En el campo de batalla son maltratadas y una vez se abandonan las armas también cargan sobre sus hombros los estigmas de exguerrilleras. En uno y otro escenario, son vulneradas.
“A las niñas más bonitas, las que van teniendo senos, les ponen una tarea de inteligencia: coquetearle a los militares para sacarles información”, cuenta Amparo*, una mujer que padeció la guerra en carne propia desde los 12 años, cuando las Farc la reclutaron. Atrás quedó una vida de infancia y frente a ella tenía la guerra.
A esta mujer, la mayor de siete hijos, se la llevaron al monte a mediados de 1999, cuando daba sus primeros pasos el proceso de paz entre esa guerrilla y el gobierno de Andrés Pastrana. Ella hizo parte de un contigente de cientos de menores de edad reclutados por este grupo subversivo durante los diálogos y que llevaron a crecer su fuerza por aquellos años a por lo menos 20 mil combatientes.
En aquella época, los subversivos visitaron las veredas donde ejercían un claro dominio armado y a las familias les exigieron dinero, comida o una persona, especialmente entre los 12 y los 15 años, para contribuir a la “lucha por los campesinos”. Amparo fue la cuota de su casa. Seis guerrilleros fueron a buscarla, le quitaron un libro de dibujo y las muñecas de tusa de mazorca con las que jugaba. Ese día en la vereda Remolino Alto Orteguaza y en otras del corregimiento El Danubio, en Florencia, Caquetá, reclutaron a 43 niños y niñas.
Ya en plena selva le enseñaron que eran iguales a los adultos para combatir y cargar 30 kilos en sus morrales durante las marchas. Ella aprendió que no eran los mismos en trabajos de inteligencia, enfermería, la vida sexual y en los rangos dentro de la guerrilla. Mucho menos si eran mujeres jóvenes.
Durante seis meses, a todos les dieron el mismo entrenamiento físico, sicológico e ideológico. De 8 de la mañana a 12 del día les aseguraban que Dios no existía, recordándoles las crueldades que cada uno había vivido en sus hogares; les daban “sopa y seco” de Marx, Nietzsche y el ‘Che’ Guevara; les hablaban de las teorías del mimetismo y del escape; luego una lección de qué hacer en caso de que los torturaran. Cerraban la mañana con los estatutos de las Farc, la guía interna de qué se puede hacer y qué no en sus filas.
De 12 del día a 5 de la tarde recibían instrucción militar: aprendían a disparar, a armar y desarmar el fusil con los ojos vendados en un límite de tiempo, a sembrar minas antipersonales y toda clase de entrenamientos para vivir y matar en un combate. “En la parte física, nos entrenaron unas viejas muy fuertes. Normalmente las que llegaban a ser comandantes eran más luchadoras que los hombres porque para llegar hasta allá había que guerriársela mucho más”, recuerda Amparo.
Todos en la cama, ellas en el suelo
La primera relación afectiva de Amparo fue a sus 14 años. Ella la calificar de ‘seria’ para referirse a noviazgo porque la parte sexual la conoció a los 4 años, cuando su padrastro la violó por primera vez. Por eso, cuando la reclutaron, no sabía si la guerrilla era la salida esperada o la bienvenida al infierno.
Dentro de las filas, conoció a un hombre siete años mayor que ella. “En la guerra, la pareja lo es todo. Si no es un comandante, es el único a quien le puedes mostrar que estás triste porque de, lo contrario, dicen que tienes baja moral y para no desmoralizar a los demás te hacen un consejo de guerra, es decir, te matan”, explica Amparo.
Las mujeres pueden tener novios guerrilleros, pero la pareja no puede estar en el mismo grupo, con lo que buscan evitar que escapen. Sólo les permiten estar juntos unas cuantas semanas cada tres meses. Así sostuvo su relación ‘seria’ hasta que a él lo mataron. Antes, durante y después de eso, la obligaron a acostarse con un sinnúmero de ‘compañeros’.
Las Farc se estructuran en comandos, escuadras, guerrillas, compañías, frentes y bloques; cada unidad cuenta con su propio comandante. Si a esto se le suma que ningún guerrillero se queda en un grupo por muchos meses, el resultado arroja decenas de comandantes, de los cuales muchos obligan a las mujeres y a las niñas a acostarse con ellos.
“En las Farc conocí el abuso sexual de todas las formas. Además de los comandantes, los guerrilleros pueden pedir la noche con quien quieran”, dice Amparo.
Afuera de los campamentos, los guerrilleros también pueden tener relaciones sin ser reprendidos por sus superiores. De hecho, es una de las tácticas de reclutamiento. En cambio, si una subversiva lo hace, al final del año le cuentan el número de hombres con los que se acostó y dependiendo de la cantidad le pueden hacer consejo de guerra.
Lo único que les interesa a los mandos superiores es que no haya embarazos. El método: obligarlas a planificar y proporcionarles la inyección. El inconveniente es que no siempre se la aplican por estar en medio de un combate en el día indicado, por temerle al chuzón o por creer que con un niño salen de la guerra.
Si la gestiòn es ocultada, en vez del boleto de salida obtienen fuertes castigos que empeoran si el asunto es recurrente. Por el primer embarazo, las obligan en los campamentos a hacer 500 viajes de agua. Por el segundo, una trinchera de 1.000 metros de largo por 30 centímetros de ancho y un metro de profundidad utilizando como única herramienta una cuchara. Otro castigo es traer la leña, palo por palo, que está a kilómetros de distancia. Después del tercer embarazo, hay consejo de guerra.
“Otra de las cosas más duras de ser mujer en las Farc es trabajar en enfermería porque uno sufre con lo que le toca a la otra. Yo tuve que dejar morir a compañeras que, por esconder el embarazo durante los nueves meses, los dejaban desangrar por el ombligo a ella y al bebé”, afirma la exguerrillera.
Los bebés no sólo motivan los peores castigos para las mujeres dentro de la guerra sino que se convierten en el principal motivo de deserción. Alicia*, una desmovilizada de las Farc, que prefiere no revelar su verdadero nombre por cuestiones de seguridad, explica que en Casanare, en el frente donde ella estaba, a las subversivas que declaraban el embazaron y tenían bebé las enviaban tres meses con su familia y luego tenían que volver. La mayoría no soportaban ser separadas de sus recién nacidos y se escapaban.
Fuera de la guerra
Myriam Criado, quien se desmovilizó con una facción de la guerrilla del Epl a comienzos de la década del 90 y es una de las fundadoras del Colectivo Mujeres Excombatientes, explica que la desmovilización tampoco es muy fácil para la mujer porque sobre sus hombros recae una mayor carga cultural.
Su argumento es que la sociedad las rechaza mucho más a ellas que a los subversivos porque abandona el papel de mamá que le asignaron para irse a una guerrilla a ejercer un rol político. “Mientras que los hombres insurgentes son casi héroes”, indica.
Para sustentar su punto de vista, Criado se vale de varios estudios que muestran que cerca del 25% de los guerrilleros de los años 90 eran mujeres; entre el 10% y 18 % de los paramilitares son de sexo femenino; mientras que en Farc y Eln la cifra va entre 25 y 40 %. Por otra parte, la Agencia Colombiana para la Reintegración (Acr) detalla que el 12 % de los casi 50.000 desmovilizados son mujeres, según cifras a septiembre de 2014.
“Las disyuntivas familiares las tienen las mujeres porque según las experiencias que hemos analizado, los hombres cambian de pareja y se olvidan de sus hijos mientras que ellas responden”, aclara Criado.
A pesar de que desde 2000 el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas pidió que en la planificación de cualquier desarme se tengan en cuenta las necesidades de los familiares a cargo de los desmovilizados y una perspectiva de género (Ver Resolución 1325), esto no se cumple del todo en Colombia.
En el programa de reintegración que ofrece la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR), los desmovilizados tienen una atención psicosocial personalizada y cursos de primaria, bachillerato y formación laboral. Por asistir a las consultas y por estudiar, les dan 320 mil pesos mensuales, según cuenta una de las desmovilizadas que después de seis años superó todas las fases del programa y que ahora trabaja en la institución como promotora. Este dinero no aumenta si la desmovilizada tiene hijos.
Tras 8 años de ser creada la institución y luego de mas de una década de la recomendación de Naciones Unidas, la ACR comenzó a darle charlas a su personal sobre el enfoque de género y sólo en 2013 inició el proceso de inclusión en esta perspectiva, como lo señala en su informe sobre el tema.
En la ciudad
En la primera oportunidad real que tuvo para escaparse, Amparo salió corriendo junto a una compañera también reclutada. No pararon ni un solo minuto durante tres días y dos noches. Terminaron en Florencia, frente a las casas donde vivían los militares. Sólo hasta ese momento se dieron cuenta que no sabían utilizar un teléfono público para llamar a algún familiar y que no tenían plata para irse lejos de la guerrilla pues los últimos tres años habían estado en el monte.
Un soldado reconoció su situación al verles la cara de angustia, las botas empantanadas y el camuflado deshecho. Les dio 20 mil pesos, las montó a un taxi y le pidió al conductor que las llevara fuera de Florencia. La amiga de Amparo terminó en Neiva y ella en un parque de Armenia, donde padecería la agresividad policial. Tres patrulleros la atacaron, la arrojaron al suelo y tras la golpiza sufrió una hemorragia. Dos superiores detuvieron el ataque y la llevaron a un hospital, donde se diagnosticó la pérdida del bebé. Ella huyó de la guerrilla embarazada.
Durante los cinco años que estuvo en Armenia, conoció por otros los efectos de la coca que ella raspaba; entendió que dos mujeres se podían besar; vio el primer televisor a color; aprendió a maquillarse; adquirió experiencia en tareas citadinas como coger un bus; pasó por el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar; empezó a estudiar; y tuvo un bebé.
En ese mismo lustro, nueve meses después de escaparse, la guerrilla la encontró y la obligó a cobrar extorsiones. Si no cumplía, mataban a la mamá, que mantenían en cautiverio, y seguían con las torturas, homicidios y desplazamientos de más familiares, como ya lo habían hecho con otros seis parientes suyos. Por segunda vez, fue guerrillera obligada.
En 2006, cuando su hija tenía 2 años, la Sijin capturó a Amparo y la envió a Bogotá. Allí le hablaron de la reintegración, como se la explican a todos los hombres, y la condujeron a una granja donde había desmovilizados de las guerrillas de las Farc y el Eln, también exparamilitares, donde la convivencia no fue tampoco fácil.
Si bien cree que la ACR ha superado algunos de los errores del pasado en la atención de los desmovilizados, esta mujer sostiene que hay personas que pasaron por la guerra que deben ser tratadas de manera diferente, entre ellas las mujeres violadas, pues son muy vulnerables.
“Al salir de allí, seis meses después, me dieron un millón de pesos, pero igual yo no sabía andar en Bogotá. Con mi hija en la casa, empecé a trabajar. Primero puerta a puerta y luego de mesera. Así conocí la vida de noche”, recuerda. Hoy, cuando todo ese infierno ha quedado atrás, asegura que en sus tres años de guerrillera, cinco de miliciana y ocho de desmovilizada, aprendió que la mujer no es igual al hombre ni en la guerra ni en la ciudad, una vez ha dejado las armas.
(*) Los nombres fueron modificados por razones de seguridad