Ese es el nudo que desata Javier Osuna en su nuevo libro “Cartas de Ceniza”. Con su especial sensibilidad, este incisivo periodista profundiza en la confrontación armada desatada a comienzos de este siglo en la región fronteriza, donde integrantes de las Auc instalaron hornos crematorios para desaparecer a quienes consideraban sus enemigos.

“Es un texto armado con fragmentos de cartas, pedazos de vidas y recortes de cuentos, como ventanas a una historia tremenda que todos los protagonistas, hasta el peor de ellos, hubieran anhelado no vivir”, escribe la periodista María Teresa Ronderos en el prólogo al libro “Cartas de Ceniza” (Penguin Random House, 2022), escrito por el periodista Javier Osuna.

En este nuevo texto, el segundo sobre el fenómeno paramilitar en el departamento de Norte Santander (el primero fue en 2014, titulado “Me hablarás del Fuego: Los hornos de la infamia”), Osuna recurre al género epistolar para contar el romance de una niña con un joven diez años mayor que ella que se integró al Frente Fronteras de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) y murió en 2001 en medio del fragor de la guerra a sus 27 años de edad.

La historia surgió de un encuentro del autor con la protagonista en la ciudad de Manizales durante la presentación del texto sobre los hornos crematorios de las Auc: “Justo a uno de los eventos de lanzamiento de ese libro llegó, sin anunciarse, el eslabón central de estas páginas: una mujer que tímidamente se me acercó, con la intención de conversar”.

“Por varios minutos —detalla Osuna— me habló del romance que había albergado en secreto por más de 15 años. Me confesó que las cartas de William se encontraban en la casa de su madre, enterradas en una caja, donde había decidido ocultarlas, quizás agobiada por el peso del pasado”.

Tras esa conversación, la joven rescató ese epistolario, escrito a mano, y varios días después se las envió al periodista porque ella quería que él contara su historia. De ahí surge este libro, que en palabras de Ronderos, “es un cuento de amor en medio de tanto dolor” en cuyos entretelones se libran sendas guerras.

VerdadAbierta.com reproduce el primer capítulo de “Cartas de ceniza”, un libro que, como lo describe el autor, es una puerta que, al traspasarla, se descubre que “aun en la guerra, y en cualquier tiempo, el amor es urgente. Como comer, dormir o respirar”.

Dejarse encontrar

Yo a él lo conocí antes; estaba desocupado en su vida mucho antes de que llegaran los paramilitares. Ellos fueron apenas una opción y pudo ser cualquier otra, pero esa fue la que escogió. Yo siempre viví ahí, apenas hace cuatro años que me fui de la casa de mi mamá. El mismo lugar, en la misma esquina: la casa de mi familia paterna. Mi papá y mi mamá se casaron muy jóvenes, ella tenía diecisiete años, me tuvo a mí a los dieciocho y luego a mi hermano, tres años después. Mi papá murió casi inmediatamente cuando nació mi hermano, a los veintisiete: la misma edad que tenía él cuando lo mataron, y eso siempre me pareció muy extraño.

Yo estuve en pleno duelo por la muerte de mi papá. Nos quedamos viviendo en esa casa con mi mamá, en el barrio La Palmita. Queda a unas cuadras de lo que ahora es el mercado municipal y que en ese momento no existía. Es por la vía principal hacia Juan Frío, por allá en El Morichal. Vivíamos en una casa muy grande. Afortunadamente mi abuelo fue hijo único, entonces le quedó de herencia un caserón súper grande que luego comenzaron a dividir. Mi papá fue el primero que se casó, entonces le dieron su parte; después mi tío, pero todas las casas se conectaban en los patios, entonces vivíamos ahí. Eran casas diferentes, pero en el mismo predio. Cuando se enojaban cerraban la puerta, pero era lo mismo. Peleas de familia y vecinos a la vez.

Mi mamá siempre fue muy sobreprotectora porque tenía unos traumas de infancia, sentía que todos los hombres se querían aprovechar de las niñas… Y eso es cierto, ese susto de mi mamá me salvó de cualquier cantidad de posibilidades de violación. O sea, yo en este momento me pongo a pensar en las múltiples oportunidades en que una niña pueda ser abusada por alguien de su familia o por un vecino y me da pánico. Mi mamá me metió desde muy pequeña una cosa de sospecha de todo lo que se acerque, de todo lo que la mire, y eso me salvó muchísimo, pero me dejó una cosa clara: debía entender mi sexualidad mucho antes de tener un vínculo con otra persona, incluso mucho antes de intentar explorarme yo misma, porque entendía entonces que había otros que podían tener intenciones conmigo.

Yo le pregunté a mi abuela por esto y me dijo que mi mamá siempre ha sido así, que sí tuvo en su adolescencia unos encuentros desagradables con un profesor que no llegó a abusar de ella. Ellas crecieron en un ambiente medio rural, ese tipo de escenarios donde las niñas pueden ser abusadas, entonces ellas sí se sintieron perseguidas, amenazadas.

Pasamos por una situación profundamente tensionante, porque en ese momento estábamos viviendo con la familia de mi papá, que quería y adoraba a mi mamá, pero en ese momento, justo cuando yo estaba creciendo, la relación se volvió difícil porque mi mamá era muy joven. Ella no tuvo adolescencia, su primer novio fue mi papá, y cinco años después de que murió y ella salió de su depresión, volvió a tener un novio, pero no le fue muy bien. Eso generó muchas tensiones y muchos roces con la familia, tanto así que decidió que no iba a permitirse tener más aventuras porque sentía que la podrían recriminar. Esa era su lógica.

Quizás por eso prefirió casarse con el primero que le propusiera matrimonio, que afortunadamente resultó ser un buen hombre en muchos sentidos. Conmigo nunca tuvo un trato de padre, porque no había cómo. Él no tenía por qué querer hijos que no eran suyos, pero, además, mi mamá puso una barrera absolutamente clara de “a mis hijos no los miras, no los tocas”, y eso era muy extraño para nosotros, pero al final lo entendimos. Cuando mi mamá se volvió a casar yo tenía nueve años; ella decidió irse porque se sentía fuera de lugar viviendo con toda la familia, así que mi hermano y yo nos quedamos con mi abuela y con mis tías. ¿Por qué teníamos nosotros que asumir un cambio de vida tan traumático? Además, ella se fue a vivir a Ureña, eso implicaba que teníamos que cambiar de colegio y de vida. La que había decidido casarse había sido ella, y realmente fue lo mejor que pudo haber hecho.

Cuando se fue yo tenía nueve años y era una niña, y cuando volvió yo ya iba a cumplir doce y ya lo había conocido a él. Tres añosdespués, lo que ella encontró fue a una persona absolutamente diferente, que no estaba bajo su dominio y podía salir a la calle, a la esquina. Con mis tías y mi abuela había unas dinámicas mucho más flexibles, todo era más abierto, nadie tenía por qué cuidarme. Estaban pendientes de que yo entrara temprano a la casa y ya, pero confiaban mucho en mí.

Entré al bachillerato y cambié de colegio. Fue una infancia normal. Tengo recuerdos de jugar en la calle con mis amigas. Yo a él siempre lo vi, él tenía once años más que yo y siempre estaba ahí porque era uno de los pelados que se la pasaba vagando. Además, era contemporáneo con una de mis tías, con la menor, y eran como amigos. Mi tía es quince años mayor que yo, así que era como cinco años mayor que él.

Desde pequeña a mí siempre me metieron en la cabeza
eso de “no se meta con toda esa parranda de vagos de la esquina”.
Los llamaban así porque siempre estaban en el mismo
sitio, era como si se rotaran. Cuando hacía mucho sol se
cambiaban de lugar, y así sucesivamente, porque no había
ningún parque.
Esa esquina siempre ha sido de muchachos. Cuando mi papá y mis tíos y los vecinos eran jóvenes también se la pasaban ahí. Entonces, había como combos de esquinas. Hacían torneos de minifútbol y minitejo y así vivieron varias generaciones, pero él tenía algo particular que siempre me llamó la atención. No era para nada atractivo; era normal, chiquito. No tengo fotos, es más, creo que se me está olvidando su cara; o sea, en este momento recuerdo algunos rasgos, su cara redonda, una tez blanca, poco pelo, gorra, jeans, botas.

En ese momento fue que comencé a salir, empecé a tratar con más amigas además de las del colegio, las de la cuadra, y me crie con ellas. Yo tenía diez años y con ellas aprendí qué era sentarse en una acera de noche a socializar, hacer maldades y jugar escondidas. Pero yo a esa edad ya estaba mirando niños; a mí me sorprende mucho, por ejemplo, ver niñas de diez u once años así como tan inocentes. ¿Quién era yo?, ¿por qué en esa edad ya pensaba en eso? Tenía un afán muy grande por crecer.

Mis mejores amigas en ese entonces eran tres, y ahora todas están llenas de hijos. Afortunadamente mi mamá regresó a tiempo y me volvió a encerrar, porque si no… Una de ellas vivía a una cuadra de mi casa, Cecilia, la loca. Ella comenzó a tener novio desde los ocho años, entonces era la de la experiencia, y estaba obsesionada con que todas comenzáramos el mismo plan. Siempre fue la más adelantada, la que tenía la posibilidad de tener dos novios a la vez y no pasaba nada. La otra, un poco más tranquila, más serena, pero también muy acelerada, era Yurani. Ella era la que llevaba las cartas que nos escribimos con él, nos sirvió de cartera. Yurani había pasado mucho tiempo con sus tíos, y como él era contemporáneo con ellos, los dos tuvieron mucho más tiempo para socializar. Y la otra se llama Karina, que, aunque vivía mucho más lejos, igual éramos vecinas.

Ellas eran mis compañeras de cuadra, aunque Yurani también estudiaba en mi colegio, pero ella iba dos años más adelante. Y nada, pues uno a los diez años comienza a buscar novio, o, más bien, a dejarse encontrar. Además, yo crecí muy rápido, me desarrollé físicamente; la estatura que tengo ahora la tenía a los trece años. Creo que dejé de crecer a esa edad. Siempre aparenté más años de los que tenía, a los once yo no me veía de esa edad, y eso obviamente llevó a más cosas. Lo mismo pasó a los doce, a los trece y a los quince. Esto me puso en muchas situaciones incómodas.

Como a los once años, cuando lo conocí a él. A William.