El próximo 13 de marzo los sobrevivientes y familias del equipo del CTI en Tibú, atacado en 1996 por las guerillas, conmemoran 20 años de la tragedia. Dos décadas después siguen sin ser reparadas y su caso sin una sentencia judicial.
Laura Pradilla siente entre tristeza e indignación. Hace una semana le tardó horas llamar a los teléfonos de la Fiscalía y a que la pasaran de extensión en extensión mientras lograba averiguar en qué despacho y cuál era el estado judicial del caso de su esposo, Gustavo Franky Rico Muñoz, y el de otros cinco colegas. Todos era funcionarios del CTI de la Fiscalía que fueron atacados con sevicia el 13 de marzo de 1996 por guerrilleros del Epl y el Eln en Tibú, Norte de Santander, mientras investigaban los delitos que ocurrían en la convulsionada región del Catatumbo.
“Una funcionaria se compadeció y me dijo que ella se comprometía a averiguarme. Me dijo que el caso fue enviado a Bogotá y que ahora lo asumió un nuevo fiscal”, relata Pradilla con descontento, pues hace justo más de un año los sobrevivientes y familiares guardaban la esperanza de que su caso fuera presentado en audiencia ante los Tribunales de Justicia y Paz. La tragedia de estas familias y la situación en que se encuentran dejan abiertos varios interrogantes de cara a los Acuerdos de La Habana, que en el punto de Víctimas promete el funcionamiento de un Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y Garantías de No Repetición. En diciembre de 2015, la Mesa de Negociaciones coincidió en que para lograr la “paz territorial” es clave otorgar medidas de reparación integral a las víctimas del conflicto armado colombiano.
Pero el caso de la comisión judicial de Tibú es un ejemplo de que esa promesa difícilmente podrá pasar del papel a la realidad. Por lo menos así lo aseguran los funcionarios que sobrevivieron a la masacre y sus seres queridos. Después de veinte años se han encontrado con múltiples tropiezos. Recién ocurridos los hechos, ninguno recibió atención psicológica ni psiquiátrica, las ayudas de emergencia fueron escasas, a unos les abrieron “procesos disciplinarios” por abandono del cargo y por no entregar el inventario de la oficina, y a otros en su momento les dijeron que sólo los podían trasladar a otra selva, el Amazonas.
Unos silenciados por las balas, otros por el olvido
Pasados los años, la situación tampoco mejoró: las complicaciones de salud desencadenaron en diciembre de 2011 la muerte de Gustavo Franky Rico, el coordinador del equipo que milagrosamente había sobrevivido a trece impactos de bala. Su esposa y sus dos hijos tuvieron que trabajar con las ‘uñas’ para sostener los gastos médicos de dos años de hospitalización, la manutención de la familia y el estudio de los niños, que ahora son jóvenes.
“En veinte años nuestra familia ha recibido en ayuda humanitaria 270 mil pesos una vez; y otra de 645 mil pesos. Hace unos días recibimos una carta de Todos por un nuevo país en la que nos manifiestan que el ‘Estado colombiano siente profundamente que hayamos sido afectados por la vulneración de los derechos en el marco del conflicto armado’. Pero nadie sabe la necesidad que una familia vive tras una tragedia, los daños ocasionados, las secuelas y cómo nuestros hijos se enfrentan a tropiezos y a seguir sus estudios sin ayudas”, relata Pradilla. La carta a la que se refiere fue firmada el 18 de febrero de 2016 por Paula Gaviria, directora de la Unidad de Víctimas, sin que en ésta haya claridad de cuándo y cómo va ser la reparación. (vea la carta aquí)
Carmen Rondón de Díaz, la mamá de Quintín Díaz, el joven investigador que murió el mismo 13 de marzo por las complicaciones de las heridas, relata que desconoce si existe o no un proceso judicial. “Una vez nos enteramos que hubo citación en Justicia y Paz pero nos enteramos tarde. Yo sólo he ido a orar, cuando nos avisan que hay misa”, dice la mujer de 86 años que tras la muerte de Quintín, su hijo menor, decidió no vivir más en el primer piso de la casa para evitar que la atormentaran los recuerdos.
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Rondón cuenta que ha dado múltiples declaraciones a las autoridades, “me hicieron tres carpetas con papeles que para enviar a Bucaramanga para reparación de víctimas del conflicto armado y no sabemos nada”. Carmen se sostiene económicamente de un ‘milagro’ pues vivió durante 18 meses del dinero que sus hijos podían reunir, pues Colpensiones tardó en reconocerle la pensión que heredó de su esposo, también llamado Quintín, quien falleció por las complicaciones de un cáncer. El sistema de pensiones le reconoció el derecho hasta mayo de 2015 y lo primero que hizo fue reunir el millón 300 mil pesos que le pedían en una funeraria de Cúcuta para guardar las cenizas de su hijo, pues tras una orden municipal éstas no podían continuar en la iglesia San Juan Bautista.
Fanny Martínez, una hermana del también investigador Javier Martínez Vila, asesinado el mismo 13 de marzo también por las múltiples heridas de bala que recibió, coincide con Pradilla y Rondón en que no ha habido justicia ni reparación. Su familia interpuso una demanda contra el Estado pero la justicia falló en contra. “Pese a que suministramos todas las pruebas demostrando que estaban amenazados y que habían sido acribillados por grupos al margen de la Ley”, cuenta Martínez.
Yesid Duarte, un sobreviviente de la masacre, afirma que “las víctimas hemos sido olvidadas. Creo que una forma de reparación es que el Estado les garantizara a los hijos de las familias un trabajo, una estabilidad laboral”. Duarte explica que pese a que se profesionalizó, realizó posgrados y sobre todo al ser sobreviviente de una masacre en el ejercicio de su trabajo, tras 22 años de experiencia profesional las oportunidades de ascenso son escasas.
Para Duarte es incomprensible que el caso no haya tenido todavía sentencia judicial cuando “ya se sabe quiénes fueron los autores materiales y ya confesaron los crímenes”. Aunque el expediente estaba archivado desde febrero de 2002 en la Fiscalía 2 Especializada de Cúcuta, este fue retomado una década después por la Unidad de Justicia y Paz tras la desmovilización individual de Félix María Quintero Carrillo alias ‘Sebastián’ o ‘Roldán’, excomandante del Frente Libardo Mora Toro del Ejército Popular de Liberación (Epl). En octubre de 2012, ‘Sebastián’ aseguró que la masacre fue coordinada junto al Frente Carlos Armando Cacua del Ejército de Liberación Nacional (Eln), porque los seis investigadores representaban una ‘amenaza’ para las guerrillas. El CTI investigada los delitos en la zona.
Por información extra oficial, las familias saben que el proceso le fue retirado al Fiscal que llevaba más avanzado el proceso y que ya les había anunciado que la primera audiencia podría ser durante el segundo semestre de 2015. “Sabemos que ese Fiscal ya no lleva el caso y que el proceso fue enviado a Bogotá”, explican varias de las víctimas, mientras Duarte reitera el cuestionamiento de por qué el expediente pasa de mano en mano sin que vaya a juicio.
Jaime Ávila, otro de los sobrevivientes, explica “que ha tocado todas las puertas y realizado todos los trámites administrativos y judiciales” buscando justicia y respuesta sin logro alguno. Su situación laboral después de la masacre no ha sido fácil: al principio ninguno de sus colegas quería trabajar con él porque lo llamaban la “papa caliente”, como poniendo en duda por qué habían atentado contra su vida, y años más tarde, pese a dar los mejores resultados en operativos y diligencias judiciales, fue declarado “insubsistente”.
“Todo en el papel parece bonito pero soy escéptico de que nos vayan a reparar. Esto es una burla. El Estado espera que uno como víctima se canse”, dice Ávila, agregando que el trato que reciben es como si solo fueran un número en una base de datos nacional: “Cada diligencia son filas y filas enormes. Cuando uno logra el turno, le piden la cédula, buscan y responden: no ha salido nada, toca que siga esperando, que pase el siguiente”.
Con la misma decepción habla Juan Carlos Romero, otros de los investigadores que logró sobrevivir al fatídico día. “No nos han prestado la atención debida. ¿Qué sucedió con nuestras familias, si estamos trabajando, si pudimos salir adelante? No hay todavía respuestas acertadas en la justicia de nuestro caso. Uno siente que esto es una burla y que las víctimas pasamos a un segundo plano en medio de las promesas de paz y de los escándalos que durante los últimos días han publicado los medios de comunicación”.
Verdad Abierta se comunicó con la Oficina de Prensa de la Unidad de Contexto de la Unidad de Justicia y Paz de la Fiscalía pero antes de publicar esta historia no logró una respuesta. La Unidad de Víctimas quedó pendiente de pronunciarse sobre tres aspectos: si tenía conocimiento de las reclamaciones de las seis familias, si en la actualidad implementaba planes de reparación colectiva o individual para funcionarios judiciales víctimas, y qué programas tenía planeados a la luz del posacuerdo.
Aunque las seis familias viven en ciudades distintas y tratan cada una de hacer esfuerzos en la búsqueda de la justicia y la reparación, esperan que por lo menos en la conmemoración de los 20 años de esa tragedia que marcó sus vidas, el gobierno, la sociedad y los medios de comunicación tengan presente sus historias. Laura Pradilla propone, por ejemplo, que el Estado elabore una placa en memoria de estos funcionarios judiciales que fueron atacados y asesinados en el ejercicio de su trabajo. “Esta es una medida para que sean recordados no sólo por sus familias sino por la comunidad a la que sirvieron”, concluye.
La historia que contiene los detalles de la masacre contra los funcionarios del CTI en Tibú fue publicada en web y en el libro ‘La vida por la justicia’, que desarrolla otra 12 crónicas sobre funcionarios ejemplares que fueron asesinados, desaparecidos y perseguidos por ejercicio de su labor en zonas de conflicto armado.