La maquinaria neoparamilitar

      
Por qué el Estado no ha sido capaz decontener la expansión de las bandas criminales.


Así se veían los locales comerciales en Santa Marta el pasado 4 de enero. Mediante panfletos amenazantes el grupo los Urabeños impuso que no se recogiera ni la basura.

Los años 2011 y 2012 comenzaron en Colombia de manera igualmente perturbadora. Un año después de que el asesinato de una pareja de estudiantes de la Universidad de los Andes llevó al gobierno a lanzar la operación militar Troya, en Córdoba, y una estrategia contra las llamadas ‘bandas criminales’, una de estas, los Urabeños, protagonizó lo que la revista The Economist calificó como “el mayor desafío a la autoridad del Estado desde que Juan Manuel Santos se convirtió en presidente de Colombia”: paralizar durante dos días a Santa Marta, Montería, Urabá y numerosos municipios de seis departamentos. ¿Cómo puede ser que este y otros grupos que llenaron los espacios dejados por la desmovilización de los paramilitares, no solo crecieran sin parar en los últimos años del gobierno Uribe, sino que ni la estrategia definida por el gobierno de Santos ni los golpes que les ha propinado hayan podido impedir su consolidación?

Desde 2006, las autoridades contabilizan la captura de más de 13.000 integrantes de las ‘bandas criminales’ o ‘Bacrim’ (nombre con el que, desde tiempos de Uribe, se define a estos grupos como ‘exclusivamente’ narcos, no ‘paras’, y se los combate como tales), y la baja de 1.300. Han caído, presos o muertos, jefes como Don Mario, Cuchillo, Valenciano y, el más reciente, Juan de Dios Úsuga, de los Urabeños. Un grupo, el ERPAC del Guaviare, se sometió a la justicia. El gobierno sostiene que su estrategia está dando frutos y que se ha avanzado notablemente en la judicialización de los detenidos, que antes salían libres con facilidad y ahora son casi todos procesados. Sin embargo, regiones enteras de Colombia viven sometidas a la voluntad de estas organizaciones que, a menudo, no se diferencia de la de sus antecesores de las AUC. En lugar de debilitarse, se han consolidado en dos grandes grupos rivales, los Rastrojos y los Urabeños, que absorben o aniquilan a los demás. Este último es capaz de un paro, como con el que abrió el año, que ni las Farc lograrían hacer hoy.

¿Qué pasa, pues, con estos grupos que, más de cinco años después de su aparición, lucen más poderosos e inextinguibles que nunca? La respuesta tiene que ver con dos palabras que el gobierno se resiste a conjugar debidamente: paramilitarismo y drogas.

“¿Qué será lo que impide que funcionen los múltiples planes que el gobierno colombiano anuncia para enfrentar al paramilitarismo?”, se preguntaba en su columna de El Espectador Gustavo Gallón, de la Comisión Colombiana de Juristas, haciendo la lista del sinnúmero de iniciativas adoptadas desde el gobierno de Virgilio Barco (1986-1990). “Es hora ya de afrontar plenamente el problema en toda su extensión. El país no puede seguir ignorando cómo surgió el paramilitarismo, quiénes fueron sus gestores, cómplices o benefactores”, sostuvo en El Tiempo el exfiscal Alfonso Gómez Méndez al comentar el paro armado.

Ambos apuntan a uno de los problemas de fondo: si bien la actividad principal de estos grupos es el tráfico de drogas, su capacidad de intimidación, sus formas de control territorial, sus métodos de acción y sus constantes masacres, asesinatos, desplazamientos y atentados contra líderes solo se explican porque provienen del tronco común del paramilitarismo; cuyos nexos con el narcotráfico, grandes latifundistas y militares son congénitos, y datan de la creación de las Autodefensas de Puerto Boyacá y el MAS, a comienzos de los años ochenta. Han pasado casi 25 años desde que César Gaviria, como ministro de Gobierno, denunciara, en 1987, la existencia de 140 grupos paramilitares en Colombia. Cerca de medio siglo en el que, al calor de la lucha contrainsurgente, se fraguaron toda clase de nexos y complicidades, que el poder corruptor del narcotráfico contribuyó a potenciar y que solo los interesados dicen que desaparecieron con la desmovilización de las AUC.

El gobierno debería oír a algunos críticos. ¿No será hora de tomar seriamente en cuenta la herencia paramilitar de estructuras como los Urabeños (sus jefes y muchos de sus hombres pasaron por el EPL y las AUC) en lugar de calificarlos como simples bandas de crimen organizado? El Estado colombiano está en mora de un drástico corte de cuentas para esclarecer los vínculos de estos grupos (y sus antecesores) con la fuerza pública, los poderes locales, dueños de ingentes cantidades de tierras, empresarios y todos aquellos que han disfrutado del atajo impune de la justicia particular. Un empuje decisivo en esta dirección -que hasta ahora no se ve- permitiría avanzar en el desmantelamiento de estos grupos y blindar proyectos claves como la restitución de tierras, buena parte de la cual está amenazada porque tiene lugar en sus zonas de influencia. Sin contar con que ayudaría en la discusión de quién debe enfrentarlos, si la Policía o los militares (o ambos, como ahora), la cual ha llevado, entre otras, a acrobacias jurídico-ideológicas como el llamado del expresidente Uribe a atacarlos con “bombardeos, sin la excusa de que no son parte del conflicto”.

Grupos como los Urabeños, además de provenir del tronco común de los paramilitares, son traficantes de cocaína, al igual que los Castaño y las AUC. Y ese es el otro problema. Para combatirlos, el gobierno colombiano viene aplicando una estrategia cada día más cuestionada: la vieja ‘guerra contra las drogas’, impulsada por Estados Unidos hace 40 años. Su principal resultado, en lugar de reducir el tráfico de drogas ilícitas hacia ese país, ha sido convertir a cada vez más naciones al sur de su frontera en teatros de operaciones que pagan un inmenso precio por ello.

Hay demasiada evidencia de que con el narcotráfico cortar cabezas puede ser tan prometedor como con la Hidra de Lerna. Los Urabeños son el ejemplo. Sus jefes han sido capturados. Cayeron los Castaño. Cayó Don Mario. Cayó ahora uno de los hermanos Úsuga y, con toda probabilidad, pronto caerá el otro. Y cada vez caen más rápido las cabezas de esas organizaciones. Pero, como el monstruo mitológico que enfrentó Hércules (en su único trabajo polémico, pues necesitó ayuda), cortar las cabezas no acaba el negocio sino que promueve que surjan otras. En estas lleva Colombia 20 años y, sin un viraje de fondo que atienda a la ilegalidad del negocio, a sus vínculos con la sociedad y a las poblaciones locales, siempre habrá Urabeños que promuevan toda clase de desafíos que cojan por sorpresa al Estado.

No estaría mal después de este paro armado, que, en lugar de llamar a los ciudadanos, como lo hizo el ministro de Defensa, a “no dejarse amedrentar”, de bajar el perfil a la capacidad militar de los grupos sucesores de las AUC o anunciar nuevos ‘planes de choque’,el presidente Santos y su gobierno procuraran conjugar de manera distinta esas dos palabras que, además de la de ‘guerrilla’, por tanto tiempo han determinado los destinos del país: paramilitarismo y drogas.

Publicado en Semana. Sábado 14 Enero 2012