame, suero con ají y limonada de panela. Desde temprano encargó las María Luisas, las galletas tradicionales de San Juan rellenas de arequipe, bañadas en glaseado y pintadas con trazos rojos, como el amor que le pone a su sazón. “La cocina es de ponerle cariño”, dice en el hogar que levantó junto a sus dos “horcones”, José Luis, el menor, y José Carlos, el mayor.
En la mañana del viernes 31 las familias se reunieron para escuchar a una Fiscal de la Unidad de Justicia y Paz que cree en la necesidad de avanzar en la investigación. En este proceso de justicia transicional, no ha habido un testimonio contundente de un desmovilizado que arroje pistas sobre los autores materiales e intelectuales.
La prensa de la época, con la avalancha de masacres que tiñeron la región de los Montes de María, sólo reaccionó al registro. Para entonces, los periódicos reprodujeron las versiones del coronel Miguel Ángel Yunis, comandante del Batallón de Infantería de Marina Número 3, que atribuyó las masacres al Frente 47 de las Farc; mientras el comandante de la Policía de Bolívar, José Javier Toro Díaz, indicaba que no había certeza sobre los victimarios.
Para esa fecha nadie contrapreguntó, cuando se trataba de la tercera masacre más grande perpetrada en el departamento de Bolívar, después de la de El Salado y Macayepo, en zona rural de Carmen de Bolívar, ocurridas en febrero y octubre del año 2000, respectivamente. En sus relatos, las familias recuerdan que las autoridades les informaron que los 15 campesinos estaban secuestrados y que por condiciones de seguridad no podían hacer un rescate. Por eso vecinos y familiares, por sus propios medios, fueron a buscarlos.
Con la noticia de que los campesinos habían sido asesinados, la entonces alcaldesa Beatriz Valencia le envió un mensaje al presidente Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), pidiendo el rescate de los cadáveres. Así, helicópteros que en la región estaban dedicados a la fumigación de cultivos de uso ilícito fueron usados para transportar los cuerpos, que llegaron en bolsas negras entre el 1 y 5 de septiembre.
Lucila Quintana Luna recuerda con nitidez aquella escena. “Mi hijo era Andrés José Romero Quintana. Él fue a rescartar los muertos. Nosotros no queríamos que fuera y él decía: ‘vamos a venir enseguida’. ¿Enseguida? Fue que a los cuatro días los trajeron en bolsas. Entonces eso es grande, es como si uno tuviera una piedra aquí todavía”, dice, señalando su pecho.
Los sanjuaneros siguen sin comprender por qué, en su caso, no habido verdad, cuando una gran parte de las tragedias de los Montes de María fueron confesadas. Como explica el libro de Dejusticia, la ubicación de su municipio es estratégica, pues es un cruce obligado por zona montañosa entre el río Magdalena y el golfo de Morrosquillo, en el Mar Caribe.
Los campesinos de Mampuján, un corregimiento de María La Baja, y sus vecinos de la vereda Las Brisas, de San Juan Nepomuceno, fueron los primeros en lograr una sentencia de reparación a su favor. Durante el juicio, exigieron entre las medidas de reparación un monumento que dignificara los nombres de los 12 labriegos asesinados el 11 de marzo de 2000. Por eso, a un costado del parque se erige la figura de un hombre montado sobre una mula, cargando la cosecha. En videos realizados por el Centro Nacional de Memoria de Histórica, Rafael Posso, uno de los líderes de Las Brisas, insiste en la necesidad de que reconocieran “que los muertos no eran guerrilleros sino campesinos”.
Los luchadores de Los Guáimaros y El Tapón reconocen el apoyo que han recibido de otras asociaciones y líderes montemarianos, como Posso y Soraya Bayuelo, conocida por su trabajo de periodismo comunitario, cine y museo itenerante. Ambos han estado en las actividades conmemorativas de los últimos tres años, brindándoles una mano.
“Decimos ser luchadores porque así nos consideramos. Hace tres años logramos el apoyo de la administración municipal, pero al principio nos tocó solos… Decidimos echar pa’ lante por nuestras familias, para que esa voz no se apague, que con el favor de Dios encontremos esa verdad que todos anhelamos”, aseguró Yamidt Luna.
La frase de Luna coincidió con el mensaje de Rodrigo Uprimny, investigador de DeJusticia, quien durante el conversatorio del 31 de agosto en San Juan Nepomuceno citó una frase del escritor checo Milan Kundera: “La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido”. Haciendo un reemplazo de la palabra “poder” por “horror” reitera sobre la importancia de mirar hacia atrás “no para anclarnos sino para mirarnos hacia el futuro, también para buscar la reconciliación”.
Reconciliarse es una frase que para los sanjuaneros está en mora, insitiendo que sin verdad no hay justicia, y sin justicia no hay reparación: “No sabemos a quién perdonar”.
En la conmemoración también participó Saúl Franco, comisionado de la Comisión de la Verdad, quien escuchó la experiencia de Los Guáimaros con la convicción de que “la verdad se nutre de muchas memorias… la verdad duele, pero el silencio mata… Cuando se entiende por qué pasaron las cosas, se pueden desactivar los mecanismos que permitieron que eso pasara”.
Frente al público, nutrido por estudiantes en su mayoría de educación media, algunos maestros e hijos tomaron el micrófono para compartir lo complejo que fue reconstruir los relatos, que quedaron plasmados en el libro de Dejusticia.
Los más pequeños de la institución educativa Darío Arrieta Yépez se vistieron con trajes de animales silvestres y con una fábula, recordaron cómo hasta la naturaleza se estremeció con las masacres del 30 y 31 de agosto de 2002. “Mi papá no murió en un por qué sino en un para qué… Para que no se vuelvan a repetir estos hechos, para que haya hermandad y unión en la comunidad”, expresó Liz Karina Ramírez Barrios, hija de Rider Ramírez Cantillo.
Al mediodía, bajo la luz cenital, la comunidad caminó en silencio hacia el parque donde hay una placa conmemorativa. Se tomaron de las manos, leyeron sus nombres y agitaron banderas blancas para decir que están “presentes”. José Luis Contreras Lang puso una corona de flores sobre el mármol y minutos más tarde agregó: “La memoria es importante, luchamos para que nuestros seres queridos no sean olvidados, esa es la mejor forma de honrarlos. Esta es nuestra bandera, principalmente por la verdad, que Dios nos permitan alcanzar la verdad de lo que sucedió”.
Un día atrás José Luis, sentado en la casa de su mamá, hizo una comparación de cómo la comunidad quiere sanar ese dolor contenido por casi dos décadas. “Hay dos formas de sanar una herida: una, es ir al hospital para que la laven, limpien, suturen y cicatrice. Otra, es echarse limón y sal. Ella cierra, pero al tocarla duele”.
Los sanjuaneros por eso claman verdad porque no quieren que esas cicatrices les sigan quebrando el alma.