Desde La Habana, Cuba, voceros de las Farc y los negociadores del gobierno nacional anuncian que un acuerdo de paz entre ambas partes está más cerca que nunca. Mientras tanto, en Colombia, los insurgentes rasos se preguntan qué pasará con sus vidas tras el histórico momento.
El reloj aún no marca las 8 de la mañana y en Saiza, un caserío incrustado en las estribaciones de la serranía de Abibe, en pleno corazón del Nudo de Paramillo, ya se siente un calor intenso y un aire impregnado de humedad.
El pueblo es pequeño, con dos hileras de casas antiguas y empedradas callejuelas que desembocan en una polvorienta plaza central. En medio de ella se erige un pequeño templo católico de paredes blancas curtidas por el polvo, que termina en un campanario sin campana y cuyos bordes se los come el moho. Los locales comerciales se resumen en dos billares, un restaurante, una tienda, una proveeduría y una miscelánea.
Es un domingo cualquiera, y a esa hora de la mañana solo el restaurante está abierto al público. Allí, una mujer se esmera en asear el lugar aprovechando que no hay comensales que atender. Dos niños entran y salen repetidamente del establecimiento. Junto a la cabecera del largo tablón que sirve de mesa está sentada una joven mulata de ojos vivaces que mira con detenimiento las puntas de sus rizos negros. Ninguno de ellos parece percatarse de la pistola color plomizo que hay sobre el tablón, metida en una funda color verde.
Tampoco hay mayores sobresaltos cuando aparece el dueño del arma. Es de Antonio*, un guerrillero del Frente 5 las Farc que la dejó allí mientras buscaba alimento para unas mulas que tendrán un largo viaje. Su presencia sobresale en aquel lugar. Su contextura maciza y su mediana estatura, su sudadera negra y su camiseta azul, contrastan con las figuras delgadas de los labriegos, que visten jeans desgastados y camisas roídas por el trajín propio del trabajo del campo.
El tipo no anda solo. Dos jóvenes, que visten de forma similar y que no parecen superar los 20 años, le ayudan con su faena: le dan de comer a los animales, revisan que sus herraduras estén en perfecto estado, amarran bien las monturas, equilibran bien la carga que llevarán monte adentro. Todos terminan bañados en sudor. El calor a las 9 y 30 de la mañana ya es insoportable. Antonio regresa por su arma, saluda con cortesía, pero a la vez con distancia, y cancela algunas deudas pendientes.
A una señal suya, se suben a las mulas y comienzan una larga jornada que los conducirá a un campamento insurgente, en algún lugar selvático del Nudo del Paramillo. A ellos los acompañan tres periodistas que pretenden conocer qué piensan del proceso paz los integrantes de los frentes 5 y 58 de las Farc desde su cotidianidad en los campamentos.
La presencia de los subversivos no toma por sorpresa a nadie en Saiza. Desde el mismo momento en que un puñado de colonos antioqueños que huían de la violencia partidista, a mediados de los años 40 del siglo XX, fundaron este pueblo en tierras del municipio cordobés de Tierralta, sus habitantes han tenido que lidiar con la presencia de hombres armados pertenecientes a todos los grupos, tanto ilegales como legales.
En su momento fue la guerrilla del Epl, que surgió en 1967 en el Alto Sinú cordobés, muy cerca de Saiza. A finales de la década del noventa fueron los paramilitares de los hermanos Castaño, responsables de que el caserío sea un triste recuerdo del esplendor que alguna vez tuvo. Ahora son las Farc, que desde la última tregua unilateral que decretaron, el 20 de julio de 2015, se mueven con mayor soltura en la región.
Un par de años atrás, por esos mismos caminos que ahora recorren Antonio y sus acompañantes, se movían las tropas de la Fuerza de Tarea Conjunta Nudo de Paramillo (Funup), adscrita a la VII División del Ejército Nacional, para combatir a los frentes 5, 18 y 58 de las Farc, que erigieron en sus montañas un santuario que conocen al detalle. “Por todas las partes donde nos metimos, también se ha metido el Ejército”, cuenta el guerrillero.
En las entrañas del Nudo
El Paramillo, un nudo difícil de entender)
En lo más profundo del Paramillo, la vegetación se torna exuberante y los caminos agrestes. Por momentos, se observan, desperdigadas, rústicas viviendas de madera habitadas por colonos e indígenas, quienes no tienen ningún impedimento para vivir en medio de las dificultades. Aunque pareciera que es tierra de nadie, en realidad se encuentran en terrenos del Parque Nacional Natural Paramillo, asunto que es bastante traumático para unos y otros. (Ver más en artículo:Por cuenta de los avances de los diálogos de paz, en esta región hace rato no suenan las ráfagas de fusil. El Ejército retiró varios puestos de control, mientras los guerrilleros permanecen acuartelados. Nadie da motivos que preocupen a su enemigo. Por ahora.
El grupo que lidera Antonio lleva varias horas a lomo de mula. Al descender por una de las tantas estribaciones, aparece Duván*, guerrillero del Frente 58 de las Farc, quien se une al grupo. Tiene la particular destreza de manejar con una mano las riendas de la mula que cabalga y con la otra su fusil de dotación con una agilidad que sorprende.
Pocos kilómetros después, Antonio y el grupo arriban a una planicie donde ondean en la misma asta dos enormes banderas, una de Colombia y una blanca, de igual tamaño. Aparte del pabellón nacional y el símbolo por excelencia de la paz, allí solo se divisa una casa de madera levantada en palafitos, que si bien parece abandonada, el insurgente explica que es un aula de clase para los guerrilleros. “A veces hacemos las pedagogías ahí”, agrega.
Aunque Antonio es un hombre de palabras precisas y algo silencioso, cuenta que es oriundo de una vereda de Ituango, un pueblo en el norte de Antioquia donde las Farc son tan viejas como los deseos del empresariado antioqueño de construir allí la represa más grande del país, Hidroituango. Antes de cumplir 16 años, empujado por la convicción de que vivía en una tierra de no futuro y seducido por el poder que transmiten en esas tierras abandonadas un camuflado y un fusil, se incorporó al Frente 18. Allí estuvo hasta pocas semanas antes de la muerte de ‘Román Ruiz’, comandante de esa unidad guerrillera, quien perdió la vida tras ser bombardeado por el Ejército en zona selvática del municipio de Riosucio, Chocó, el 25 de mayo de 2015. Hoy integra el Frente 5, que comanda ‘Ariel Rodríguez’, y ya ajusta cerca de diez años en la insurgencia.
La historia de Duván es similar. Cuando tenía 11 años de edad murió su padre y, como el segundo hombre de una familia de siete mujeres, debió abandonar sus estudios para atender los asuntos de la finca paterna, ubicada en una vereda del corregimiento Ochalí, de Yarumal. Rápidamente sus hermanas comenzaron a dejar el hogar para resolver sus vidas y, viéndose solo, no tuvo más opción que buscar trabajo en fincas cafeteras de la región.
Dos años después, Duvan conoció una comisión de las Farc que apareció en la finca de Ituango donde se encontraba laborando. Los guerrilleros llegaron con un discurso contra la explotación laboral del jornalero que abunda en esos parajes. Pero no fue eso lo que lo motivó a ingresar a la guerrilla.
“Pa’qué, pero me gustaron las armas. Esa imponencia de esa gente con esos fusiles, sentí que podía estar ahí y por eso dije que me llevaran con ellos”. Luego de tres meses de espera, lo reclutaron para el Frente 18. Esas primeras semanas en la guerrilla no fueron lo que esperaba. “Mucho estudio”, recuerda Duván. Cómo tuvo que abandonar la escuela con apenas el primer año de formación, un guerrillero tuvo que enseñarle a leer los capítulos, artículos y parágrafos que componen el reglamento interno de las Farc, algo así como el código de deberes y de comportamiento que debe acatar un insurgente. El no hacerlo puede acarrear duros castigos.
Al cabo de seis meses, Duván comenzó a recibir entrenamiento militar. Su primer arma fue una escopeta; luego, una pistola; después, un fusil Galil. Y así, en medio de fierros y duros combates con los ‘paras’ y con el Ejército, se hizo adulto. Tras la muerte de ‘Román Ruiz’, pasó al Frente 58. Hoy tiene 20 años.
Incertidumbre guerrillera
“Llegamos”, dice Antonio al arribar al primero de varios campamentos de las Farc esparcidos en un radio no mayor a cinco kilómetros. Es una desvencijada casa de madera; sobre la cima de un pequeño cerro, otro grupo pasa las horas en improvisados cambuches; y uno más está a varios cientos de metros más allá, en una explanada. En cada sitio no hay más de 20 combatientes.
En esos campamentos, las rutinas de los combatientes incluyen, además de los ejercicios físicos matutinos, buscar agua, hacer de comer y montar guardia, una sesión de estudio diaria, donde escuchan las últimas noticias del proceso en la voz del propio “camarada ‘Timochenko’”, máximo jefe del grupo insurgente.
“Todos los días nos levantamos a eso de las 5 de la mañana. Tomamos café, el comandante prende el radio y nos sentamos a escuchar al ‘camarada Timo’ que nos habla sobre el proceso de paz. Todos los días nos hablan de cómo va el proceso. También escuchamos noticias y las analizamos”, cuenta Duván.
Pese a esa inyección de conocimiento, este joven insurgente no oculta su escepticismo sobre el desarrollo de los diálogos: “Hasta ahora sabemos de unas garantías para los guerrilleros de las Farc, del problema con las zonas de concentración y de la dejación de armas y eso se ve duro todavía”.
Y es que entre más avanzan los diálogos de paz en La Habana, en la profundidad del Paramillo aumenta la incertidumbre entre los guerrilleros rasos. Duván, por ejemplo, se pregunta qué será de su vida si se desintegran las Farc: “Nos han dicho que vamos a convertirnos en un movimiento político. Pero la verdad es que muchos de los guerrilleros que estamos aquí, de política poco. Nos atrae más lo militar. Si lo del proceso de paz se da y dependiendo de las garantías que haya, me pongo a estudiar. Habrá que esperar a ver qué pasa”.
Su compañero de filas, Jairo*, también se pregunta lo mismo. Ingresó a las Farc en 1998, recién cumplió su mayoría de edad. La sed de venganza motivó su ingreso a la guerrilla. Por aquellos años, en su natal Dabeiba se movía con toda libertad un grupo paramilitar liderado por un temido hombre al que se le conocía como ‘Escalera’. No había vereda ni caserío, por alejado que fuera, donde no se hablara de su crueldad: que mataba a sus víctimas a golpes de bate de béisbol y descuartizaba sin piedad. Hasta que un día, mató a un hermano de Jairo. “O era morir a manos de los ‘paras’ o meterme a la guerrilla. Porque a mí que me maten peleando, no así. Por eso me metí a la guerrilla”, recuerda.
Desde entonces se convirtió en uno de los más fieros combatientes del Frente 58. Tanto, que tiene bajo su responsabilidad el manejo de un fusil M82, de alta potencia y precisión al que llaman “punto cincuenta”. Es un arma con alcance para derribar un helicóptero y que la guerrilla emplea para contrarrestar la supremacía aérea que tiene el Ejército.
Sin embargo, desde que las tropas farianas decretaron el cese al fuego y los combates con las fuerzas militares se han reducido ostensiblemente, Jairo le ha sacado tiempo a uno de sus pasatiempos predilectos: la guitarra, que aprendió a tocar mucho antes de saber cómo disparar un fusil. En la profundidad del Paramillo ha logrado componer 30 canciones a ritmo de guasca cuyo tema principal es el proceso de paz.
Y en todas ellas se advierte la misma preocupación: ¿Qué pasará una vez se firme un histórico acuerdo de paz con el gobierno nacional? “Todos los guerrilleros esperamos eso. Pero, ¿y si no hay garantías? Lo cierto es que no nos podemos desintegrar como movimiento porque, entonces, ¿pa’donde cogeríamos? Y tenemos que estar juntos para la transformación en movimiento político”, dice el músico.
¿Y las armas?
Son las 4 de la tarde de un martes en el que laselección Colombia de mayores juega en Barranquilla contra Ecuador, a miles de kilómetros de allí. En medio de una espesura donde no hay energía eléctrica, ni acueducto, mucho menos internet o señal de telefonía celular, un grupo de guerrilleros, junto a los tres periodistas, ven el partido en una casa de madera cercana al campamento.
“Funciona con paneles solares. Son capaces de generar energía de 12 voltios. O sea, para un televisor así pequeño y dos bombillas. ¿Qué cómo tenemos eso? Bueno, llegaron diciendo que si queríamos ensayar. ¿Quiénes? Pues, la verdad, eso no lo sé yo ¿La señal? Direct TV. Se recarga en Carepa y ya”, explica un joven campesino residente en la rústica casa.
El triunfo de la tricolor inspira un partido de fútbol entre varios de los combatientes en una improvisada cancha junto a la desvencijada casa. En ella fueron puestos los fusiles de quienes le sacaron un rato al juego. Antonio no quiso jugar, tampoco soltar su fusil, que lo acompaña día y noche a donde vaya.
– ¿Y por qué no lo dejas, si estás con tu gente? – le pregunta uno de los periodistas.
-La costumbre. Es lo primero que agarro cuando me levanto.
– Y entonces, cuando llegue el momento de dejar las armas, ¿qué harás?, pregunta nuevamente el periodista.
El largo silencio se torna incómodo. Antonio le da una larga calada a su cigarrillo y responde con desdén: “mmm, ahí sí la piensa uno”.
Y es que si hay tema que ponga a pensar a los guerrilleros de las Farc es la dejación de armas. Para muchos de ellos, es lo que le da sentido a su existencia. En las profundidadesdel Paramillo, un fusil da poder y por ello, lo que ordenan (cuidar las fuentes de agua, no talar ni quemar más bosque, sembrar o no sembrar coca) es acatado sin reparos por los campesinos.
Ahora que el proceso de paz entró en ese delicado punto de la desmovilización de la guerrilla, a muchos les cuesta imaginarse un futuro sin armas. “Yo, por lo menos, estoy de acuerdo con lo que decía el ‘camarada (Manuel) Marulanda’: es que las armas son de nosotros. Otra cosa es que las guardemos y no las usemos, pero, ¿entregarlas? Yo no estoy de acuerdo. Y menos al Ejército”, responde Duván, a quien lo asalta el mismo temor que a Antonio, Jairo y demás guerrilleros acuartelados allí, en el Paramillo: que una vez dejen las armas inicie contra ellos un proceso de exterminio sin piedad. “Listo, entregamos las armas, y si el gobierno nacional no da garantías y nos empiezan a matar a mansalva, ¿qué? Esa es la otra”.
– ¿Y te irías a trabajar con los ‘Gaitanistas’? – le pregunta uno de los periodistas
– Pues, no creo. Uno está aquí porque está peleando por algo. Ellos allá quien sabe porque están, por la plata será. Me preocupa más bien otra cosa- dice Duván al tiempo que reduce al mínimo el tono de su voz.
– ¿Y qué será?
– La gente. Muchos creen que apenas nos vayamos nosotros llegarán los ‘paras’ y los van a matar. De hecho, están por acá cerca y nadie está haciendo nada. Muchos nos han dicho que no dejemos los fierros. O que se los entreguemos a ellos para defenderse. Y si eso pasa, téngalo por seguro que yo vuelvo a coger las armas- sentencia.
Son las 5 de la mañana del miércoles. Antonio es el responsable de guiar nuevamente a los periodistas hasta Saiza, donde emprenderán su viaje de regreso a Medellín. Después de dos días de permanecer con ellos en el campamento, les indica cuálserá el itinerario del día siguiente. Esta vez el camino es más escarpado, arduo, difícil, pero más corto. Y así como apareció de la nada, también, en determinado punto del trayecto, Duván se pierde sin dejar rastro. El grupo llega pasadas las 10 de la mañana. El pueblo luce desolado. Y Antonio también se ha ido sin dejar ningún rastro.
Para Salir de Saiza hay que tomar un vehículo que viaja por una trocha hasta llegar al sitio conocido como El Cerro y de ahí unas tres horas de viaje hasta Carepa. Es mediodía. Al llegar a este municipio del Eje Bananero, los periodistas se encuentran con una desagradable sorpresa: las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Agc) acaban de decretar un paro armado que iniciará a las cero horas del jueves. El último bus que despacharán para Medellín saldrá en 15 minutos.
* Nombre cambiado por petición de la fuente