En Riosucio, Chocó, un grupo de mujeres desafía la pobreza y el miedo. Y en el Valle del Cimitarra, los campesinos le ganaron a la coca con madera y vacas. Ambos ganaron el Premio Nacional de Paz 2010. Por Revista Semana
Las mujeres de Macoripaz lograron convercer a los muchachos de Riosucio de que esmejor estudiar que empuñar las armas. / FOTO SEMANA |
En Riosucio, Chocó, a orillas del Atrato, a unos 100 kilómetros del golfo de Urabá, los muertos flotaban como troncos astillados. Se contaron por cientos entre 1997 y 2005, cuando el último de los ejércitos asesinos se marchó. Eran días de una mudez que nadie se atrevía a romper, y la música que los guerreros de uno y otro bando ordenaban sonar a todo volumen era un festejo sin gracia. Con la lista de los hermanos, hijos, abuelos, tíos, padres, madres y esposos muertos, podría llenarse una pared de la iglesia del pueblo, de donde algunos llegaron a creer que Dios se había marchado en los peores años de la violencia.
Espantados, 5.000 de sus 18.000 habitantes huyeron por los canales del río, por entre la manigua, por donde pudieron correr, y buscaron refugio en Quibdó, al sur, y en Apartadó y Panamá, al norte. Los paramilitares, apoyados por unidades del Ejército y la Armada Nacional, les ganaron de mano el control de la zona a las Farc, que fueron dueñas del territorio por casi 20 años. Los gallinazos, atraídos por el hedor de las muertes, se quedaron a vivir en los techos de las casas. En 2000, desafiando el traqueteo de los fusiles, un grupo de mujeres decidió exorcizar el miedo. Nadie, salvo ellas mismas, creyó que pudieran lograrlo.
Escogieron llamarse Mujeres Riosuceñas Construyendo Paz (Macoripaz). Se veían tan frágiles que los hombres violentos escupían al piso y nada les decían cuando salían a las calles del pueblo a vender caldo de gallina para recoger su primer capital. Soñaban entonces con tener una sede, crear un taller de modistería para darles trabajo a otras mujeres y estimular a los estudiantes de los colegios del municipio para persistir y animarlos en la idea de que estudiar era mejor, mil veces mejor, que dejarse convencer de ser solado de la guerra.
Rosa Bessie Romaña, la fundadora de la asociación, tenía entonces 37 años y seis hijos. “La gente no veía un futuro, solo veíamos tinieblas y ruidos de disparos. Nosotras dijimos basta y comenzamos a soñar”, dice en un tono que no deja dudas. Ella vivía entonces en un pueblo aguas arriba, Pedeguita, también a orillas del Atrato. Un grupo armado, uno de tantos, con hombres de pasamontañas rojos, llegó disparando, y ella, que nunca se tomó demasiado tiempo para decidirse en la vida, se metió con sus hijos al baño flotante atrás de su casa, un armazón de tablas y techo de zinc, y rompió la tabla que lo mantenía unido al resto de la vivienda. “Ahora nos da risa, pero imagínese: yo y mis hijos en ese cuartico, donde nos bañábamos y hacíamos las necesidades, flotando a la deriva, hasta que llegamos a Riosucio”, cuenta ella. Entonces decidió no huir más y construir un futuro desde el presente más azaroso. Al principio, no fueron más que 20 mujeres. Insistieron tanto con el alcalde de la época para que les diera un auxilio, el que fuera, que el municipio terminó contratándolas como aseadoras de las calles, que en realidad más que barrer había que desmalezar. Desde entonces no han parado.
Nelly Cuesta, otra de las fundadoras de Macoripaz, cuenta que cada una ponía lo que podía: un libra de papas, una gallina, dos tomates, una cacerola, el fogón, un manojo de cebolla, y hacían caldo para irse a las afueras de las discotecas de Riosucio a vendérselos a los que celebraban. Algunos de ellos, justo los verdugos de sus hijos, esposos, padres. Con lo que ganaban, ahorraban para comprar bicicletas y ollas arroceras y ventiladores, que luego rifaban, megáfono en mano, en las esquinas anegadas del pueblo. Así fueron construyendo el milagro.
Hoy, 10 años después, Macoripaz es una asociación de 400 mujeres cabeza de familia, decenas de ellas viudas de la guerra. Su sede, en una calle inundada con las aguas de un Atrato ancho y feroz por culpa del peor invierno en años, es una casa de dos pisos, la más grande del pueblo, con paredes de abarco, cohíba, caracolí, roble, cedro. Ellas dicen que tantas maderas hablan de su propia naturaleza femenina: “Es que somos tan distintas y a la vez tan semejantes”, dice Viunis Palacio, otra fundadora.
Macoripaz lo ha ido logrando de a poco: tiene el taller de costura que siempre soñaron, se llama Marcormoda, y allí trabajan 80 mujeres cabeza de hogar, administran 75 restaurantes escolares y son gestoras culturales y deportivas. Todo lo bueno que pasa en Riosucio: fiestas, conciertos, competencias atléticas, conmemoraciones, marchas a favor de la vida, encuentros de bandas musicales, lo que sea que ocurra para enaltecer la vida, el respeto, la convivencia pacífica, esos valores pisoteados por años, tiene que ver con la asociación. En diciembre, por ejemplo, ocurre uno de los eventos más esperado.
Se trata de la exaltación de los mejores alumnos de los 12 colegios que funcionan en el municipio. Desde hace cinco años, en el coliseo del pueblo, los alumnos y los padres de familia asisten a una fiesta donde se entregan bicicletas, anillos de oro, teléfonos celulares y becas para estudiar inglés, a los niños más perseverantes de cada salón, unos 160 en total de todos los colegios. Pero además deben cumplir otra condición: “Ser ejemplo de comportamiento en sus barrios”, advierte Nelly Cuesta, quien es la tesorera de la asociación.
Jorge Andrés Sanmartín Pizarro, de 9 años, lleva dos años recibiendo el traído del niño Dios gracias a su excelencia. “La otra vez fue una bicicleta, ahora fue un anillo. Ser bueno es mejor”, dice el pequeño, rodeado de otra veintena de niños, todos exaltados por su compromiso académico. “Es que cuando se fueron los últimos paramilitares, esta era tierra arrasada, plantada de pesimismo. Lo que hicieron las mujeres de Macoripaz fue sembrarnos esperanza. Parieron vida para todos”, sentencia el profesor Jarold Marcelino Mosquera.
Cuando se enteraron de que la asociación era uno de los dos ganadores del Premio Nacional de Paz, las mujeres bailaron bajo la lluvia. Y no lo hicieron solas. La gente -hombres y niños, enterados del reconocimiento- salió de sus casas a bailar con ellas, los pies hundidos en el barro y el agua, por las mismas calles por donde los feroces señores de la guerra arrastraron a unos y a otros. Eran otros tiempos. De sequía y dolor.
¡Sobrevivientes!
Entre el calor y la manigua, a orillas del río Cimitarra, donde la luz escasea, el agua potable es un privilegio y las comunicaciones funcionan gracias a las cartas de papel y no a los celulares, se levanta una comunidad que desde hace 14 años sobrevive a los embates de la guerra. Allí, donde confluyen 120 veredas de cuatro municipios de Bolívar, Santander y Antioquia, hay cientos de campesinos que hablan con acento paisa, costeño, bumangués y tolimense, que le ganaron una partida a la violencia. Su gran orgullo es haber logrado, por sus propios medios, sustituir la coca por proyectos productivos. Por eso la Asociación Campesina del Valle de Río Cimitarra (Acvc) también ganó el Premio Nacional de Paz. Un premio que se ha otorgado durante 12 años consecutivos a comunidades que se resisten a la guerra, y que es organizado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (Pnud), por el periódico El Tiempo, la revista SEMANA, Caracol Radio, Caracol Televisión y la Fundación Friedrich Ebert, Fescol.
SEMANA viajó hasta Puerto Matilde, una de las veredas de la asociación que pertenece al municipio de Yondó y a la que se llega en invierno después de dos horas en lancha desde Barrancabermeja y después de 10 o 12 eternas horas en carro, si es verano. Aun así, sus habitantes dicen que esa vereda es cerca de todo, a comparación de otras a las que solo se llega después de andar un día completo en mula.
A pesar de las fuertes lluvias, Puerto Matilde no se hunde en el agua, sino en el barro. Todo el caserío huele a tierra y a humedad. Con zinc y madera que los mismos campesinos sacaron del monte, levantaron una veintena de casas donde duermen familias hasta de 10 personas. También pudieron construir una escuela de un salón y una tienda pequeña donde venden granos, jabones y aceite. Hay otra donde venden cerveza y gaseosa al clima, y una más donde se venden unos cuantos pantalonetas y camisetas.
Carlos Enrique Martínez, un veterano antioqueño ex concejal de la Unión Patriótica y que lleva más de 36 años en la región, cuenta su historia como fundador de la Acvc: “Comenzamos después de haber organizado una marcha campesina en septiembre del 96 hacia Barrancabermeja para exigir el respeto porque las balas de lado y lado no nos dejaban respirar. Ahí decidimos agremiarnos con las veredas de Remedios, Cantagallo, San Pablo y Yondó, para trabajar asociados. A los tres meses fundamos la Asociación, que nació para defender los derechos humanos y resistirnos a la violencia”.
Los tiempos de los que habla don Carlos eran cuando la zona se convertía en un campo de batalla si el Ejército se encontraba con el frente 24 de las Farc, o si los paramilitares del Bloque Central Bolívar se topaban con los guerrilleros de la columna Édgar Grimaldi Acosta del ELN. Era el infierno. Las matanzas, las desapariciones, los secuestros y las balaceras fueron por mucho tiempo el terror de cada día, y la ausencia del Estado hacía que la desesperanza y el miedo se impusieran en estas tierras tan lejanas.
Hace rato algo así no pasa. La tragedia más reciente fue el día en que el viejo Aicardo Ortiz Tobón apareció muerto en la finca que cuidaba, luego de que hombres del Batallón Calibío del Ejército dispararon contra él y lo presentaron como un guerrillero de las Farc, en julio de 2008. “Ese día nos rebotamos todos. Los militares lo disfrazaron, le pusieron un radio y un revólver. ¿Cómo un pobre anciano que lo único que hacía era cuidar una finquita de búfalos lo acusan de ser guerrillero?”, se pregunta don Carlos.
Según Luis Carlos Ariza, uno de los líderes de la comunidad, desde que se creó la Acvc los campesinos en Puerto Matilde se concentraron en la extracción de madera, la principal fuente de ingresos en este lugar. Ahora no se ven puestos de venta de hoja de coca en la mitad del caserío, como ocurría hace una década, sino palos de madera apilados en la ribera del Cimitarra, que se venden, cada uno, a 45.000 pesos.
También está la cría de búfalos, de ganado, los cultivos de maíz y la minería artesanal. “Ya estamos a punto de terminar el trapiche para sacar panela para consumo de nosotros y la melaza para las vaquitas”, dice mientras camina frente a una casa de madera en donde se alcanzan a ver los garabatos que una noche pintaron las Farc en una de sus paredes. “No a las bases gringas”, dice. Entonces Luis Carlos cuenta que hace unos cinco o seis meses el pueblito se despertó y se dio cuenta del letrero. No lo borran porque, según él, todos tendrían que ponerse de acuerdo para hacerlo.
Aunque no alcanzan a comprender la dimensión de ser galardonados con el Premio Nacional de Paz, don Carlos Martínez sabe que es una manera de quitarse una pesada cruz de encima. “Ojalá que el nuevo Presidente nos reconozca como una zona de reserva campesina. Ojalá muchos entiendan, de una vez por todas, que lo único que hemos hecho nosotros es sobrevivir”.
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