El asesinato de dos estudiantes bogotanos en San Bernardo del Viento pone trágicamente en evidencia el régimen de terror en el que viven varias zonas del país. SEMANA cuenta toda la historia.
Mateo y Margarita, con pintura en su rostro, después de la fiesta de disfraces de año nuevo. / FOTO SEMANA |
Alrededor de la una de la tarde del lunes 10 de enero, dos planetas hicieron colisión en las afueras del pueblo cordobés de San Bernardo del Viento. Uno de ellos era una joven pareja de biólogos urbanos, jóvenes y enamorados, a punto de graduarse, que seguía la órbita desprevenida de su interés en los manatíes y los manglares, mientras regresaban en vestido de baño y camiseta después de pasar la mañana en la Playa de los Venados. Contra ellos se estrelló de golpe otro planeta, el del régimen de terror impuesto en esa y en tantas zonas rurales de Colombia por los asesinos que, con ocho disparos, acabaron en un instante con sus vidas y sus proyectos.
“Mateo es un testarudo que me quiere llevar a Montería a coger mañana el vuelo de las siete para volver a Bogotá, y yo le digo que me deje en Lorica y se devuelva a San Bernardo. Vamos ya de regreso, a recoger las maletas y seguir a Lorica, y te llamo. No te preocupes”.
“La testaruda es Margarita, que no quiere que la lleve al aeropuerto”.
Esta, interrumpida por el ruido de fondo del motor de un vehículo y con los dos muchachos hablando a la vez por el celular entrecortado, fue la última conversación que tuvo Consuelo Gómez con su hija Margarita -que debía volver al otro día a Bogotá- y su novio, Mateo Matamala, una hora antes de que uno o varios hombres del grupo Los Urabeños los asesinaran. El día anterior, a las seis de la tarde, la mamá de Mateo, Tatiana, había recibido la última noticia de su hijo: “Mamá, te mando un beso. Mañana nos movemos y te llamo”, le contó ella a SEMANA con la voz quebrada, mientras repasaba por enésima vez con los ojos empañados el mensaje en su teléfono celular.
La siguiente noticia les llegó a las dos familias al final del lunes: desde el celular de Margarita, la voz impersonal de un funcionario del CTI había informado a Consuelo: “A su hija y al muchacho los ultimaron”. Una llamada similar recibió una de las dos hermanas de Mateo, en Cartagena.
Margarita Gómez había cumplido 23 años el 9 de julio. Mateo Matamala debía cumplir 27 el 15 de agosto. Aunque se habían visto a menudo por varios años en la Facultad de Biología de la Universidad de los Andes, en Bogotá, estaban juntos apenas desde mediados del año pasado. Por lo que cuentan sus padres, fue una historia de amor fulminante y total, que los tenía viviendo la vida feliz y modesta de los estudiantes en un apartamentico de un amigo en la calle 18 con carrera quinta de la capital, al que se habían pasado en agosto. Los dos estaban terminando carrera. Margarita, que quería especializarse en Paleobotánica, había vuelto del Museo Paleontológico de la Patagonia, en Argentina, donde estuvo entre mayo y julio estudiando fósiles de coníferas; Mateo proyectaba pasar varios meses en San Bernardo del Viento, a cargo de María del Mar, una manatí de cuatro meses que vive en los esteros que el río Sinú derrama al Caribe en esa costa, como parte de su práctica de investigación, con la Fundación Omacha, de Lorica. Margarita había sustentado con éxito su tesis y, una vez completado el trabajo de investigación de Mateo, ambos esperaban graduarse en septiembre.
Meses antes, Mateo había llegado un día radiante a su casa: “Mamá, me aprobaron Córdoba”. El viaje a ese departamento se había decidido casi al término del plazo que la Universidad de los Andes da a sus estudiantes para presentar su proyecto de grado. Mateo había descartado primero opciones fuera de Colombia, en la Patagonia, y dentro del país, en Malpelo y la Amazonia. Quienes lo conocían le recomendaron ir a hacerse cargo de un manatí en la región de San Bernardo del Viento. Lo que él y su familia sabían, como tantos colombianos que viven en las ciudades viendo apenas por televisión el infierno que es la vida cotidiana en ciertas zonas de Colombia, era que esa costa era un paraíso, con turistas, playas, manglares y pescadores. En cambio, Consuelo, la mamá de Margarita, sintió una corazonada y le pidió a Mateo que reconsiderara Malpelo.
Pero allá, a ese contradictorio paraíso, se fueron Mateo y Margarita enamorados, el 4 de enero.
Los hijos no deben morir antes que los padres. Cuando esto se dice es un lugar común; cuando pasa, una verdad fatídica. La descripción de la vida y muerte de sus hijos que hicieron a SEMANA José Carlos y Tatiana, en una oficina del norte de Bogotá, y Consuelo Gómez y Josefa, su madre y su abuela, en su apartamento del occidente de la capital, fue visiblemente una de las tareas más penosas de sus vidas: aceptar que su dolor privado fuese un asunto público.
Los dos estaban en esa fase de la vida en que la juventud quiere abrazar el mundo con toda su fuerza. Y el carácter de ambos no hacía sino exaltar esa actitud. Mateo -de ascendencia española y libanesa- viene de una familia grande, de 26 nietos, muy unida hace décadas, y con esa prosperidad ganada a pulso, propia de los inmigrantes. Margarita es nieta de una prima hermana de Pedro Gómez, pero las dos familias no han sido cercanas. Mateo, en rebeldía contra la élite a la que pertenecía, regañando a su padre cuando pagaba una cuenta cara en un restaurante, viajando en bicicleta de su casa a la universidad. Y Margarita, haciendo a pulso una carrera en la universidad más exclusiva del país, que su madre a duras penas conseguía pagar con un trabajo en Planeación Nacional y la ayuda del padre de su hija. Ambos se encontraron a mitad de camino, el año pasado, en la pasión mutua por “las matas, las lagartijas y los sapos”, como dice la mamá de ella.
Alto, atlético, aventurero, temerario, empeñado en escalar montañas, acampar, caminar por días en el monte, hacer automovilismo en Bogotá o bungee-jumping en un viaje a África, tocar guitarra, tomar fotografías y dedicar su vida a la naturaleza, Mateo era un alumno destacado y una fuente de energía y curiosidad inagotables. Atravesó nadando la laguna de Guatavita, en un paseo, cuando tenía 11 años: “Sentí que me cosquilleaba todo el cuerpo y, abajo, todo era negro, negro”, le dijo después a su madre horrorizada. “No pensaba, no era estratega. Actuaba con el corazón y era efervescente”, dicen sus padres. Mientras estudiaba Ingeniería Ambiental en Los Andes, pasó por un periodo de crisis y vacilaciones, hasta que decidió cambiarse a Biología y arrancar de cero. Allí encontró su pasión y su equilibrio.
También de elevada estatura y una figura que emanaba carácter, Margarita era díscola desde pequeña. No paraba en casa y optaba por el ‘parche’ de amigos cada vez que podía. Desde chiquita se le vio la inclinación por los animales y las plantas -muchos años después, su tesis en la universidad fue sobre cipreses y fósiles de Villa de Leyva-. Su madre dice que creció hasta los seis años sin saber de su padre; este afirma que se enteró de que tenía una hija un par de años después de nacida, cuando aún era alcalde de Cucunubá. Tiene dos medios hermanos, Gabriel, de 10 años, y Juan Manuel, de 20. En décimo grado, a Margarita la expulsaron del colegio Siervas de San José y se pasó al Santo Ángel (a Mateo también lo sacaron del Colegio Helvetia, cuatro meses antes de terminar). Con el trabajo de su madre y la ayuda de su padre, hizo el colegio y luego entró a Biología en Los Andes; pasó 2007 en Cambridge, probando su inglés desde el puesto de mesera hasta el de encargada de un restaurante, y regresó a Bogotá a seguir la carrera. Según su madre, después de conocer a Mateo maduró más. “El orgullo de ver a Margarita en Los Andes, oírla hablar inglés perfecto, ver lo feliz que era, eso me hacía feliz”, dice Consuelo.
Por la descripción de sus padres, ambos lucen como esos jóvenes que, preocupados por el país y el planeta, deciden viajar con una guitarra y una cámara y consagrarse al trabajo con la naturaleza y al contacto con la gente, sin aspiraciones de hacer dinero y lejos de cualquier ambición personalista. Les importaban el prójimo y la naturaleza. Mateo, por ejemplo, había “adoptado” a ‘la Guajira’, una indigente que vive con 11 perros arriba de la universidad, cuya foto él se llevó al viaje y ahora está en la cadena de custodia.
Por esas cosas de la vida, cuando se fueron a Córdoba, por primera vez sus madres, que siempre veían con aprehensión esos viajes, no sintieron miedo, ni siquiera Consuelo con sus reservas frente a Córdoba. Los veían tan felices y el viaje parecía tan fácil y los tenía tan entusiasmados…
Pocos días antes de llegar a Córdoba, el 27 de diciembre, Margarita y Mateo se fueron juntos a Santa Fe de Antioquia, donde la familia de ella se disponía a encontrar el año nuevo con juegos, comidas y comparsas. Margarita bailó jarabe tapatío y Mateo, disfrazado de español, desplegó sus dotes de bailarín de flamenco. El 2 de enero volvieron a Bogotá y, dos días después, el 4, se despidieron de sus familias y partieron rumbo a Montería. Ella planeaba pasar una semana con él, dejarlo instalado y regresar a Bogotá el día siguiente al que se encontraron con la muerte.
De lo que pasó una vez llegaron a San Bernardo solo quedan los indicios de sus llamadas diarias a sus padres. En la zona nadie vio nada, nadie oyó nada, nadie sabe nada. Como siempre. Como en tantos otros sitios de Colombia donde se impone la ley del silencio que emana de la punta del fusil. Para el coronel Héctor Pérez, comandante de Policía de Córdoba, es un silencio cómplice. Para la gente, la regla básica de supervivencia.
En San Bernardo, detrás de sus playas paradisíacas gravitaba el mundo de la violencia, y en una larga lista de municipios a lo largo de esa costa se vive en medio del terror y los enfrentamientos entre tres grupos armados surgidos luego de la desmovilización paramilitar. Los violentos amos y señores de esa tierra espléndida -Los Urabeños, comandados por un hombre apodado ‘Gavilán’; Los Paisas y Los Rastrojos, que se han extendido nacionalmente desde el norte del Valle del Cauca- almacenan cocaína en los manglares y la sacan en lancha desde las playas, peleando ferozmente el control de cada caño, cada estero. Además de división natural, el río Sinú es una frontera invisible, acatada por la población con temor reverencial, entre Los Urabeños, que controlan la orilla izquierda, y Los Paisas, que ocupan la derecha, en el municipio de San Antero.
Desde fines de 2009 empezaron los asesinatos. en San Bernardo. En 2010 hubo 15, que la Policía atribuye a choques entre esos grupos, un homicidio común y los de un ex alcalde y un profesor. “Lo que está ocurriendo en la actualidad es mucho más grave que cuando la zona estaba bajo control de Mancuso y ‘el Alemán’, pues en esa época había una estructura armada con jerarquía y cadena de mando”, dice el Alcalde de Vientos, como se conoce popularmente el pueblo de San Bernardo. Ahora cualquiera da órdenes, andan sin uniformes, no tienen campamentos y se están matando entre ellos. Jóvenes sin empleo son reclutados en los billares; hay una vigilancia férrea sobre la gente local, lo que ha impuesto una desconfianza de todos sobre todos y sobre los que llegan de fuera. Y todos saben que al que hable lo espera un cajón.
“Mateo ingenuamente se metió en la boca del lobo”, sentencia, lúgubre, su madre. Es difícil imaginar mejor descripción del paraíso al que llegaron los dos jóvenes.
En unas cabañas en las playas del Viento, los dos jóvenes montaron su carpa. El 4 de enero, contaron a sus padres que habían encontrado cabaña y comida por 25.000 pesos diarios. El 7, Margarita llamó a su mamá y le dijo que la pasaban tirados en la playa y caminando. “Nos amamos todo el tiempo”, le contó. El 8, dijeron que estaban almorzando y la llamada se cortó. Y el 10, hacia mediodía, hicieron la última llamada, y contaron que volvían de la Playa de los Venados, a buscar las maletas e irse a Montería para el vuelo que Margarita nunca tomaría al día siguiente. Una hora después, un ruido de disparos fue escuchado por los pescadores de ese corregimiento. A las cinco de la tarde, las autoridades llegaron de Lorica a hacer el levantamiento. Al día siguiente, José Carlos, el papá de Mateo, llegó por el cuerpo de su hijo y la mamá y dos tíos fueron por el de Margarita. La Policía está convencida de que fueron Los Urabeños.
¿Por qué los mataron? La respuesta fácil es que estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado. O que, por andar grabando pájaros y fotografiando manatíes, los confundieron con espías: de la Policía, del Ejército, de la guerrilla, del bando criminal enemigo… El problema es que todo el que viva o pase por esas zonas de Córdoba también está en el lugar equivocado en el momento equivocado. Mateo y Margarita iban en vestido de baño, con una pinta indeclinable de mochileros cachacos que no confunde ni al más despistado de los sicarios. Cámara y computador quedaron junto a ellos. Como dijo a SEMANA uno de los investigadores: los asesinos “querían enviar el mensaje de que tienen el control dela zona, donde no permiten ni curiosos”.
Ese es el problema. En San Bernardo, en buena parte de esa costa y en muchas otras regiones hay grupos con el poder y las armas -y la tranquilidad, pues no hay Estado que los estorbe- para “no permitir curiosos”. Cooptan o atemorizan. Compran autoridades. Han vuelto a las masacres, de las que hubo diez en ese departamento solo el año pasado. Terror para los locales; plomo para los de fuera. La muerte de Mateo Matamala y Margarita Gómez no es la primera y no será la última en Córdoba (ver articulo). Pese a los anuncios oficiales de reducción de la criminalidad y a la percepción de que Colombia dejó atrás la guerra, producto de los esfuerzos de seguridad -y de comunicaciones- de la administración Uribe, esta es tan solo una de las regiones del país asolada por una violencia que recuerda los peores momentos de enfrentamiento entre guerrilleros y paramilitares.
El gobierno se apresuró a convocar un consejo de seguridad en San Bernardo, al que asistieron altos funcionarios de la Fiscalía y la Policía, y a anunciar el envío de 700 efectivos. Algo tarde para los dos jóvenes y para los 575 asesinados en Córdoba el año pasado. Habrá que ver cuánto dura la presencia policial en San Bernardo y si se extiende al resto de Córdoba.
Como dijo la gobernadora, Marta Sáenz Correa, es trágico que solo la muerte de dos estudiantes de Bogotá lleve a las autoridades y al país urbano a pellizcarse. ¿Dónde estaban los medios, se preguntó, cuando mataron a 575 personas en Córdoba el año pasado? Es triste que los medios de comunicación -esta edición de SEMANA incluida- solo pongan nombre y rostro a los muertos cuando estos son destacados (o del interior, como dijo la Gobernadora). Además, ¿cuántos homicidios en Colombia ameritan una recompensa de 500 millones para dar con los autores, como ha ofrecido el gobierno en este caso?
El vil asesinato de Mateo y Margarita pone de presente dos cosas. Que esta guerra degradada de narcos, ex paramilitares, guerrilleros, bandidos, pueblos aterrorizados e inocentes asesinados o amedrentados aún no ha terminado. Una verdad de a puño en media Colombia, cuyo clamor apenas si se escucha en la otra media. Por otra parte, como dijo al final de la entrevista que dio a SEMANA la madre de Mateo, ambas muertes y las de tantos colombianos anónimos que no salen en los periódicos ni en la televisión dejan una pregunta: “¿Quién es más culpable: los que disparan o los que dejan disparar?”. Los dos estudiantes y muchos otros fueron asesinados porque la seguridad en la zona está en manos de personajes con el nombre de ‘Gavilán’ y no en las de un Estado aún lejos de un control efectivo del territorio.
Allá, en el paraíso, colisionaron dos planetas. El del país urbano, que cree que el conflicto y la guerra quedaron atrás, y el planeta bárbaro, en el que viven cientos de miles de colombianos entre el miedo, el silencio y la muerte. Que no son dos planetas sino uno solo: el de esta tremenda Colombia, donde vivir y morir sigue siendo, para demasiada gente, un cara y sello. Mateo y Margarita apostaron toda su vida a cara, y, por una vez, les salió sello.
Por Revista Semana