No han sido fáciles los últimos diez años para quienes defienden a sus comunidades y le ponen la cara a la exigencia de sus derechos ante el Estado colombiano y organizaciones armadas ilegales. En medio de una cruda ola de violencia, el Premio Nacional de Derechos Humanos, lanzado hoy en su décima edición, se constituye en un espacio de visibilización y memoria.
Por lo menos 982 líderes, lideresas sociales y autoridades étnicas fueron asesinados entre enero de 2012 y junio del presente año. Todos llevaban sobre sus espaldas las necesidades y sueños de diversas comunidades. A pesar de su importancia, realizaban sus tareas en medio de difíciles condiciones, entre ellas la estigmatización de diversos sectores, legales e ilegales, y la falta de garantías por parte del Estado para ejercer su labor.
Sin embargo, su soledad no es total, pues cada año la Act Iglesia Sueca y la organización Diakonia, con el apoyo de la Embajada de Suecia en Colombia, convocan el Premio Nacional de Derechos Humanos en Colombia mediante el cual destacan sus luchas y por medio de su visibilización buscan mitigar los riesgos que padecen. A lo largo de sus entregas han sido postulados y premiados decenas de valientes defensoras y defensores de derechos humanos, así como organizaciones que acompañan a sus comunidades en sus reivindicaciones sociales.
Con motivo de su décima edición, VerdadAbierta.com contribuye a esa visibilización destacando a cada una de las personas y de las organizaciones que han sido galardonadas en las nueve ediciones del Premio Nacional de Derechos Humanos.
En sus palabras
No ha sido una tarea fácil para líderes, lideresas y autoridades étnicas la de representar a sus comunidades ante la vulneración de sus derechos y el desconocimiento de sus reivindicaciones sociales. Amenazas, acoso judicial, persecuciones, señalamientos, cuestionamientos y atropellos hacen parte del repertorio previo a las acciones violentas en su contra.
“Ser amenazado, salir del territorio desplazados, por estas amenazas, persecuciones, hostigamientos, es bastante fuerte”, sostiene Angélica Ortiz, lideresa de Fuerza de Mujeres Wayúu, organización indígena de La Guajira ganadora en 2017 del Premio Nacional de Derechos Humanos.
Por su parte, Maria Irene Ramírez, de la Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra (ACVC), destaca la situación de inseguridad que se vive en el Nordeste antioqueño y la constante violación a los derechos humanos de las comunidades rurales, “sobre todo por el crecimiento de los grupos armados que están surgiendo en la región, por ello los defensores y defensoras estamos en mayor riesgo”. Por su trabajo de más de 20 años, esta asociación fue merecedora del Premio en el año 2019.
Jacqueline Rojas, ganadora en 2012 por sus labores realizadas en el Magdalena Medio santandereano, se duele de la realidad que rodea a los líderes sociales: “Lo más difícil y lo más duro es sentir que para la institucionalidad en mi país, Colombia, ser defensor y defensora de los derechos humanos es una amenaza para los intereses económicos”.
Sin embargo, tanto Angélica Ortiz como María Irene Ramírez destacan que en los últimos diez años se ha ganado en organización desde las comunidades como el resultado de la formación de sus líderes y lideresas, aunado al reconocimiento político y a la divulgación de sus trabajos tanto en el país como en el extranjero.
Los invitamos a escuchar estas voces y otras más en este especial de podcast, en los que líderes y lideresas hablan de dificultades y riesgos, pero también de logros, en la tarea que emprendieron en defensa de los derechos humanos, razón por la cual recibieron el Premio Nacional de Derechos Humanos en algunas de las categorías.
Radiografía de la tragedia
El 2012 prometía un mejor horizonte para los años venideros. Tras meses de diálogos secretos entre delegados del entonces presidente de la República, Juan Manuel Santos (2010-2018), y Rodrigo Londoño, alias ‘Rodrigo Londoño’ o ‘Timochenko’, máximo jefe de la guerrilla de las Farc, se anunció desde Oslo, Noruega, el 18 de octubre de ese año, que el Estado colombiano y ese grupo subversivo se sentarían en una mesa de diálogos instalada en Cuba para concertar un Acuerdo de Paz.
Ese ambiente de construcción de paz se convertiría en un ideal para cientos de defensores de derechos humanos y líderes sociales que enarbolaban las banderas de diversas comunidades en el campo y las ciudades. Lamentablemente, el paso del tiempo demostró que la realidad fue contraria a ese anhelo.
Como una cruel paradoja, la búsqueda de una paz estable y duradera desató una fuerte ola de violencia contra quienes asumieron la reivindicación de los derechos de cualquier colectividad y de la defensa de lo pactado en La Habana. Las agresiones empezaron a incrementarse conforme en la mesa de negociaciones se daban avances o se producían resultados concretos.
Uno de los puntos de referencia más claro son los viajes que delegaciones de víctimas del conflicto armado realizaron a Cuba en el segundo semestre de 2014. En total, fueron cinco las visitas a la sede de los diálogos y en ellos les plantearon a los negociadores del gobierno nacional y de las Farc sus necesidades y cómo deberían ser las medidas de reparación del eventual Acuerdo de Paz.
En respuesta a esas gestiones, se incrementaron en Colombia las amenazas contra defensores de derechos humanos, organizaciones sociales y colectivos de víctimas. De acuerdo con el Programa Somos Defensores, organización no gubernamental que desde 2002 documenta toda clase de agresiones contra líderes sociales, en el último semestre de 2014 las amenazas aumentaron como no había ocurrido anteriormente y esa situación se mantuvo en el año siguiente. Ocurrieron 488 en 2014 y 539 en 2015, cuando en 2013 se registraron 209.
Casi cuatro años después del anunció inicial, el 24 de noviembre de 2016 se dio la noticia que generaciones enteras llevaban esperando en Colombia: se terminaba una guerra que desangró al país durante más de 52 años, dejando víctimas y desolación por doquier. Durante varios meses hubo un desescalamiento del conflicto armado que le dio un respiro a las regiones más golpeadas por la guerra.
Pero aquel día de la firma del Acuerdo de Paz en Bogotá no sólo se anunció la dejación de armas de la guerrilla más antigua del continente, sino la puesta en marcha de un conjunto de ambiciosas políticas públicas que sacaría al campo del atraso, permitiría la participación en política con garantías, repararía de manera integral a las víctimas del conflicto armado, solucionaría el problema de las drogas ilícitas dejando de lado un enfoque punitivo… y cerrarían las brechas socioeconómicas que conllevaron a la confrontación armada.
Pero la ilusión duró poco. Las amenazas empezaron a concretarse y los asesinatos, una vez finalizadas las negociaciones y puesta en marcha la implementación del Acuerdo de Paz, iniciaron una escalada sin precedentes. En 2016, año en el que se firmó el Acuerdo Final para la Construcción de una Paz Estable y Duradera, fueron asesinados 80 líderes y lideresas sociales, superando los registros anteriores de Somos Defensores, hecho que se volvería repetitivo, salvo en 2019, cuando los asesinatos no superaron los del año anterior, pero al siguiente se volverían a superar récords.
Sobre el porqué de esa violencia, tanto organizaciones sociales como organismos internacionales, han explicado por medio de informes y declaraciones públicas, que los defensores de derechos humanos cobraron mayor visibilidad porque fueron los encargados de ayudar a implementar políticas del posconflicto, siendo el enlace entre la institucionalidad estatal y las comunidades que representan.
Del mismo modo, ese rol los puso ante la mira de grupos armados, legales e ilegales, y de aquellos que se oponen a políticas como la sustitución de cultivos de uso ilícitos, la equidad en el campo y la reparación de víctimas.
Así se puede entender que, en 2017, cuando concluyó la desmovilización de las Farc y se presentó la tasa de homicidios más baja en 40 años, como destacó el entonces ministro de Defensa, Gabriel Silva Luján, se superara, por primera vez y de acuerdo con los registros de Somos Defensores, la barrera de 100 líderes sociales asesinados en un mismo año.
Sin embargo, el telón de fondo de ese desangre de líderes y lideresas sociales es el incumplimiento del Acuerdo de Paz, el cual fue aprovechado por nuevos y antiguos grupos armados ilegales, para ocupar las zonas que antiguamente dominaron las Farc, con el fin de tener mayor control territorial y lucrarse de rentas ilícitas como el narcotráfico, la minería ilegal, la tala y la extorsión.
A ello se suma el tardío arribo integral del Estado a esas regiones para satisfacer las necesidades básicas y saldar las deudas históricas con las comunidades más golpeadas por el conflicto armado, con el fin de aterrizar las políticas del denominado posconflicto.
Así lo planteó Alberto Brunori, el entonces representante en Colombia de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH). En su informe sobre la situación de 2019 consignó que “los esfuerzos para establecer una presencia integral del Estado, particularmente de autoridades civiles, incluyendo la Fiscalía General de la Nación y la Policía, fueron insuficientes, en particular en las zonas rurales. Las cinco ‘Zonas Estratégicas de Intervención Integral’ establecidas por el Gobierno a través del Decreto 2278 de 2019 fueron creadas para atender este vacío. Sin embargo, el ACNUDH observó que la presencia estatal en estas zonas continúa siendo predominantemente militar y el avance para establecer una mayor presencia de autoridades civiles ha sido lento”.
Por otro lado, Michel Forst, relator especial de la ONU sobre la situación de los defensores de los derechos humanos, en su informe sobre 2019, concluyó que “las personas defensoras en mayor riesgo son los líderes y lideresas sociales, que defienden los derechos humanos en zonas rurales, en particular el Acuerdo de Paz, la tierra, los derechos de los pueblos étnicos y el medio ambiente, frente a los intereses de grupos criminales, grupos armados e ilegales, y frente a los intereses de actores estatales y no estatales como empresas nacionales e internacionales y otros grupos de poder”.
Edwin Mauricio Capaz, excoordinador del Tejido de Defensa de la Vida de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (Acin) y actual directivo del Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric), resume cómo han sido los últimos diez años para los liderazgos sociales: “La reconfiguración del conflicto armado ha costado muchas vidas de defensores de derechos humanos. Las comunidades creyeron que íbamos a superar las violencias territoriales y podríamos disfrutar del fortalecimiento de las agendas campesinas, afro e indígenas”.
“Desafortunadamente no fue así”, agrega. “Se hizo el intento y terminó costando más vidas. Y ahora estamos en la etapa de consolidación de las estructuras armadas, donde hay un retroceso enorme en la implementación del Acuerdo de Paz y un aumento de la estigmatización contra los líderes sociales, que son propicios para que las violencias territoriales se consoliden por medio de amenazas, desplazamientos y asesinatos de defensores de derechos humanos”.
De ese modo, cuando se inicia una nueva década y queda atrás la que estuvo marcada por el inicio de los diálogos con las Farc y el acuerdo de un tratado de paz que lleva casi cinco años de implementación, han sido asesinados 982 defensores de derechos humanos y líderes sociales, una cifra escandalosa.
Los departamentos con más asesinatos entre el 1 enero de 2012 y el 30 de junio de 2021, de acuerdo con las verificaciones de Somos Defensores, son: Cauca, con 202; Antioquia, con 143; Nariño, con 78; Valle del Cauca, con 73; Norte de Santander, con 55; Putumayo, con 51; y Chocó, con 39. Todos ellos tienen en común que han sido históricos teatros de guerra, han aportado la mayor cantidad de víctimas del conflicto armado, son empobrecidos y buena parte de sus territorios fueron priorizados para implementar las políticas del posconflicto.
En cuanto a los tipos de liderazgo más atacados, el listado es encabezado por el comunal, con 263 víctimas; seguido por el indígena, con 199; el comunitario, con 147; el campesino, con 131; y el afrodescendiente, con 48. Esos líderes y lideresas tienen en común que sus agendas coinciden con la implementación del Acuerdo de Paz, y han sido más asesinados que quienes manejan otros perfiles, como activistas sindicales, culturales, estudiantiles y representantes de la comunidad LGBTI.
A pesar de ese doloroso panorama, Lourdes Castro, coordinadora del Programa Somos Defensores, destaca los avances en materia de defensa de los derechos humanos durante estos diez años, producto de los liderazgos sociales a lo largo y ancho del país.
Ella resalta el posicionamiento de los derechos de las víctimas del conflicto armado; los avances en las agendas de los derechos que se defienden, especialmente de las mujeres y comunidades LGBTI; el litigio estratégico, que ha logrado importantes sentencias por parte de las cortes Constitucional, Suprema de Justicia e Interamericana de Derechos Humanos; y nuevos espacios de interlocución con el Estado para garantizar el ejercicio de su labor.
“Todos estos avances se hacen en contextos muy complejos, en donde, pese a la esperanza con el Acuerdo de Paz y una leve mejoría en un periodo (cese al fuego y desmovilización de las Farc), las agresiones contra los liderazgos sociales y las personas defensoras de derechos humanos tienen una tendencia a aumentar”, afirma Castro.
Y esa tendencia tiene implícito, un riesgo que está en la base de esa violencia: la estigmatización. “Históricamente, el trabajo de defensa de los derechos humanos ha sido estigmatizado y esa estigmatización está relacionada con las agresiones que se producen. Son su origen y no hemos logrado superarlo”, concluye esta activista.