Escrito por: Rubén Darío Pinilla*

En este artículo, escrito en exclusiva para nuestro portal, el exmagistrado de la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Medellín, revela que ha recibido amenazas de muerte. Éstas se dan en medio de las recientes intervenciones del senador y expresidente Álvaro Uribe Vélez que lo ha señalado como “guerrillero del M-19”, en su intento por descalificar su carrera judicial.

Aunque no tuve que ver con ellas, a raíz de las decisiones del Tribunal Superior de Medellín y la Corte Suprema de Justicia de compulsar copias para investigar penalmente al expresidente Álvaro Uribe Vélez, empezaron a aparecer en un portal de internet una serie de imágenes y mensajes contra mí. No sólo incluían toda clase de insultos, sino también amenazas de muerte e incitaciones a atentar contra mi vida y expulsarme de Medellín. Me imagino que será por aquello de que “Medellín se respeta” y era la forma de hacerlo respetar.

El asunto, más que preocuparme por mi seguridad personal, me hizo recordar episodios recientes. En Armenia, Cali y Yumbo, Rodrigo Londoño Echeverri, el candidato a la Presidencia por la Farc (Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común), fue objeto de insultos y agresiones verbales y físicas. En Medellín no sólo insultaron a Gustavo Petro, sino que intentaron agredirlo. Los mercados Supercundi y Merkandrea fueron atacados y saqueados en distintas poblaciones, todo porque el Fiscal General ya sentenció que eran propiedad de las Farc, lo cual, dicho sea de paso, es una conclusión ligera y apresurada, y por tanto irresponsable, pues él no es más que eso, el Fiscal, no el juez del caso, así a veces aparezca como el Juez Supremo, cuyas decisiones son inapelables, pero ese es otro asunto.

Algunos piensan que las agresiones contra el candidato de la Farc obedecen a la indignación de los colombianos con los beneficios que recibieron en los acuerdos de paz y el sistema de justicia, porque no se han juzgado y sancionado severamente los crímenes de las Farc-Ep. Nadie se atrevería a negar que los crímenes cometidos por ellos durante el conflicto armado generaron indignación y es cierto que en Colombia hay una aguda escasez o insuficiencia de justicia y que sus distintas instituciones, empezando por la Corte Suprema de Justicia, también adolecen de una grave deficiencia de legitimidad.

Pero no es esa la causa de tales hechos. El déficit de justicia y la ausencia de legitimidad de las instancias judiciales pueden provocar, y de hecho provocan, insatisfacción o indignación entre los ciudadanos. Pero los hechos narrados al comienzo de este artículo son diferentes, cada uno tiene un origen y una explicación distinta y, si se miran bien, no todos obedecen a un fenómeno de déficit de justicia. Sin embargo, en todos se acude al insulto y la agresión moral o física. Los miembros de las Farc-Ep tampoco fueron los únicos que se beneficiaron de los acuerdos. Muchos militares acusados y condenados por graves violaciones a los derechos humanos y crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra recibieron los mismos o similares beneficios y no han sido agredidos en las calles con palos y piedras. El expresidente Álvaro Uribe, en torno al cual hay graves acusaciones por similares crímenes, si bien ha sido abucheado en distintos escenarios, no ha sido objeto de esa clase de agresiones. Y los mismos que se indignan por los beneficios otorgados a las Farc-Ep, son lo que dicen que cualquier investigación y juzgamiento contra el expresidente Álvaro Uribe es una persecución y que si “tocan a Uribe, Colombia se incendia”. Y es evidente que detrás de algunos de esos episodios ha habido promotores y provocadores. Esos hechos, pues, no obedecen a un déficit de justicia o a la falta de legitimidad de sus instituciones.

Lo que estamos viendo no es una simple insatisfacción o indignación con la justicia. Es violencia verbal, moral y física contra ciertas personas, y personas determinadas y contra cosas y bienes. Detrás de esas manifestaciones lo que hay es un fanatismo típico de los fundamentalismos y las sectas políticas y religiosas. Ese fanatismo y sus métodos -la ofensa, la agresión y la violencia moral y física- hacen parte de Estados y políticas autoritarios y son una forma de acallar la diferencia. En éstos, se trata de imponer una sola visión del mundo y la sociedad, que conducen a atacar y eliminar al adversario, al enemigo, moral o físicamente, sólo por pensar distinto. La sociedad colombiana ha exhibido unos preocupantes rasgos autoritarios, que han permitido que esas expresiones aniden entre nosotros y estamos en peligro de convertirnos en una sociedad autoritaria. Sólo que ya no con fustas, palos y camisas negras porque, en vez de apalear al otro, podemos apedrearlo.

Tras el fanatismo hay también un problema de cultura política y la manera como tratamos las diferencias. La cultura política es consustancial a la democracia. La esencia de una sociedad democrática reside en que los ciudadanos deliberan sobre los asuntos públicos o colectivos y los temas que los afectan, y participan en su decisión y solución conforme a unas reglas previamente establecidas, pero que reconocen los derechos de las minorías.

La educación pública, la formación política, la información libre y veraz, la circulación y acceso a ésta y los derechos y libertades de los ciudadanos garantizan que la deliberación y participación sobre las opciones y caminos que debe recorrer la sociedad para satisfacer los derechos individuales y colectivos sea informada, libre y en las mayores condiciones de igualdad posibles. En ese escenario democrático las diferencias se tramitan por medios pacíficos y legítimos. Esas vías incluyen el derecho de asociación y reunión, el derecho a la libre opinión y expresión y, por ende, el derecho a disentir y a protestar pacíficamente en el escenario público, con arreglo a los principios constitucionales, aunque no se agotan con éstos. Pero de ellos están excluidos la agresión y la violencia moral y física, pues como ya dije, éstos, como método político, hacen parte de concepciones autoritarias del Estado y la sociedad, en las cuales se trata de imponer una sola visión del mundo y eso significa que hay que atacar al adversario, o exterminarlo si se juzga necesario.

La sociedad colombiana tiene que aprender a tratar las diferencias por los canales democráticos y por vías pacíficas. No puede ser que la única manera de resolverlas siga siendo matándonos o agrediéndonos. La sociedad colombiana está llegando a unos extremos preocupantes de violencia y agresión política y es hora de empezar a abordar los problemas colectivos de una manera diferente.

La construcción y configuración de la democracia, no de una democracia formal y aparente, es todavía una tarea pendiente. A eso estamos convocados.

(*) Exmagistrado de la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Medellín.