Un día antes de cumplir 19 años, este joven murió, según registra el Certificado de Defunción, en un enfrentamiento con el Ejército en Caquetá. Los hechos habrían tenido lugar el 6 de marzo de este año, cuatro días después del bombardeo a un campamento de disidencias de las Farc en zona rural del municipio de Calamar, Guaviare. La búsqueda de respuestas le ha generado amenazas a su familia.
Adentro de una casa de rejas blancas que dan contra una calle destapada en el municipio de San José de Guaviare, hay dos niños vestidos de manera idéntica: pantalón amarillo recogido hasta la rodilla y camiseta con pintas de animales de safari africano. Corren agarrados de las paredes verde menta descascaradas. Caen sobre el piso agrietado de cera roja. Juegan en aquel hermetismo de la niñez que difumina todo a su alrededor. Incluso, el dolor.
Luz Dary Herrera, la abuela de los niños, sentada en una silla plástica, enseña más sus hombros con ese vestido de orquídeas que usa, que sus ojos. Su mirada se extravía en algún lugar del zaguán, mientras sus párpados se van humedeciendo entre cada frase que su hija Paola evoca sobre la vida de su nieto Marlon. Sobre su corta vida.
Uno de los hijos de Paola, el de seis años, se percata del silencio de su abuela y tras unos pasos cortos ya estaba colgado de su cuello.
—Te quiero —le dice el niño.
—Yo te quiero más —repone la abuela mientras iba perdiendo la capacidad para retener las lágrimas entre un abrazo mudo.
De un pretexto se sirve Luz para ir a la cocina y recobrarse en privado. ¿Qué pensaría aquella mujer de 55 años mientras se acomodaba las lágrimas y escuchaba en el fondo a Paola hablando de la muerte de Marlon? A su regreso se limita a quedarse junto a los nietos que aún puede cuidar. Amar.
Ya no es sólo el dolor, también la angustia se apoderó de la familia Mahecha. Las preguntas que Luz y Paola plantean sobre las inconsistencias que rodean la muerte de Marlon, según les dijeron el 6 de marzo de este año, pocos días después del bombardeo al campamento de una disidencia de las Farc en Calamar, Guaviare, ha puesto a la familia en riesgo.
En contexto
Desde el 8 de julio de 2016, el Frente Primero de las Farc, a través de un comunicado, hizo pública su intención de bajarse del barco del Acuerdo de Paz y seguir en la lucha armada en los departamentos de Guaviare, Caquetá y Meta en cabeza de Miguel Botache Santillana, alias ‘Gentil Duarte’. (Leer más en: Disidencias de las Farc, una realidad prevista).
La Defensoría del Pueblo y las mismas Fuerzas Militares han denunciado el reclutamiento de menores por parte de las disidencias comandadas por ‘Gentil Duarte’. “Si bien haya sido un guerrillero o no —dice Paola refiriéndose a su hijo Marlon—, el gobierno está en la capacidad, tiene la capacidad, tiene las herramientas para saber si en un sitio de estos hay o no hay menores de edad”. Ella habla sobre el bombardeo porque es el hecho del que más información ha conocido, pues el evento en el que le informaron que su hijo murió es un misterio.
Eduardo Álvarez Vanegas, analista del conflicto, recuerda las fuertes redes familiares que se han tejido durante años en esta región alrededor de la vida guerrillera y la normalidad con la que adolescentes se vinculan a grupos armados ilegales. Casos en los que muchas veces la vinculación no se da de manera violenta, sino promovida desde los mismos jóvenes al ver pocas oportunidades en sus contextos.
“El Estado colombiano cuenta con diferentes inteligencias: inteligencia civil, inteligencia militar, inteligencia policial. Tiene un sistema de Alertas Tempranas de la Defensoría del Pueblo, están los organismos internacionales, principalmente UNICEF (Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia) y la Oficina de la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH), y demás organizaciones que han alertado hasta la saciedad sobre el fenómeno de reclutamiento, especialmente en estas zonas”, arguye Álvarez y precisa que por más uniformado y encampamentado que pudiera estar un adolescente, es considerado población civil.
Muy a pesar de ello, en declaraciones dadas a Caracol Radio, el general Jorge Isaacs Hoyos Rojas, comandante del Comando Conjunto de Operaciones Especiales (CCOES), categorizó a los menores en las filas de las disidencias como “combatientes armados ilegales”. En la cabeza de Paola y de los niños de la región del río Guayabero están marcadas frases como “máquinas de guerra”, que le cobraron una lluvia de críticas al ministro de Defensa, Diego Molano.
“Y encima les dijo, como un alcalde me parece (pensando en Molano), que eran máquinas destructoras”, reprocha desde Nueva Colombia, Vista Hermosa, un niño de 10 años junto a la tumba de Jhonatan Sánchez Zambrano, de 19 años de edad, quien murió en el bombardeo de Calamar. Como si se tratara de las tablas de multiplicar, los niños del Guayabero recitan a detalle las vidas que se fueron tras las bombas y cómo todo se lo llevó el fuego.
El 2 de marzo de 2021, las Fuerzas Militares de Colombia ejecutaron un operativo contra un campamento de las disidencias de las Farc que se encontraba asentado en inmediaciones del río Ajajú, en la vereda Buenos Aires, del municipio de Calamar, Guaviare, en límites con el municipio de Solano, en Caquetá.
Rápidamente el bombardeo cobró relevancia por denuncias de las comunidades de la región que advertían que en el hecho habían muerto menores de edad y que el senador Roy Barreras visibilizó a través de su cuenta de Twitter. Días después, el Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses se encargó de aclarar las identidades de ocho cuerpos, varios con edades comprendidas entre los 19 y 25 años.
El 11 de marzo, Paola Mahecha se presentó en la sede de Medicina Legal de Villavicencio por dos cuerpos que ingresaron como “bajas guerrilleras en combate” supuestamente durante una confrontación con tropas del Ejército en Caquetá. Su hijo Marlon Mahecha, de 18 años, era uno de los cadáveres.
Mucho dolor
El patio de la casa de la familia Mahecha queda en el fondo. Trozos de madera, juguetes, cascos de construcción y ropa de los niños son algunos de los objetos regados en el lugar. Desde allí, el ruido del jueves por la tarde apenas se escucha. En una esquina, Paola, ojos negros y cabello trenzado, fuma un cigarrillo. Mira las cámaras, se enjuga las lágrimas y pregunta qué le van a preguntar, pero sabe perfectamente lo que quiere decir. Teme que si sigue en silencio algo peor pueda ocurrir.
Paola creció en Villavicencio junto a su familia llanera. A los 15 años quedó embarazada de su primer hijo y, desde entonces, no volvió a saber del padre. Seis meses después de tener a Marlon Stiven, de piel morena y con los ojos de su madre, se fue a trabajar a la región del río Guayabero, límite natural entre los departamentos de Meta y Guaviare.
“Mi niño era un muchacho muy extrovertido —recuerda Paola—. Demasiado hiperactivo. Casi a toda hora estaba sonriendo. Muy persona, muy colaborador. De esas personas que llega alguien a la casa, necesita algo y él decía ‘miremos cómo podemos solucionar o ayudar’”.
La familia recuerda que Marlon prefería hacer del estudio un conocimiento práctico y no se adaptaba a los sistemas convencionales de enseñanza. A sus 14 años, en un impulso rebelde, mientras cursaba séptimo grado, dejó el colegio y se puso a trabajar en labores del campo en la vereda Nueva Colombia, del municipio de Vistahermosa, Meta.
Su madre trabajaba con ahínco para brindarle sustento a los otros tres hermanos de Marlon y para 2019 se sumó el hecho de sobrevivir en zona urbana de San José del Guaviare, en donde empezó a trabajar con la Fundación por la Defensa de los Derechos Humanos del Centro y Oriente de Colombia (DOHC); complementaba sus ingresos vendiendo comida o lavando ropa.
Hacerle seguimiento a los pasos de su hijo mayor se tornaba cada vez más difícil: eran años de rebeldía y le había dicho a su mamá que quería quedarse a vivir en Nueva Colombia. Meses después, cuando Marlon había alcanzado los 17 años de edad, quedó en manos del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar.
“Resulta que mi hijo fue invitado por un amigo a un paseo. Él me cuenta que se encuentran con unos actores armados, gente armada. Les dicen a ellos que les ayuden a pasar unas maletas en una embarcación, en un río, un caño. Ellos están haciendo esto cuando, de un momento a otro, hay tiroteos. Él queda en la mitad. Inclusive él me contaba llorando ‘mamá, yo alcé mis manitos y sólo gritaba que no me mataran, que yo, pues, era un niño’”, recuerda Paola.
Esa vez, la madre se sintió juzgada por los funcionarios de la institución de protección. Ahora se cuestiona que si Bienestar Familiar hubiera hecho un mejor acompañamiento de la vida de Marlon, la historia sería distinta. “No estoy diciendo que mi hijo hiciera parte de un grupo en ese momento, pero Bienestar Familiar tenía las herramientas para evitarlo. No solamente hubiera estado en mis manos, porque si, por ejemplo, hubiera habido garantías… pero no. No las hubo”.
Cuando toma a su hijo nuevamente bajo su amparo, Paola se lo lleva a vivir con ella a la cabecera municipal de San José del Guaviare e inicia los trámites para que retome el estudio. Pero ella, sola, con dos niños de pañales, se vio sobrepasada económicamente. “Es ahí que él me dice: ‘mamita, yo quiero trabajar… Déjeme trabajar. Entonces yo le dije, ‘¿pero a hacer qué, hijo? ‘No, mami, a lo que me toque. Sea raspar, sea echar machete, sea fumigador, lo que sea. Lo importante es yo poderle ayudar’”.
Marlon se fue a trabajar, según le contaba a su mamá en las pocas veces que conversaron, por los lados de la Sierra de La Macarena raspando hoja de coca y viviendo del pago diario de la jornada. En las llamadas, le decía que todo estaba bien.
La tragedia
Todo empezó a irse en picada para la familia Mahecha el 7 de marzo de este año. Aquel día, una lista con nombres y números de cédulas de jóvenes que, supuestamente, habían muerto en un bombardeo por encontrarse en las filas de las disidencias de las Farc empezó a circular por WhatsApp. Ver en ese mensaje el nombre completo de Marlon paralizó a Paola.
“El 6 de marzo yo me encontraba en una reunión por mi trabajo con unas comunidades de Ascatragua (Asociación de Campesinos y Trabajadores de la Región del Río Guayabero) cuando me llaman y me dicen que desafortunadamente en ese bombardeo había caído la niña Danna (Danna Liseth Montilla Marmolejo de 16 años), niña que yo vi crecer”.
Al correr el rumor de que su hijo también había sido una de las víctimas, Paola se dirigió a la sede de Medicina Legal en Villavicencio. El 9 de marzo, funcionarios de la institución le confirman que después de revisar la base de datos desde enero, Marlon no figuraba en los registros, le piden los rasgos físicos y le reafirman que ninguno coincidía con las víctimas del bombardeo.
La esperanza se apoderó de Paola. Estaba motivada a buscar a su hijo. Llamó a su familia y les transmitió tranquilidad: los funcionarios de Medicina Legal habían descartado que su hijo pudiera estar muerto. Marlon estaría trabajando con las manos cortadas por la coca en alguna zona rural en donde la falta de señal no permitía que llegaran las llamadas de su familia. “Se debe estar hasta riendo de todo esto”, pensaba la madre.
El 10 de marzo, cuando Paola estaba llegando a San José del Guaviare, le entró una llamada a su celular. Era la voz de la funcionaria de Medicina Legal que la había atendido en Villavicencio. “‘Señora Paola —recuerda fueron las palabras al otro lado del teléfono—, devuélvase. Lo que pasa es que su hijo sí está acá. Discúlpenos. No queremos que esté de acá para allá, pero fueron dos cuerpos que entraron ayer. Desafortunadamente, no se habían identificado y al identificarse arroja que uno de ellos es su hijo”.
El director de Medicina Legal para Villavicencio, Alexander Hernández, le explicó vía telefónica a Paola que se trataba de un suceso aparte. Que Marlon había muerto a causa de unos disparos de fusil en un enfrentamiento con el Ejército y que tan pronto llegara a la morgue podría verlo. Al día siguiente, de regreso en la capital de Meta, no le dejaron ver el cuerpo de su hijo porque, según le dijeron, estaba en avanzado estado de descomposición.
A las cinco de la tarde, le entregaron a la familia Mahecha un féretro sellado que preparó la funeraria y Medicina Legal le dio la copia del Certificado de Defunción que decía que Marlon había muerto de manera violenta el 6 de marzo a las 2:15 p. m. en el municipio de Solano, departamento de Caquetá.
Según le explicaron a Paola funcionarios de esa institución, la inspección al cadáver de Marlon la realizó personal de Policía Judicial y es responsabilidad de ellos precisar los hechos, la fecha y el sitio del deceso, que son los que se inscriben en el certificado de defunción.
Inicialmente, el Ministro de Defensa, en una declaración pública realizada el 3 de marzo pasado aseguró que el operativo en la vereda Buenos Aires había dejado 13 personas “neutralizadas”: 10 muertos y tres capturados. Seis días después, en un comunicado divulgado por el Comando General de las Fuerzas Militares, la cifra de muertos aumentó a 12. Coincidencialmente, ese día ingresaron a Medicina Legal de Villavicencio los cuerpos de Yeimi Sofía Vega Merchán, de 15 años, y Marlon Stiven Mahecha Herrera, el hijo de Paola.
“Ya lo traemos para acá (San José del Guaviare). Acá le damos su último adiós, sin derecho a verlo, sin saber cómo murió, qué le hicieron, sin saber ni siquiera qué enterramos. Ya van cuatro meses. Eso es un dolor muy grande, yo… como mamá, como abuela, mi núcleo familiar esto ha sido muy difícil, porque para mí él era un niño todavía”.
Y lo más difícil para la familia Mahecha es que ninguna autoridad les ha dado una explicación del deceso de Marlon. Se preguntan por qué su nombre circuló entre las víctimas del bombardeo y después aparece reportado muerto en un municipio del que Marlón nunca habló con su madre. Se preguntan por los cuatro días que transcurrieron entre el ingreso de los cuerpos que murieron en el bombardeo y el de su hijo. ¿Qué pasó en ese lapso?
Con frecuencia, hacer esas preguntas trae consecuencias.
Las amenazas
El 14 de abril de este año, mientras adelantaba las diligencias en la Cámara de Comercio para formalizar una pequeña tienda de comestibles, al celular de Luz Dary Herrera, abuela de Marlon, entró una llamada de un número desconocido. Al contestar, un hombre se identificó como miembro de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), aseguró que conocían detalladamente la vida de Luz y su familia en San José del Guaviare y que debían irse lo antes posible del departamento. Antes de colgar, el sujeto que la amenazó se apresuró a decirle el nombre completo y el número de cédula de Luz. No se trataba de un chantaje, no les pidieron plata. Se trataba de una amenaza que hasta el día de hoy no saben qué la generó.
“No sé si es un caso aislado… pero vuelvo y lo repito: fue después de la muerte de Marlon. Entonces, existe temor”, expresa Paola, quien los primeros días, junto a sus hijos, se encerró en aquella casa en la que viven en arriendo, pensando que así estarían a salvo. Sin embargo, ahora sienten más miedo si continúan en silencio. “Si nos matan, listo, espero que alguien sepa lo que pasó. No que nos maten y todo quede callado”.
La conminación está en conocimiento de diferentes organizaciones no gubernamentales departamentales, así como de la Policía y la Fiscalía. La Unidad Nacional de Protección (UNP) está adelantando el estudio de nivel de riesgo y la Policía está haciendo rondas de seguridad. Pero nada de ello brinda total garantía para las preguntas que seguirá haciendo por Marlon, pues nada “encaja”.
“Yo no puedo garantizar si mi hijo estaba o no estaba allá. Y si estaba allá, no sé los motivos. De pronto por las necesidades económicas, no sé”, reconoce Paola, pero insiste en que “el Estado está en la obligación de dar garantías a nuestros jóvenes, no de matarlos”.
La madre y abuela de Marlon quedan esperando respuestas y caminando con cuidado para brindarle una vida lejos de la guerra a los hermanos de Marlon.
Esta historia se recopiló durante una misión de prensa a los departamentos de Guaviare y Meta coordinada por el Programa Somos Defensores.