Este miércoles DeJusticia publica Que nos llamen inocentes: testimonios de detenciones arbitrarias desde El Carmen de Bolívar, un completo informe sobre las capturas masivas de campesinos en ese municipio de los Montes de María, quienes fueron encarcelados y dejados en libertad posteriormente por falta de pruebas. El documento recoge los testimonios en viva voz de 19 víctimas, el cual también pretende ser un insumo para la Comisión de la Verdad.
A continuación, reproducimos el relato de Gina Paola Rodríguez Peña, quien a sus 31 años es una sobreviviente del conflicto armado y del uso arbitrario del sistema judicial durante los años de guerra.
Yo crecí en El Verdún, un caserío de aquí de El Carmen que terminó destruido por los grupos armados y quedó abandonado. Nosotros nos vinimos en el 92, después de que mataron a mi hermano, y recuerdo que luego hubo muchas masacres, no sé de cuánta gente, pero sí muchos muertos en El Verdún. Solo hasta hace como cuatro años, que volví, vi que la gente está formando nuevamente sus casas, que volvieron a sembrar por ahí cerca.
A mi hermano Elías lo mataron un día en un billar. Estaban tomando y llegaron los guerrilleros y mataron a todo un grupo. A raíz de eso, nos llenamos de miedo; mi mamá no dormía, mis hermanos tampoco. No era una vida tranquila. Yo estaba muy pequeña, tendría siete años, pero recuerdo todo.
Llegamos a El Carmen con una mano atrás y otra adelante. Pasamos muchahambre. Mis hermanos mayores se fueron al mercado y se ofrecieron para limpiar las verduras. Con lo que recogían comíamos todos. Mientras tanto, yo iba al colegio. Mi papá se deprimió mucho porque él era una persona del campo, acostumbrado a trabajar la tierra, además era mayor y murió al año de habernos mudado. Yo sé que fue a raíz de lo que vivimos. Después de un tiempo, mi mamá se puso a trabajarle a una señora, haciéndole el aseo y las cosas se tranquilizaron.
Mi mamá siempre trató de sacarnos adelante y así lo hizo. A pesar de que no vivíamos con riquezas, éramos felices a nuestra manera; porque estábamos juntos, echando para adelante.
Yo estudié hasta séptimo y ahí me retiré. Mis hermanos se casaron, cogieron vidas diferentes, se fueron a Barranquilla. Yo me quedé con mi mamá y a los 15 años le empecé a trabajar a una señora en la casa, cocinando. O mejor dicho, aprendiendo a cocinar. También le cuidaba los niños. Estaba trabajando con ella cuando me detuvieron.
En el 2002, en los Montes de María, todo el mundo tenía que entrarse a la casa temprano. Tocaba llegar antes de las seis de la tarde porque había mucha violencia, de a tres o cuatro muertos diarios. Era horrible. Los grupos armados se metían al pueblo y saqueaban las tiendas. También reclutaban jóvenes. Se vivía siempre con miedo. Aquí en el barrio un día nos acostamos y en la mañana encontramos las casas marcadas con las letras AUC y un montón de panfletos. Otra noche se metieron a una casa y sacaron a varias personas; mataron como a cinco delante de las familias. A eso luego se le sumaron los falsos positivos de detenciones. Entonces, el que salía a la calle después de las 6, salía dispuesto a que le pasara cualquier cosa. Los que trabajaban en las noches, como los vigilantes, preferían quedarse hasta el otro día en el trabajo y no salir a media noche, porque nadie quería estar en ninguna parte después de que oscurecía.
Yo estaba trabajando donde la señora y me vine como a las siete de noche. Eso fue el 25 de septiembre del 2004, el día del amor y la amistad. Yo ese día tenía como una tristeza encima, algo inexplicable. Aunque yo sé que a mí la violencia me volvió una persona un poco triste, difícil. El caso es que llegué aquí, estaba muy triste y quería acostarme. Como a la una de la mañana me desperté, escuché a los perros que ladraban mucho. Me asomé por la ventana y alcancé a ver a la Policía parada ahí en esa esquina. Y vi que iban de aquí para allá. Yo nunca me imaginé que lo que estaba pasando tenía que ver conmigo. No reaccioné y me volví a acostar, y cuando me estaba quedando dormida, ellos tocaron la puerta. —¿Quién es? —pregunté. —Policía Judicial, prenda los focos—. Prendí el foco de la calle y, con miedo, abrí la puerta. Yo les dije: —A la orden.
Me quedé mirando a los policías para ver si realmente eran policías. Después vi que uno de ellos era un vecino. —Tenemos una orden de allanamiento —dijeron. Yo me asusté mucho, pero reaccioné con rabia. Ellos entraron y empezaron a
revolver la casa. —Dónde tiene la orden de allanamiento —le pregunté. —Después
se la muestro —me respondió. —Usted no va a encontrar nada aquí porque yo no
tengo nada guardado —le dije.
Luego llegó la fiscal con un libro en la mano y me preguntó: —¿Cómo es
tu nombre?—. Y yo con rabia le dije que cómo así, que se suponía que ellos eran los
que tenían que saber cuál era mi nombre. —¿Por qué carajos te tengo que dar mi
nombre? —le dije. —Porque estás solicitada por la Fiscalía de Cartagena y me tienes
que acompañar.
Entonces les pedí la orden de captura y me dijeron que en Cartagena me la
mostraban. Me cambié la pijama y me fui con ellos. Cuando íbamos bajando por la calle vi en la esquina al par de encapuchados, dos informantes que me habían señalado.
De aquí del barrio se llevaron como a cuatro, conmigo. Pero el bus que estaba parado en la carretera tenía muchas personas, que habían recogido de los diferentes barrios. Yo tenía muchas ganas de vomitar; tenía 17 años y un mes y medio de embarazo. Me comenzó a doler todo, pero la fiscal decía que eso era mentira, que yo no tenía nada, que eso eran puras pataletas de niña culicagada.
Un soldado vino y me dio un Dolex. Y me iban a poner… no sé cómo se llama eso, como unas cosas de plástico, como unas esposas. Yo me puse brava y les dije que no me iba a dejar colocar eso, que yo no era ninguna delincuente. —Además ustedes están acostumbrados a llevarse personas sin darles explicación —les grité. Entonces la fiscal me dijo: —La explicación es que tú eres una guerrillera—. Yo me quedé sin palabras.
Nos llevaron a una bodega de la antigua tabacalera, por el sector de Gambote, donde, si no estoy mal, en ese entonces funcionaba un puesto de Infantería. Allá un soldado me dijo: —¿Sabes cuánto vales tú?, por ti pagaron 70.000 pesos—. Luego me di cuenta de que el que me había incriminado era un muchacho del barrio que estaba enamorado de mí y yo nunca le quise parar bolas.
Finalmente me pusieron esas esposas y me senté apartada. Había muchas personas tiradas en el suelo, otras golpeadas. Fuimos 74 detenidos en una sola noche. Nos insultaban y a algunos les metían la cabeza en unos tanques con agua que para que hablaran, porque “ellos eran sapos”.
Yo no sabía qué hacer. No sabía si realmente me iban a llevar a Cartagena, como me habían dicho, o si lo que seguía era matar a todas las personas que estaban ahí, incluyéndome a mí. En ese momento ya había uniformados de la Infantería de Marina y de la Policía.
A las siete de la mañana recogieron a todo el mundo y nos subieron en un bus para llevarnos a Malagana. Y cuando estábamos en el bus, subieron a unas personas. Esas personas empezaron a señalar a todo el mundo, diciendo que eran guerrilleros. No estaban encapuchados, tenían la cara pelada. Entonces uno me dijo a mí: —¡Tú eres la mona. Tú eres la mujer de Martín Caballero—. ¡Estaba sorprendida! Me paré: —¿¡Yo!? ¿Tú me conoces a mí —. Contestó: —Sí, sí, claro. ¡Tú eres la mona!, la mujer de Martín Caballero—. Me dio risa, me dio rabia. Intenté darle una bofetada, pero el policía me sentó. Yo le dije: —¿Qué me ves tú de mona?—. Yo tenía el cabello negrito, negrito. Y le dije: —No conozco a Martín Caballero; ni siquiera sé quién es—. Bajaron a esa persona de ahí y arrancamos.
Cuando llegamos a Malagana nos llevaron a un kiosco. Iban llamando persona por persona para cogerle las huellas, para tomarle foto y así se fue el día. Estábamos cuatro mujeres. Nos consiguieron dos colchonetas para que nos acomodáramos ahí y durmiéramos las cuatro. Esa noche lloré. Dormí por primera vez en mi vida en el suelo; me acosté sin comer, sin bañarme. Escuchaba a los hombres llorando también. Esa fue una situación horrible.
Al día siguiente dijeron que como a las ocho de la mañana iba a llegar la prensa. Fue cuando nos colocaron en fila a todos, en una cancha de básquet, para que todos saliéramos en la foto. Yo no quería y los soldados me decían: —Ahí te vas a quedar en ese puesto. Eso debiste haberlo pensado antes de ser guerrillera—. Tomaron fotos como quisieron. Grabaron también para televisión; ahí sí salí yo. Mi hermana me vio pero a mi mamá no la dejaban ver las noticias para que no me viera. Y empezó mi pesadilla.
Me llevaron a la cárcel de San Diego y allí duré una semana. Cuando llegué, tenía miedo. Todo el mundo me miraba. En esa cárcel vi cosas que no le asombran a la juventud de ahora, pero 15 años atrás uno no veía personas drogándose en la esquina. Me sentía impotente, más llena de rabia y me preguntaba por qué me había pasado eso a mí. Lloré mucho. Duré una semana ahí, hasta que nos sacaron y nos llevaron a unas de nosotras a la Fiscalía donde, luego, me hicieron revisar de un funcionario de Medicina Legal.
Él empezó a revisarme las manos y me dijo que me alzara la blusa. Quería que yo me quitara la blusa y le dije que no me la iba a quitar. Me revisó la boca y me dijo que era una grosera, que tenía que dejarme revisar. Yo le dije que no, que no tenía por qué decirme que me quitara la blusa. Entonces me dijo: —Si a mí me da la gana, tú te pudres en una cárcel—. Le dije: —Si en sus manos está que me pudra en una cárcel, entonces hágalo—. Lo dejé hablando y me salí y me quejé con la fiscal. Le dije que quería que me revisara una mujer. Vino entonces una doctora que les confirmó que yo era menor de edad pero, a pesar de eso, me llevaron de nuevo a la cárcel. Allá siempre fui mal vista, porque era como esas personas que no demostraban el dolor. Siempre me mantuve así, rebelde. Como a los cinco días me dijeron que recogiera todo. Me llevaron para un lugar que se llamaba Niños de papel. Era un hogar sustituto para niños abandonados que quedaba en el barrio El Bosque, en Cartagena.
Allá me dijeron que yo no podía decir nada, que no explicara por qué estaba ahí. Ahí sí lloraba mucho. Ya no tenía que parecer esta persona fuerte, ya sentía que nadie me iba a hacer daño. No quería comer, pasaba todo el día encerrada en el cuarto. Me sentía en un lugar seguro, en el que podía dejar salir el dolor.
Allá estuve desde principios de octubre y hasta el 4 de diciembre del 2004, cuando me llevaron a los juzgados. La intención de la jueza era condenarme desde un principio. No me dio la oportunidad de defenderme y solo me acusaba con afirmaciones, en lugar de hacerme preguntas. Me dijo que tenía la declaración de alguien que me incriminaba y me hicieron varias acusaciones. Me acusaron de participar en cobros de vacunas; decían que yo era la jefe. También me acusaban de marcar casas con las iniciales de las FARC y de participar en el robo de 1.000 cabezas de ganado de una finca entre San Jacinto y San Juan. Yo no entendía de dónde salían tantos detalles de cosas desconocidas. La indagatoria terminó y sentí que nunca pude defenderme. No me creían. Me llevaron nuevamente a Niños de papel.
Como a los cinco días llegaron una persona del Bienestar y otra de los juzgados. Ahí me llevaron una notificación de que me habían condenado a no sé cuántos días, no recuerdo bien cuántos. Primero, la persona del Bienestar me leyó una cantidad de cosas; después, la señora del juzgado comenzó a leer y fue tal mi desconcierto que no supe cómo reaccionar. Me paré de ahí y me fui. Mi familia no sabía mucho sobre las leyes, y la que tenía que decirme era la abogada que tenía asignada en ese momento, pero no lo hizo. El papá de mi hijo se dio cuenta de que las cosas no estaban funcionando y habló con un abogado que sí me ayudó.
Él recopiló todo el caso y pidió que nos presentáramos de nuevo ante el juez exponiendo cada una de las veces que el Estado había violado mis derechos y el juez me dio la libertad para después de Carnavales. Tenía casi cuatro meses de embarazo y mucho miedo de regresar a la casa; sentía vergüenza.
Gracias a Dios llegué a mi barrio y los vecinos me recibieron bien. Ahí me dije, ¿yo por qué tengo que andar con la cabeza agachada, si no he hecho nada de lo que pueda avergonzarme? De igual forma, yo no tengo la culpa de lo que me pasó.
Muchos creyeron en mí. Otros se alejaron un tiempo y otros no volvieron a hablarme. Ya mi vida no podía ser la misma. Yo salía con miedo, no me atrevía a salir de aquí. En las noches no dormía. Lloraba. Tenía una vida súper amarga. Mi mamá me veía sentada en la cama llorando, y cuando me veía sufrir, ella sufría. Había días que yo quería salir sola y probarme que no me iba a pasar nada, que yo debía superar ese miedo. Pero no, no podía. Siempre vivía con ese miedo, cuando escuchaba a los perros que iban ladrando por ahí, yo me decía: “¿Será que alguien viene? ¿Será que me van a hacer un daño peor?” No quería que mi hijo se quedara solo.
Me demoré años en pasar la página. Ya puedo hablar del tema, ya salgo sola, viajo sola. Me fui quitando el miedo. Aunque la personalidad me cambió, yo sé. A mí nada me gusta, todo me molesta. Es que a pesar de que me crié con limitaciones y en la pobreza, antes de todo esto yo era feliz a mi manera.
Yo tengo una amiga que me dice: —Cuando tú te reías yo te escuchaba al otro lado de la calle—. De esa persona no queda ni la mitad. Sé que tengo mucho resentimiento. Pero yo siempre he dicho que mis tristezas son mis tristezas y nadie tiene que cargarlas. Por eso yo no salgo de aquí a ninguna parte. Yo he ido evadiendo mi realidad. No he vuelto a trabajar.
A veces cuando uno habla, como en este momento, se siente alivio. El peso se va yendo. A mí me gustaría acceder a algún tipo de atención psicosocial; sé que muchas de las personas que pasamos por esto la necesitamos.
Yo, por miedo, nunca quise buscar justicia. Porque unas personas me dijeron que si demandaba, el mismo Estado me iba a hacer daño. Pero, con el tiempo, he querido que mi historia se sepa, para que no se repita.
Siempre quise ser enfermera. Mi hermanita me dice que todavía estoy a tiempo. Y todavía siento las ganas de estudiar, de salir adelante. Y miro para atrás y digo que yo tengo que ser ejemplo para mis hijos. Que ellos vean que sí se puede salir adelante. Quiero ser una persona más fuerte.