Una investigación realizada por el periodista Juan Diego Restrepo E., que duró tres años, describe la historia de esta empresa criminal desde sus orígenes, en la época del Cartel de Medellín, hasta lo que representa hoy, sustentada en cientos de archivos y numerosos testimonios, que fueron consultados por el autor durante el proceso de documentación. El libro contó con el apoyo financiero de la Corporación Nuevo Arco Iris, fue editado por Ícono Editorial y se lanzó el pasado domingo en la Feria del Libro en Bogotá. VerdadAbierta.com reproduce el prólogo, escrito por María Teresa Ronderos, titulado “Una oficina de más de un doctor”.
La llamada Oficina de Envigado es uno de esos fenómenos criminales colombianos que los medios mencionamos casi a diario sin saber bien qué es y sin preguntarnos por qué ha podido sobrevivir tanto tiempo. En este libro, Juan Diego Restrepo responde las dos preguntas, basándose en cientos de documentos y testimonios recogidos a lo largo de su fructífera carrera periodística.
Restrepo es un reportero como pocos que conozco, que no se contenta con cualquier respuesta, sino que se le mete a los temas con el alma, y hasta que no consigue el dato que le corrobora un relato, no queda contento. Cocinó su periodismo en las aguas bravas del Medellín de los peores tiempos y por eso ni se da cuenta del coraje que se requiere para poder escarbar verdades como las que contiene este iluminador relato.
Además, esta historia no sólo le pone contexto a los hechos, rescata testigos olvidados y consigue nuevos, sino que además apela a estudiosos como Gambetta y sus observaciones de la mafia siciliana y Gayraud que compara diversas estructuras mafiosas en el mundo, para poder entender mejor el carácter de la Oficina de Envigado, cómo encaja con el narcotráfico, cómo coopta y vive en los alrededores de la legalidad, pero también cómo ha conseguido, por períodos, colarse al centro del escenario político.
Explica Restrepo que la Oficina, flexible como una ameba, ha cambiado de forma adaptándose al entorno, según le resulte conveniente; pero siempre conservando la capacidad de intimidar con violencia, y una estructura vertical de mando y la avidez por «maximizar las ganancias y el poder y la reducción de riesgos». Nació hace tres décadas como una agencia de cobro del narcotráfico y sigue viva hoy. Por años, su influencia estuvo limitada al Valle de Aburrá, pero creció y llegó hasta la costa Caribe, a la vuelta del siglo, cuando el conflicto interno volvió a teñir de sangre el campo colombiano como no se había visto desde hacía cincuenta años. La Oficina sirvió para cobrar deudas a las malas, pero luego se volvió servicio de seguridad para el control mafioso de los barrios populares, agente exportador de cocaína, coordinadora de jóvenes asesinos, brazo armado del conflicto político interno e instrumento de expansión territorial. Los jefes de esta singular oficina han sido múltiples: desde Pablo Escobar, a quien se le atribuye su fundación, cuando aún no se llamaba sino la «Oficina», hasta Diego Murillo, alias Don Berna, y siempre se ha alimentado de la corrupción policial y militar.
Porque este despacho de crímenes múltiples estuvo tan atado al comienzo del Cartel de Medellín, este libro revela una historia poco conocida del origen del narcotráfico. Rescatando expedientes empolvados en los despachos judiciales, reconstruyendo testimonios a partir de distintos casos, cruzando fuentes, Restrepo hace una vivisección de cómo esta oficina fue central en la formación misma de ese cartel. Era la «oficina de Pablo» porque, como dice uno de los testigos del libro, Escobar, «como todo doctor, quería tener su oficina». A esta singular oficina acudían múltiples aventureros de la época, incluso algunos empresarios legales que pasaban por malos tiempos, llevando dinero o cocaína. Allí se les anotaban como aportes a un embarque clandestino de la droga, y una vez «coronaban» y la cocaína era vendida en las calles de Miami, la Oficina pagaba las jugosas utilidades. Cuando había pleitos, la Oficina hacía de árbitro. Cuando un jefe del Cartel ordenaba pena de muerte para un díscolo, la Oficina cumplía la tarea. Y también en sus móviles instalaciones se abrían nuevos mercados y líneas de negocios oscuros.
Después esa trenza entre narcotráfico, oficina de cobro y seguridad fue mutando: a ratos la Oficina era meramente un aparato armado al servicio de las necesidades de violencia del otro negocio, el de los embarques y la apertura de las rutas; pero tiempo después, cuando Escobar se enfrentó al Estado, las «oficinas de trabajo» fueron dos: una que se dedicó a desarrollar y explotar la ruta principal de la cocaína hacia Estados Unidos, y la otra que alimentó la guerra por la cual querían doblegar al gobierno para abolir la extradición. Entre el negocio y la guerra al Estado, Escobar y su oficina consiguieron reclutar miles de jóvenes de las barriadas de Medellín que ya se organizaban en combos y bandas a comienzos de los ochenta, y después de ganarse a sus padres con sus obras sociales. También corrompieron a miembros de la fuerza pública, al punto que, por ejemplo, la entidad creada para liberar a los secuestrados se volvió un agente de Escobar para secuestrar industriales antioqueños, cuyas recompensas fueron a financiar su terrorismo.
La revelación más interesante de este libro, sin embargo, es que constata que una de las razones por la cual la Oficina de Envigado ha conseguido sobrevivir por tres décadas, es que ha sabido ponerse al servicio de poderosos en el mundo legal cuando éste, miope, con el pragmatismo que los ha caracterizado en Colombia, han decidido que la necesitaban para cumplir una misión urgente. Así, cuando empresarios y finqueros antioqueños comenzaron a sufrir por la extorsión y el secuestro hacía mediados de los noventa, muchos de sus parientes acudieron al jefe más conocido de la Oficina, Gustavo Upegui para que los ayudara a recuperar a sus parientes. Upegui «se valió de los contactos que adquirió durante la persecución contra el jefe del Cartel de Medellín, no sólo entre la fuerza pública, sino entre las organizaciones ilegales que hicieron parte de los Perseguidos por Pablo Escobar», entre ellos Carlos Castaño, emergente jefe del paramilitarismo. El mismo Castaño luego contó que la banda La Terraza, la más grande banda de sicarios de Medellín, le fue muy funcional a la Policía y al Ejército para liberar secuestrados.
Esta misma banda, cuenta Restrepo, asesinó civiles desarmados cuando el paramilitarismo y sectores de la fuerza pública se embarcaron en su cruzada anticomunista. Y cuando se necesitó doblegar a las milicias guerrilleras en la capital antioqueña, fue Diego Fernando Murillo Bejarano, alias Don Berna, amo y señor de los grupos armados en Medellín luego de la muerte de Escobar a la que él mismo había contribuido, quien cumplió la tarea con la Oficina de Envigado como su estructura de soporte.
Entonces, la Oficina de Envigado, dice Restrepo, «dejó los márgenes de la sociedad para instalarse en su núcleo de poder. Se ubicó temporalmente allí en la medida en que esa criminalidad se volvió complementaria o funcional a las estructuras de poder y autoridad…».
De la estructura criminal de la Oficina desprendieron, por orden de Murillo Bejarano, los bloques Cacique Nutibara y Héroes de Granada. Murillo resintió que los Castaño apoyaran a Carlos Mauricio García, alias Doble Cero para que entrara a expulsar las milicias guerrilleras de Medellín y se metieran en su territorio. Para enfrentarlo, mandó a su hombre de confianza, Daniel Mejía, a convocar a más de 300 líderes de bandas armadas del Valle de Aburrá para notificarles que ingresarían oficialmente al conflicto armado. «Nos mandaron a decir que no podíamos seguir con los fleteos, ya que nosotros pasábamos a ser autodefensas», dice un insólito testimonio citado en el libro y con ello revela el fondo criminal que siempre caracterizó al paramilitarismo. En otras palabras, lo que documenta Restrepo, es que la Oficina otra vez mutó y se acomodó a los tiempos para poner bajo su yugo nuevos territorios y riquezas.
Don Berna y su Oficina se impusieron ante Doble Cero y emergieron como el gran poder criminal de la ciudad. Y habían contribuido a forjarlo oficiales de la fuerza Pública, empresarios y comerciantes legales, quienes, sin medir las consecuencias de sus actos, optaron por hacerse temporalmente del aparato criminal para sacar de la región a las guerrillas que los venían chantajeando o secuestrando.
Por eso, en tiempos de paz, luego de los acuerdos de Santa Fe de Ralito entre el gobierno Uribe y las AUC, cuando Murillo Bejarano oficialmente desmontó sus bloques paramilitares, no se acabó la Oficina. Mientras entregaban armas en las pantallas de la televisión y anunciaban la creación de la Corporación Democracia, que supuestamente ayudaría a la reintegración política de sus hombres, la Oficina seguía tras bambalinas operando el crimen de la ciudad, entonces ya sin contrincantes. A mi modo de ver, que es una lectura un poco distinta de la de este libro, le hicieron trampa a los gobernantes locales, quienes, genuinamente, vieron en la caída en los índices de violencia de la ciudad y su entorno una oportunidad para reintegrar a los violentos y comenzar a desterrar la sombra de miedo que había sometido a los habitantes más pobres de la ciudad por demasiado tiempo.
No sólo sirvió la Oficina de brazo armado de las inútiles guerras ideológicas que llevamos librando los colombianos por medio siglo; también operó como arma eficaz para corromper las elecciones, infiltrar la política y camuflarse en la economía legal y expandir sus negocios clandestinos hasta África y Oriente Medio. Desde sus comienzos en Envigado, municipio al que le debe su apellido, puso alcalde y años después, relata el libro, salieron múltiples evidencias de enlaces entre miembros de la Oficina y políticos de diversa índole, desde dirigentes locales hasta funcionarios nacionales.
La buena noticia que trae el libro, con su sana dosis de escepticismo, es que después de que los mandamases de la Oficina de Envigado, entre ellos el otrora poderoso Murillo, fueran extraditados y otros de sus jefes cayeran asesinados por sus viejos compañeros por pugnas internas de poder o a manos de la Policía, este aparato criminal entró en decadencia. Y si no muta y revive a la próxima oportunidad, será quizá porque los poderes legales, políticos y económicos, por fin hayan aprendido la lección de que no se pueden resolver problemas de seguridad, ni ganar batallas ideológicas, ni asegurar fortunas fáciles, usando a las organizaciones criminales.
Este es, en síntesis, el valor de este Las vueltas de la Oficina de Envigado, que a quien lo lea le quedará claro por qué cuando los poderes legales apelan a estructuras criminales, como la Oficina de Envigado para impulsar sus causas, por justificables que sean, creen estarlas poniendo a su servicio, cuando en realidad siempre termina siendo al revés.
—María Teresa Ronderos
Febrero 25 de 2015