Padre de Divier y suegro de Ana María Sarría, dos de las 11 víctimas que dejó el operativo del Ejército el pasado 28 de marzo en el sur del país, este campesino denuncia irregularidades en el caso, intimidaciones y amenazas, así como inasistencia institucional en su tercer desplazamiento forzado.
Han pasado más de dos meses desde que el operativo del Ejército Nacional enlutó la vereda Alto Remanso, del municipio de Puerto Leguizamo, Putumayo, y desplazó a algunos familiares de las 11 víctimas mortales por falta de garantías jurídicas y de seguridad en su terruño, y la intranquilidad asedia a los sobrevivientes.
El que fue anunciado por el presidente Iván Duque como un contundente golpe a disidencias de las Farc, terminó siendo un ataque a población civil que realizaba un bazar para recaudar fondos para la comunidad, del que ahora poco se habla.
“Luego de la masacre hemos tenido temores frecuentes: en la moción de censura contra el ministro de Defensa, Diego Molano, nos señalaron y faltaron al respeto; familiares publicaron lo que sucedió con mi hijo y les bloquearon el Facebook; y vecinos que se quedaron en la vereda Alto Remanso dicen que el Ejército no se ha ido y que me están preguntado. Esas son intimidaciones y amenazas, yo tengo miedo de salir, las oportunidades laborales se me acabaron y no tenemos recursos para alimentarnos”, lamenta Argemiro Hernández, padre de Divier Hernández, uno de los muertos por el Ejército y quien se desempeñaba como presidente de la Junta de Acción Comunal. (Leer más en: El desamparo ronda a las familias del Alto Remanso)
Hernández y su familia abandonaron la finca de la vereda Alto Remanso, a la que llegaron hace tres años, el día siguiente del crimen de su hijo y su nuera, Ana María Sarría. Desde entonces, se han enfrentado a todo tipo de trabas institucionales para esclarecer el asesinato de sus seres queridos y salvaguardar sus vidas en Florencia, Caquetá.
Hasta la fecha, según denuncia este labriego, el Instituto Nacional de Medicina Legal no les ha entregado el dictamen de balística que permite reconstruir la escena del crimen ni los registros civiles de defunción que expide la Fiscalía General de la Nación.
Desde hace dos meses, las familias Hernández y Sarria se unieron para solicitar esa documentación y ante el silencio institucional la semana pasada interpusieron una acción de tutela ante la Fiscalía 11 de Mocoa para “solicitar copia de los registros civiles de defunción, de estos dos ciudadanos (Ana María y Divier), el cual es necesario para realizar trámites legales y judiciales en pro de la defensa de las familias y víctimas de esos hechos”.
A estas dificultades, se suma la incapacidad de la Unidad Nacional de Protección (UNP) de designar recursos, acorde a la situación, que protejan la vida e integridad de Argemiro. “Ellos me hicieron un estudio de riesgo y se dieron cuenta que estoy en peligro, pero lo que ofrecen no me sirve: un carro blindado, un chaleco y dos escoltas, pero yo salgo a rebuscarme la vida en la calle. Luego me ofrecieron un auxilio económico por tres meses, pero hasta el día de hoy no me han vuelto a llamar. Estoy totalmente desprotegido, no he recibido seguridad por parte de ninguna entidad”, detalla este campesino.
Desplazados por tercera vez
La familia Hernández ha sobrevivido a las amenazas y el desplazamiento forzado tres veces. El primer desarraigo ocurrió en noviembre de 2005 cuando la entonces guerrilla de las Farc llegó al municipio de Cartagena del Chairá, en el departamento de Caquetá, a imponer su ‘orden’. Este campesino cuenta que él hacía parte de la Junta de Acción Comunal de su vereda y que, tras varios desacuerdos con el grupo alzado en armas, fue amenazado y tuvo que abandonar su hogar.
“Nos fuimos para la ciudad y no denunciamos el desplazamiento por temor. La guerrilla nos encontró, me obligó a escriturarles por 25 millones y destruyeron los documentos originales. Yo trabajé esa tierra por más de 20 años, tenía 100 cabezas de ganado y en ese tiempo estaba avaluada por 100 millones de pesos. Hace unos años me acerqué al Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora), se dieron cuenta que ese terreno estaba a nombre mío y logré recuperar la documentación. El proceso está listo para la restitución, pero aún no me han resuelto nada”, cuenta Hernández.
Se trata del predio La Fortuna, de 94 hectáreas, que está ubicado en la vereda La Nueva Floresta, del municipio de Cartagena del Chairá, adjudicado por el antiguo Incora el 31 de julio de 1996, según consta en la Resolución 00411, que este labriego conserva con mucho celo, pues es la prueba de que alguna vez fue propietario.
La Unidad de Restitución de Tierras (URT) le confirmó a este portal que, efectivamente, Hernández solicitó en restitución el predio La Fortuna y su caso se encuentra en etapa administrativa, lo que quiere decir que está bajo estudio para ser presentado ante los jueces especializados en restitución de tierras.
Tras ser despojados, la familia Hernández se trasladó al Bajo Caquetá con la necesidad de continuar trabajando en el campo. Gracias al esfuerzo incansable de Argemiro y Gladis, su esposa, y motivados por sacar adelante a sus hijos, consiguieron su segundo pedazo de tierra en la que cultivaron y criaron bovinos, pero la guerra nuevamente los alcanzó en 2015.
“La guerrilla nos desplazó por segunda vez. La situación fue durísima porque nos fuimos de una parte de Caquetá para meternos en otra, y sucedió el mismo problema: yo no estaba de acuerdo con las ‘leyes’ de la guerrilla, continuaron las discordias, nos tocó dejar la finca y desplazarnos. Aquí sí denunciamos el desplazamiento forzado porque nos asesoraron, pero esta finca no está en proceso de restitución”, recuerda el labriego.
Luego de perder dos veces su hogar, la familia Hernández llegó a la vereda del Alto Remanso hace tres años, pero el pasado 28 de marzo fueron desplazados nuevamente, esta tercera vez por cuenta de quienes tienen la misión de garantizar la seguridad de colombianos.
“No solo perdimos nuestra casa, sino también parte de nuestra familia. Nosotros no hemos podido estar tranquilos ni en el campo, ni en el pueblo porque nos desplazó la guerrilla y ahora el Ejército. No sé cómo vamos a terminar, nos han arrebatado todas las opciones para sobrevivir”, se lamenta Hernández.
Las familias Hernández y Sarria denuncian que, hasta la fecha, no han recibido soporte económico ni atención psicológica por parte de las instituciones del Estado. Además, comentan que el Cuerpo Técnico de Investigación (CTI) de la Fiscalía se llevó el día de la masacre los 11 millones de pesos que fueron recaudados en el bazar por la venta de licor y comida, y que no los han querido entregar.
“Me ha llamado la comunidad a pedirme el dinero porque estaba a cargo de mi hijo. Cuando vi su cuerpo, los vecinos me alertaron que el CTI le sacó de la ropa el dinero. Yo les reclamé, pero respondieron que se la tenían que llevar y que la reclamara al otro día en Puerto Asís. Por el desplazamiento no he podido ir y ellos tampoco se han comunicado. Esos recursos tienen que devolverlos porque son de la comunidad”, resalta el campesino.
Ana María y Divier
Divier nació en Paujil, Caquetá, hace 35 años, y desde niño aprendió a trabajar la tierra y criar ganado. En 2012 se certificó en el Servicio Nacional de Aprendizaje (Sena) como profesional en Alimentación Bovina y actualización en Ganadería. Estaba casado con Ana María Sarria, quien tenía 24 años, pertenecía a la Iglesia Pentecostal y se dedicaba a las labores del hogar. Hace tres años, por invitación del padre de Divier, se trasladaron junto con sus dos hijos a una pequeña propiedad en la vereda del Alto Remanso.
“Yo les negocié la casita cerca a la rivera del río Putumayo. Yo los llevé a ese territorio por un mejor futuro. Mi hijo trabajaba construyendo casas de madera y le iba muy bien. Hace año y medio, la comunidad lo eligió como presidente de la Junta de Acción Comunal por su honradez, colaboración y capacidad de liderazgo”, recuerda el papá de Divier.
Además de estas labores, Divier se dedicaba a la pesca y los cultivos de plátano, yuca y maíz. Diariamente, Ana María lo apoyaba en las labores de la Junta de Acción Comunal y se responsabilizaba de llevar los documentos de identidad de los dos en un bolso donde también cargaba la Biblia.
Hernández comenta que los grupos armados, legales e ilegales, siempre revisaban las cédulas y que el día de la masacre el Ejército desapareció del bolso de Ana María las identificaciones de esta pareja.
“Ellos se llevaron las cédulas y no nos las quisieron entregar. Entonces nos tocó solicitar los registros de nacimiento para demostrar las identidades de ellos, desmentir que son guerrilleros y también para reclamar los cuerpos en el Instituto de Medicina Legal. Ana María murió embarazada, tenía dos meses. Los niños quedaron huérfanos, el niño de 3 años lo tiene la familia de ella y la niña de seis años la tenemos nosotros ”, agrega este campesino.
Hace pocos días, el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) se contactó con las familias Hernández y Sarría, pero no determinaron ayudas para la manutención de los dos menores de edad. “Ellos debieron de estar presentes con un programa inmediato para la alimentación. Al menos una avena o una leche, pero no colaboraron con absolutamente nada. Solo tomaron los datos, se fueron y no volvieron a llamar”, reprocha Hernández.
Alejandro Sarria, padre de Ana María, afirma que este ha sido un proceso doloroso al que no le han podido dar cierre y en el que se sienten completamente desprotegidos: “Nosotros queremos que esto no quede impune. No vamos a esconder la cara, pero sí tenemos temor porque es una denuncia contra el Estado por lo que cometió el Ejército”.