Crónica de un sobreviviente

      
En un escalofriante relato Eduardo Pizarro Leongómez cuenta para SEMANA los detalles del atentado contra su vida que lo obligó a exiliarse a comienzos de 2001. Testimonio.

Aquella mañana del 22 de diciembre me levanté sin ningún presagio oscuro. Un día normal. Salí caminando hacia la Universidad Nacional. Según supe después, los dos sicarios estaban desde tempranas horas de la mañana esperándome en la puerta del edificio. Incluso fueron denunciados a la Policía —la cual desgraciadamente no reaccionó— por los vecinos del lugar. Habían entrado en sospecha al ver dos hombres que reparaban, por horas, una moto sin placas. Creyeron que eran ladrones.

La primera casualidad de muchas que ocurrirían ese día y que habrían de salvarme la vida fue que no tomé el carro, el cual deja a la víctima expuesta a un fácil tiro de gracia en el cerebro. La mañana estaba soleada y decidí caminar tranquilamente por la Avenida 28. Iba pensando en las tareas que tenía pendientes ese día. De improviso una moto con dos hombres vestidos de negro se colocó abruptamente enfrente de un viejo camión, supuestamente varado. Probablemente gracias a mi gusto perenne por las películas policíacas o al exceso de atentados que ocurren diariamente en Colombia —que los noticieros reproducen paso a paso— reaccioné. “Esto es para mí”, pensé. Una segunda casualidad me había salvado la vida: si no los hubiese detectado hubieran podido darme un tiro de gracia por la espalda. A medida que el parrillero de la moto descendía y comenzaba a desenfundar su arma yo comencé a retroceder y a partir de ese momento se aceleraron los hechos: el sicario logró propinarme un disparo en una pierna, el cual me hizo caer boca arriba. En ese breve instante experimenté una combinación de sentimientos: a cualquier costo yo quería ver crecer a mis hijos. Comencé a revolcarme como un gato salvaje. Movía las piernas y los brazos mientras oía el ruido seco de los disparos. Por momentos, angustiosos, pensé que iban a lograr su cometido.

De pronto todo cesó. Tras un breve desmayo, levanté lentamente la cabeza, observé mi cuerpo y tuve, creo, una breve sonrisa. No habían logrado matarme. Vi mi pierna derecha ensangrentada, al igual que mi brazo izquierdo. Pero no veía sangre en el tórax y no sentía nada extraño ni en la cabeza, ni en la cara. “Estoy vivo”, pensé. Más tarde supe que se encontraron nueve casquillos de las balas, que estaban blindadas para hacerlas doblemente mortales, cinco de las cuales penetraron en mi cuerpo, dos rozaron mi piel dejándola quemada a su paso, y las dos o tres restantes fallaron totalmente. Algunos medios informaron que no se trataba de un intento de asesinato sino de un simple castigo por mis ideas. La verdad es que con un poco más de tino el supuesto “castigo” hubiera sido mortal.

Y es que las casualidades no habían terminado. Otros hechos incidieron probablemente en el feliz resultado que hoy me permite revivir estos dolorosos momentos: primero, el ruido de los disparos atrajo la mirada de muchas personas que se hallaban en los establecimientos comerciales de la zona. En segundo lugar, apareció un ángel de la guarda. ¿Se trata de una expresión excesivamente religiosa? No importa. En esa figura mítica se convirtió. No sé cómo se llama. Sólo recuerdo su rostro ya entrado en años, su delgada figura y su mirada generosa. Venía en una bicicleta detrás de mí. A diferencia de los conductores de los carros, que no podían observar la escena debido al camión aparcado sobre la acera, éste, mi ángel de la guarda, pudo contemplar como muchos otros lo que ocurría. Pero con una diferencia afortunada: una vez terminó el tiroteo, se abalanzó sobre mí, dando órdenes: “¡Ayuda! ¡Llamen a una ambulancia! ¡Llamen a la policía!”. En los siguientes instantes no supe qué ocurrió. Lo cierto es que a los pocos minutos mi ángel de la guarda y otro hombre —sólo después sabría que se trataba de un ‘reciclador’— me montaron en un taxi. “¿A donde lo llevamos?”, me preguntaron. “A la Clínica Palermo”, les respondí. Esta clínica la tenía clavada en la memoria y en el corazón: hacía sólo tres meses mi colega y amigo, el también profesor de la Universidad Nacional Jesús Antonio Bejarano, había llegado allí mismo tras ser abaleado en el edificio de posgrados de economía dentro del campus de la Universidad. ‘Chucho’, como le decíamos con afecto y admiración, no tuvo mi suerte. Hoy toda la intelectualidad colombiana llora su desaparición.

Antes de llegar al puente de la 53 con 30 volteamos hacia la Palermo. Mi agresor se encontraba en ese momento muy cerca. El conductor de la moto lo había dejado en un lote cerca del edificio de la Lotería de Cundinamarca, en donde fue observado con curiosidad por los vecinos mientras se quitaba el casco y la chaqueta negra en un lote vacío. No obstante, sólo fue denunciado a la Policía una vez logró escapar en una buseta; es decir, en menos de una hora hubiera podido ser capturado en dos ocasiones. Antes y después del atentado.

Al llegar a la Clínica Palermo le pregunté al taxista cuánto costaba la carrera. Me respondió: “No señor, no se preocupe”. Yo busqué mi billetera y sólo encontré 12.000 pesos. “¡Que vaina!, le dije. Sólo le puedo dejar 2.000 pesos por la carrera y 10.000 para lavar la tapicería. Excúseme”. En esos momentos se acercaron rápidamente los camilleros que me trasladaron a la sala de urgencias. Ya en la sala comenzaron los dolores más atroces. Hasta ese momento mi preocupación había sido únicamente sobrevivir. Ahora quería que me quitaran el dolor. La revisión fue larga y dolorosa. Cinco tiros habían hecho blanco. El peor dolor era en el brazo izquierdo, donde estaba la única bala que permanecía en mi cuerpo. Esta, paradójicamente, me había salvado la vida. Sí, ahora recuerdo. En el momento en que el sicario se acercó a darme el tiro de gracia, en un gesto de desesperación, coloquéel brazo frente al rostro descubierto, cerrando los ojos para protegerme del balazo inevitable. Pese a que la bala rompió los dos huesos y afectó el nervio que atraviesa el antebrazo, se quedó incrustada en la muñeca y no penetró en mi cabeza. Esta fue, tal vez, la más increíble de las suertes que en esa mañana fatídica me salvaron la vida. La cual vino acompañada de otra, igualmente milagrosa (definitivamente no puedo evitar hoy los términos con connotación religiosa), y fue que con este disparo perdí momentáneamente la conciencia y el sicario creyó que había logrado coronar su objetivo.

Pese a los atroces dolores, que se acrecentaban minuto a minuto, los médicos que me revisaron me dieron la noticia que había estado esperando durante largo tiempo. “Ningún órgano vital fue afectado. Usted está condenado a recuperarse”. Lentamente comencé a ver rostros conocidos y traté de animarlos: “No fue grave”, les insistía a mis familiares y amigos.

A esa misma hora unas cuantas emisoras radiales emitieron la noticia de que había sido asesinado. Una de ellas, inclusive, se atrevió a decir que la noticia había sido confirmada. Nunca llamaron a la clínica, ni enviaron un reportero para confirmar la noticia. ¿Hasta dónde ha llegado el ‘síndrome de la chiva’? ¿Por qué no se tomaron el trabajo de confirmar semejante noticia? ¿Cuánto pánico, cuánto terror, alcanzaron a crear ese día? ¿Cuánto daño, cuánto dolor innecesario pudieron ocasionarle a mi familia si ésta se hubiese enterado por la radio de mi fallecimiento? Afortunadamente ninguno estaba oyendo radio en ese momento. Sólo un cuñado oyó la noticia en una emisora de FM cuando se dirigía a su trabajo. Quedó paralizado y casi produce un accidente. Debió frenar el carro y orillarse.

Fue impactante observar la conducta de las dos personas que me condujeron a la clínica. Por una parte la del ‘reciclador’, que resume como ninguna otra una forma de actuar muy colombiana: a la solidaridad espontánea frente a un desconocido se añadió en ese momento el instinto de supervivencia, el ‘rebusque’; sorprendido ante las decenas de personas que comenzaron a fluir hacia la clínica aprovechó a fondo su condición de testigo excepcional del insuceso —corroborado con una mancha de sangre en su pantalón— para cobrar 20.000 pesos por un relato de primera mano de los hechos. La conducta de quien he denominado mi “ángel de la guarda” fue distinta: le bastó con su acto de solidaridad. Rechazó con un gesto digno la plata que le ofrecieron mis amigos, quienes creían así recompensar su valor y el generoso gesto de dejar su bicicleta y correr a socorrer a un desconocido. Tras saber que su papel había terminado, humildemente pero orgulloso de sí mismo, abandonó el escenario. Si hoy no me envuelve una actitud de escepticismo, cinismo y decepción frente a los seres humanos se lo debo a este personaje anónimo que borró con su enorme grandeza humana la despreciable pequeñez de los sicarios sin alma.

La operación duró seis horas. Aun cuando los médicos dudaban que pudiese recuperar la movilidad y la sensibilidad en la mano izquierda, mediante una delicada microcirugía lograron el milagro: en efecto, tras el angustioso despertar que sigue a la dosis para caballos de anestesia que me inyectaron, los médicos observaron con asombro que los dedos de mi mano izquierda conservaban una buena movilidad. Pocas horas más tarde me condujeron a la que habría de ser mi celda dorada durante las próximas dos semanas. Para eludir la permanente presión de la prensa, que permanecía vigilante día y noche, una de las hermanas que dirigen la clínica tuvo una idea de novela: para despistar a los medios disfrazaron a un agente de la policía con un pijama y lo sacaron en ambulancia de la clínica en medio de un enorme dispositivo de seguridad.

Durante esos largos días las preguntas que uno quisiera posponer para más adelante comenzaron a brotar en el cerebro a borbotones: ¿Por qué? ¿Quién? ¿Con qué interés? No sé si estas preguntas se podrán resolver algún día. Sólo logré resolver una duda tras una breve conversación con Antanas Mockus. Antanas, con esa inteligencia perturbadora que lo caracteriza, me hizo una pregunta esclarecedora e inquietante: “¿El sicario te miraba fríamente o con odio?”. “Con odio”, le respondí. “Entonces —añadió Antanas— sí se trata de un atentado de carácter político… no fue obra de un sicario contratado. Sin duda el que disparó estaba dopado: pero de una sobredosis ideológica”. Me quedé pensando que el sicario no podía estar disparando contra un ser humano en concreto; si no, probablemente se le habría paralizado el brazo. Yo jamás le he hecho daño a nadie. El sicario estaba disparando contra un símbolo de algo: un “agente del imperialismo”, un “ideólogo de la burguesía”, un “portavoz de los intereses antipopulares”… si es que el acto vino de la izquierda radical. O contra un “izquierdista impenitente”, un “ideólogo de la subversión”… si los pistoleros provenían de la extrema derecha. Una etiqueta; no una persona de carne y hueso. No sé qué pasaría por su mente, pero siempre llevaré grabado en lo más profundo de mi alma su rostro descompuesto de odio. Un país que ha acumulado estos niveles de odio difícilmente podrá construir una sociedad verdaderamente democrática, la cual se fundamenta en el respeto a la diferencia, el reconocimiento del otro y, ante todo y sobre todo, en el irrestricto respeto a la vida.

Publicado en Semana 22 Enero 2001