El proceso de Justicia y Paz ha permitido conocer las peores atrocidades cometidas por los paramilitares en los últimos años. Son una galería de la crueldad de la que aún la sociedad no se recupera.
El proceso de Justicia y Paz puso al descubierto lo más brutal del ingenio nacional. Las prácticas de violencia extrema que implementaron los paramilitares en el país son un escupitajo a la conciencia de la humanidad, y aunque han sido extensamente publicadas a lo largo de diez años de revelación de la verdad, permanecen desapercibidas para el común de la gente.
La indignación es casi nula frente a un repertorio de atrocidades que espantaría a cualquier habitante de las cavernas prehistóricas. Existe, por ejemplo, un video que halló un investigador del CTI en el celular extraviado de algún paramilitar. Lo vi hace unos años y no quisiera volver a hacerlo jamás: el acento marcadamente regional da cuenta de dos colombianos jóvenes, uno de estos sostiene un machete nada nuevo, lo empuña con su mano derecha frente a la víctima, un muchacho que está desnudo, de cuclillas, sometido, su antebrazo izquierdo ya está cercenado, y por su rostro corre sangre que le sale desde el pelo rapado. El registro toma menos de 30 segundos y consiste en el diálogo que tienen el bárbaro y la víctima, ante una piedra sobre el terreno escarpado:
–Eh, disculpa, ¿me podría dar un permiso para salir corriendo? –ruega la víctima.
–Ponga, ponga el huesito aquí… ¬–le responde el criminal señalando la piedra con la punta del arma.
–…para salir corriendo por allá… para pasar el dolor…
–Ponga ahí, ponga ahí, ¡malparido! O le vuelo la cabeza… –ordena afanoso el criminal.
La víctima parece sopesar la situación y obedece, tendiendo sobre la piedra su antebrazo derecho. El machete se levanta y baja certero. Suena el clinnnk brutal de la hoja contra la roca. El llanto. Y eso es todo.
Cuando conocí este documento, en 2008, para varios funcionarios de Justicia y Paz era un elemento poco particular. “De eso es lo que hay”, dijo el investigador, quien por parecerle una pieza más, y anónima, no la había suscrito a una investigación formal. En el sentido más lúgubre el investigador resultó teniendo razón, “de eso es lo que hay”, y el país lo ha ido descubriendo intensamente durante la última década de destape de la barbarie paramilitar.
Las llamadas Escuelas de la Muerte son el peor y mejor ejemplo. Lugares donde el simple asesinato sistemático sería apenas monotonía, allí se asesinaba lentamente para enseñar a matar sin pudor. En la sentencia contra Luis Eduardo Zuluaga, alias ‘MacGyver’, uno de los comandantes de las Autodefensas del Magdalena Medio, está el testimonio de Rubén Arango, quien tenía 17 años cuando fue reclutado y llevado a una de estas escuelas en la región de La Danta en Sonsón, Antioquia. El joven explicó que en el periodo de instrucción él y sus compañeros de tragedia fueron obligados “a comer sardinas con sal y agua, comer sancocho y limonada de envases (sic) en los cuales habían sido introducidas extremidades y partes (cabezas) de animales como perros. Cuando nos llevaban al monte ordenaban no dejarse capturar por los instructores, pero si eran atrapados los amarraban a árboles y les tiraban hormigueros o los tiraban amarrados a criaderos de cachamas para que se ahogaran”.
La escuela de la muerte instalada en Puerto Torres, Caquetá, es tal vez el escenario mejor documentado. Allí, el Frente Sur de Andaquíes del Bloque Central Bolívar se tomó el colegio rural e instaló un teatro del horror sin parangón. Tenía tres secciones en donde un número indeterminado de víctimas presenció la muerte de otras mientras avanzaba la propia. A la primera sección se le conoció como el Árbol de Mango, situado en el patio del colegio y era donde colgaban, atadas, a las personas por periodos que podrían ser de horas o días, sin proveerles agua ni alimento bajo temperaturas de entre 30 y 35 grados. Las víctimas, eran el blanco sobre el que practicaban los aprendices: les lanzaban cuchillos, les extraían los dientes con alicates, les quemaban el rostro y los genitales con insecticidas en aerosol, les ponían latas sobre la cabeza y disparaban para afinar la puntería. La segunda instancia era la Casa Cural, usada como calabozo de torturas y adonde llevaban a las víctimas que aún sobrevivían, para continuar con más martirios a fin de conseguir información. En este lugar, les propinaban disparos no letales y con sus heridas abiertas, infectadas, las personas fallecían al cabo que sus cuerpos moribundos se descomponían. Luego estaba el planchón de cemento, también en el patio del otrora colegio. Basta con decir que sobre la plataforma de concreto había un tronco de carnicería e instrumentos, todo a la vista de quienes pendían del árbol de mango.
La antropóloga forense Helka Alejandra Quevedo, integrante del Centro Nacional de Memoria Histórica, participó en el rescate de 36 cadáveres hallados en fosas en esta escuela, y es quien más se ha preocupado por investigar y documentar lo ocurrido. Su informe Textos Corporales de la Crueldad recopila los hallazgos, los relatos de los dolientes y las confesiones de los instructores. El informe explica que con las atrocidades cometidas en esta escuela de la muerte se impartía una “doble pedagogía”: internamente como instrucción para que los paramilitares aprendieran a infringir dolor al “enemigo” sin perturbarse, y para que seadiestraran en desarticular cuerpos a fin de desaparecerlos fácilmente en fosas; y, externamente, se producía terror entre la gente mediante la difusión del rumor y las desapariciones, lo que redundaba en el control del territorio.
Aún más abrumadora es la respuesta de la antropóloga si se le pregunta por una explicación sobre cómo se llega a semejantes niveles de crueldad: “Encontramos que los perpetradores no eran monstruos, sinogente común, puesta en ciertas condiciones. Condiciones tales como el pertenecer a un grupo que banaliza el mal, que dispone de armas, que actúa en masa y en ausencia del Estado”, dice.
Hay quienes creen que esa banalización del mal está de alguna manera propagada más allá de los perpetradores, en la sociedad en general. El que la unidad de Justicia y Paz de la Fiscalía registre, a agosto pasado, 6.420 cuerpos exhumados en 5.025 fosas a lo largo del país, parece un dato pasajero. Muchos de los cuerpos fueron desmembrados ya que las fosas suelen ser un pequeño hoyo de 80 cm, y los cuerpos se desarticulan para efectos prácticos: que el depositarlo bajo tierra implique menos esfuerzo de excavación, para lograr que el cadáver desaparezca pronto, pues el proceso de descomposición se acelera, aún más si tiene un corte longitudinal en su abdomen, corte que facilitará su hundimiento de ser arrojado al agua. “Si le sacaran el agua al río Magdalena, encontrarían el cementerio más grande del país”, dijo el jefe paramilitar Éver Velosa, alias ‘H.H.’ antes de ser extraditado a Estados Unidos. Lo que lleva a pensar el proceso de Justicia y Paz es que la afirmación corresponde con la realidad, pero a la vez ello no parece incomodar a muchos.
“De Justicia y Paz ha salido muchísima verdad y eso nos cayó como una catarata encima, nos cayó una macro-criminalidad de dimensiones impresionantes y no sé hasta qué punto el pueblo colombiano ha procesado eso”, se pregunta María Victoria Uribe, una de las voces más respetadas en el estudio de la violencia colombiana. “Somos un pueblo absolutamente indolente –agrega–, una sociedad que cuando no le toca en carne propia no le concierne. Mientras no se metan conmigo y no me maten a mi hijo, lo que le pase al vecino me tiene sin cuidado”. Uribe acusa una gran diferencia entre los juicios de justicia transicional en Sudáfrica, donde la gente del común acudía interesada en conocer los relatos de la guerra, mientras que las salas de los tribunales de Justicia y Paz, en Colombia, suelen estar vacías, apenas con unos cuantos interesados.
En noviembre de 2014, el Tribunal de Justicia y Paz, profirió sentencia contra Salvatore Mancuso y otros jefes paramilitares que confesaron, entre cientos de crímenes más, una de las prácticas más abominables jamás registradas en la larga historia de la violencia colombiana: los llamados hornos crematorios, a 30 minutos de Cúcuta. Donde se estima que fueron incineradas cuando menos 560 personas.
Según explicó el jefe paramilitar Jorge Iván Laverde, alias ‘el Iguano’, del Frente Fronteras, la idea se les ocurrió ante la preocupación de que la Fiscalía hallara una gran fosa saturada de cadáveres. “Israel Soto alias “Yagua” me expresó la posibilidad de incinerar esas personas ya que era una forma más fácil. Les ordené que sacaran los cuerpos, y construyeran una especie de hornos con ladrillos donde se pudieran concentrar la mayor parte de esos cuerpos y se incineraran, pero los pobladores se dieron cuenta por los olores y empezaron a salir de esa región”, explicó. La Fiscalía documentó cuatro de esos hornos,que eran alimentados con llantas de carro y otros materiales inflamables, y adonde fueron conducidas cientos de víctimas, cuyas cenizas luego eran lavadas para eliminar hasta ese rastro final.
Desde 2008, cuando ‘el Iguano’ hizo tal confesión, el periodista Javier Osuna empezó a investigar la atrocidad, pero centrándose en las víctimas. Su libro titulado Me hablarás del fuego, recién publicado, es el resultado de ese empeño que parte de la convicción de que a los seres humanos no se les puede desaparecer como objetos. “Todos los medios se centraron en el testimonio de Laverde, nadie miraba a las víctimas. Aún hoy las personas dolientes que intentan esclarecer el crimen de su familiar siguen siendo amenazadas. Los paramilitares incluso han ofrecido como bien de reparación uno de los predios donde incineraron a decenas de personas. Todo esto ocurre sin que nadie se conmueva”.
Para la Magistrada Alexandra Valencia –ponente del fallo contra Mancuso, Laverde y otros– algo de responsabilidad por la indolencia general le cabe a los medios e instituciones que sirvieron para propagar el discurso de odio de los paramilitares, pues a través de este se ha contribuido a legitimar y a “reconocer la validación de la venganza pública o privada, como mecanismos en la solución de conflictos sociales”, dice el fallo, el cual exhorta al Congreso a legislar sobre una ley que defina y penalice el discurso de odio.
Omar Rincón, director del Centro de Estudios de la Universidad de Los Andes y agudo crítico del quehacer de los medios de comunicación, no cree que estos hayan ayudado a legitimar o posicionar el proyecto del paramilitarismo. Piensa que el desajuste de la indolencia general, es bastante más complejo: “Es una incapacidad que hemos tenido todos, la academia, las organizaciones, los intelectuales, las instituciones, los medios, no hemos logrado socializar que todos somos parte de ese conflicto. Parece que el conflicto y sus atrocidades es asunto de una gente allá, y los otros somos espectadores del espectáculo”.
Todos los expertos coinciden en que por doloroso que sea el país debe continuar conociendo su barbarie. Incluso con mayor difusión. Que se sepa la historia de aquella joven obligada a cavar su fosa y que fue sepultada viva, como castigo por haber dejado escapar a un prisionero. O la del hombre asesinado lentamente con un martillo, para gozo de sus victimarios que grabaron el sonido de sus lamentos. Los casos de violencia sexual perpetrados especialmente contra mujeres, niñas y homosexuales, con el cabecilla paramilitar Hernán Giraldo Serna, del Bloque Resistencia Tayrona, como protagonista sistemático de esta práctica. Las llamadas “limpiezas sociales” contra indigentes y discapacitados con las que infundieron terror especialmente las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio. Esa práctica poco documentada que el Bloque Calima impuso en la zona de Buenaventura con el nombre de “casas de pique”. El empleo de motosierras y sopletes, entre otras tecnologías, contra las víctimas de Trujillo, en el Valle del Cauca. El macabro relato de los paramilitares que practicaban canibalismo en Meta y Vichada. Los desplazamientos forzados masivos y las desapariciones selectivas con que la casa Castaño despejó a su gusto el amplio Urabá…
Pero también todos los expertos piden que tales historias relatadas dentro del proceso de Justicia y Paz se formulen bien, que se haga reconocimiento a la dignidad de las víctimas por encima de la maldad de los victimarios. Que a la exposición de la crueldad extrema no le siga un simple “y eso es todo”.
¿Por qué no indigna la barbarie? |
Helka Quevedo |
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Omar Rincón |
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María Victoria Uribe |
Fotos: Quevedo (César Romero para el CNMH), Romero y Uribe (archivo Semana)