En cuestión de días, la capital de Valle de Cauca pasó de ser el orgulloso bastión nacional de la protesta que hundió la reforma tributaria a ser tierra de nadie. Hoy por hoy, el Paro Nacional se vive en medio de varios factores que, sumados a la paquidermia estatal, tienen sumidos a los caleños en el abandono, el miedo, la rabia y un agobiante desabastecimiento de bienes esenciales.
El colorido, el sabor, la alegría y el orgullo que emanaban de las masivas y pacíficas movilizaciones que se dieron en todos los puntos cardinales de La Sultana del Valle, son un viejo recuerdo. La energía que irradiaron los caleños entre el 28 y el 30 de abril, contagió a los ciudadanos de otras ciudades de Colombia para seguir protestando en contra de la reforma tributaria y que esa lucha no muriera con el primer y único día de movilizaciones, como era la costumbre nacional.
Sin embargo, hoy Cali amanece con otro semblante. En sus calles se está lanzando el mayor despliegue posible de la Fuerza Pública; doce indígenas resultaron heridos el día anterior por disparos de civiles; los víveres y el combustible escasean; y hay quienes se aprovechan de la situación para vender alimentos cinco veces más caros.
El drama para la ciudadanía se agrava cuando para tanquear un vehículo con tan sólo 40 mil pesos hay que hacer filas de más de seis horas; además, buena parte de su infraestructura de transporte está destruida; grandes pilas de basura se alzan sobre algunos de sus andenes; sus principales calles cuentan con bloqueos; cirugías y citas médicas fueron suspendidas hasta nuevo aviso; en diferentes puntos cualquier abusivo cobra peaje por transitar; y diferentes focos de protesta resisten la agresión policial.
Por ese cúmulo de razones y de fatiga, muchos de sus habitantes se encuentran sumidos en el miedo, la indignación y la rabia, cosechados a lo largo de 12 días de Paro Nacional Indefinido.
¿Cómo se llegó a esa situación? En gran medida, la respuesta se encuentra en la ausencia de liderazgo y de respaldo de las autoridades democráticas a las movilizaciones ciudadanas y a las personas que no hacen parte de ellas. Desde el primer día, producto del vandalismo de quienes buscaron sacar provecho de las movilizaciones y con el objetivo de disipar los focos de protesta social, se permitió el abuso de uniformados de la Policía Nacional y de su Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad). Su reacción fue desproporcionada y algunos llegaron a disparar sus armas de dotación y otras de supuesta baja letalidad, que terminaron causando muertes y graves heridas en jóvenes de los sectores más deprimidos de Cali. (Leer más en: Piquetes de la Policía: como perros de caza en la protesta social)
En los primeros días de represión y a pesar de las víctimas mortales, el silencio del alcalde, Jorge Iván Ospina, fue sepulcral, por no decir cómplice. A muchos ciudadanos y organizaciones de derechos humanos les llamó la atención esa postura, pues él, habituado a hablar constantemente de cualquier tema y a figurar en redes sociales, desapareció durante los tres primeros días de represión social y actos vandálicos en las calles. Tan sólo reapareció hacia las nueve de la noche del 30 de abril, en un breve video de once segundos, para pedirle al presidente Duque que retirara la reforma tributaria, para “que no nos provoque más muertes”.
¿En dónde quedó el Ospina que el año pasado, cuando inició con el confinamiento por la llegada del Covid-19 a la capital de Valle del Cauca, encabezaba las caravanas de la Policía para clausurar fiestas en los barrios populares y orgías sexuales? ¿Qué pasó con el Alcalde que, con pose de sheriff, ingresaba a unidades residenciales y ordenaba la detención de personas contagiadas que no cumplían con el debido aislamiento? ¿Por qué en la situación que ha vivido la ciudad en las últimas semanas no tuvo voz fuerte para proteger a los jóvenes, impedir que los mataran en las calles y los desaparecieran?
A medida que se iban conociendo videos y transmisiones en vivo de cómo integrantes de la Policía arremetían contra ciudadanos que se concentraban sin hacer daños, las preguntas recurrentes se mantenían en el aire: ¿Quién dio la orden de disparar y qué estaban haciendo las ramas del Ejecutivo y los entes de control? ¿Acaso el alcalde Jorge Iván Ospina y la gobernadora Clara Luz Roldán perdieron la autoridad sobre la Fuerza Pública? Si nadie ordenó disparar, ¿por qué esos niveles de irracionalidad? (Leer más en: Brutalidad policial pone en riesgo cooperación internacional en temas de seguridad)
Producto de ese accionar de “rueda suelta”, gran parte de los colombianos perdieron el sueño al ver cómo, en horas de la noche, menores de edad sufrieron golpizas y disparos; cómo un pariente del Alcalde de Cali perdió la vida mientras se encontraba en una velatón porque un proyectil del Esmad le impactó en el cráneo; cómo agentes del orden entraron abriendo fuego en la deprimida ladera de Siloé, recreando un escenario de guerra; cómo desde vehículos de alta gama, desconocidos disparaban impunemente a jóvenes y una misión médica en el céntrico sector de La Luna; cómo policías vestidos de civil dispararon contra una concentración en el oeste y que fue “salvada” por militares que casualmente patrullaban la zona; entre otros hechos cuestionables que causaron repudio y dolor.
Y producto de ese vacío institucional, porque a la inacción de la administración municipal se suman la ausencia del resto de instituciones del Estado, que terminaron cediéndole su batuta a la Fuerza Pública y al caos en las calles, Cali es la ciudad con el saldo más sangriento en lo que va de protestas: según registros de las organizaciones Temblores e Indepaz, concentra 23 de las 47 muertes ocurridas entre el 28 de abril y el 9 de mayo.
Esa falta de liderazgo también tuvo consecuencias para la ciudad en otros ámbitos poco conocidos por la opinión pública nacional. Mientras la represión y las muertes copaban la atención de la prensa, la ciudad cayó en el desgobierno y quedó a merced del más fuerte o del grupo más numeroso.
De ese modo, además de los constantes bloqueos que manifestantes instalaron en por lo menos ocho arterias viales y puntos clave, condicionando o negando la movilidad a los habitantes de algunos barrios de la tercera ciudad más grande de Colombia, pulularon “peajes” que delincuentes usan para lucrarse controlando el paso de cualquier tipo de vehículos.
Se encuentran en barrios populares y residenciales. VerdadAbierta.com conoció dos casos puntuales. El primero es el de Pedro*, un hombre que no pudo volver a rebuscarse el diario, porque en su barrio, ubicado en el Distrito de Aguablanca, en el oriente de la ciudad, le exigen 30 mil pesos para salir y otros 30 mil para ingresar de nuevo; además, producto de los bloqueos en las vías departamentales, los precios de los alimentos han tenido un aumento inusitado: una pechuga de pollo es vendida en 20 mil pesos y un panal de huevo en 18 mil.
El segundo caso es el de Sandra*, quien el pasado lunes, cuando salió con su madre del procedimiento de diálisis que le deben realizar frecuentemente, no pudo regresar a su hogar porque en horas de la tarde y hasta la madrugada, algunos supuestos manifestantes bloquearon los diferentes pasos de las carreras que atraviesan las calles secundarias ubicadas en el suroriente. Ambas tuvieron que quedarse en la casa de unos amigos y pasaron la noche en vela porque la madre no tenía las medicinas que debe tomar para sus múltiples enfermedades de base. Si hubiera tenido una complicación, probablemente no habría podido ser atendida en un centro médico.
Como esos casos, miles de caleños han padecido “la resistencia y el aguante” de algunos manifestantes que se imponen sobre terceros, afectando sus derechos a la movilidad, al trabajo y a la salud; y otros han tenido que pagar cuotas para que los dejen pasar y nos les apedreen sus vehículos. Esa situación los ha llevado a declararse como “secuestrados” y el pasado sábado marcharon en el sur y el oeste de la ciudad.
Los más afectados por esos bloqueos son habitantes de los estratos más altos de la ciudad y esa situación, ante la falta de autoridad, porque en más de diez días no ha sido resuelta por la Alcaldía ni por la Policía, ha llevado a que la crispación aumente.
De hecho, en la Carrera 100 con Calle Pasoancho, residentes del barrio Ciudad Jardín han tenido varios altercados con estudiantes de la Universidad del Valle, quienes mantienen un plantón permanente en esa intersección vial. El sábado fueron agredidos por alguien que conducía una camioneta blanca.
En medio de ese ambiente ocurrió a plena de luz del día, en uno de los sectores más ‘exclusivos’ de la ciudad, el ataque contra cientos de indígenas que venían a reforzar a la Minga que desde hace más de una semana se encuentra en el campus principal de la Universidad del Valle.
Ciudadanos del sector decidieron repartir la misma medicina que les han suministrado desde que el paro tomó carácter de indefinido: optaron por bloquear el paso en las vías provenientes de Jamundí y no permitir el ingreso de los mingueros ni de las chivas con víveres.
A partir de allí los hechos se han conocido por medio de videos compartidos en redes sociales. En ellos se aprecia cómo algunas personas vestidas de civil y en carros de alta gama dispararon contra los indígenas provenientes del vecino departamento de Cauca, bajo la aparente protección de algunos policías que no los persiguen. Así como los vídeos son numerosos, los interrogantes a su alrededor también lo son: ¿los pistoleros eran ciudadanos? ¿Se trató de otro caso de uniformados vestidos de civil? ¿Se dio una alianza entre particulares y uniformados? ¿Hay infiltrados que buscaban desacreditar a la Minga Indígena (también circuló un video de alguien vistiendo prendas de su Guardia amenazando con un inminente paro armado en la ciudad)?
En la red circulan videos que, dependiendo de los intereses de cada quien, y de los ánimos tan caldeados que hay en la ciudad, son usados para respaldar o atacar a cualquiera de las partes. En algunos se ven a indígenas o a personas que visten sus prendas destruir carros e ingresar a un condominio por la fuerza, en otros se ve cómo desde los carros de alta gama disparan sin pudor a los indígenas y en otro cómo, supuestamente, algunos pistoleros ingresan a una camioneta de la Policía y emprenden la huida bajo su custodia.
Esa situación, como si se tratara de una película contemporánea del lejano oeste, en donde salían disparos de cualquier parte, había gente corriendo por doquier y reinaba el caos, encontró su germen en el silencio y abandono institucional a lo largo de más de una semana.
Previo a esos hechos, el alcalde Ospina le pidió a la Guardia Indígena respeto por las normas de la ciudad y declaró que no le parecía bien que “esté parando carros, adelantando pesquisas de los mismos, porque molesta a los ciudadanos, muchos de ellos se indignan ante esta situación”. ¿Cómo es posible que el mandatario permitiera que el descontrol del orden público y la circulación por las vías de Cali llegara a esos niveles? ¿Por qué si la ciudad fue reforzada con cientos de policías y militares, la Guardia Indígena hizo labores de control territorial y tuvo que perseguir a los pistoleros que atacaban a manifestantes en La Luna, capturando a uno de ellos?
Lo que han padecido los caleños a lo largo de los últimos días se puede interpretar como el naufragio de la institucionalidad, del Estado Social de Derecho, en donde se está imponiendo el uso de la fuerza, legal o ilegal, al orden constitucional. Otro hecho que refuerza ese planteamiento es que, ante la gravedad de los hechos ocurridos ayer, el presidente Duque decidió no asistir a la ciudad para conjurar la peor crisis que padece la capital de Valle del Cauca en su historia y ordenó recuperar las calles por medio de los militares. De nuevo, la autoridad civil, le cede la batuta a las fuerzas del orden.
¿En dónde han estado la Defensoría del Pueblo, la Fiscalía, la Procuraduría, la Personería Municipal, el Tránsito Municipal, el Concejo Municipal y la bancada de congresistas del departamento mientras Cali se incendia? ¿Por qué el Presidente no se ha reunido con los manifestantes para escuchar sus necesidades y sí con representantes de las altas esferas del poder? ¿En dónde está el Estado Social de Derecho?
Análisis crítico
En las últimas dos semanas la violencia desmedida con la que miembros de la Fuerza Pública y, en el caso de Cali civiles armados actuando de manera coordinada con la Policía, han respondido a las jornadas de protesta, desmanes y actos vandálicos, prendió las alarmas. El desconocimiento de los derechos civiles durante las manifestaciones callejeras, que ya suman doce días, va en contravía del Estado Social de Derecho, que parece suspendido de facto para justificar el empleo de la fuerza coercitiva a toda costa.
Sin embargo, el Estado Social de Derecho aún sigue vigente en el país y por eso todas las violaciones a los derechos humanos, de las que el mundo ha sido testigo a través de los centenares de videos que circulan en las redes, ocurren bajo la complacencia de las autoridades y lo peor es que aún se desconoce la magnitud de las afectaciones.
Ese panorama preocupa a defensores de derechos humanos en el país. Para Diana Sánchez Lara, directora de la Asociación Minga, desde la instalación de este sistema de Estado, que viene de la Constitución de 1991, los distintos gobiernos lo han desconocido en la práctica.
Y durante la presidencia de Iván Duque, quien se posesionó el 7 de agosto de 2018, se registra uno de los mayores deterioros de la vigencia del Estado Social de Derecho, que, de entrada, está marcado por el incumplimiento en la implementación del Acuerdo de Paz firmado con la extinta guerrilla de las Farc, el 24 de noviembre de 2016, por las garantías a la vida digna que prometía para un amplio sector de la sociedad víctima del conflicto armado.
“Decir que este Estado respeta el Estado Social de Derecho es absurdo —expresa Sánchez—. No lo hace. Todo lo que está haciendo la Fuerza Pública es ilegal: el uso desproporcionado de la fuerza, pero además todas esas herramientas o mecanismo sucios que usa la Policía, por ejemplo, eso de andar con personas vestidas de civil, señalando a los manifestantes, agrediendo a los manifestantes, generando caos (…). Una excusa para intervenir a los manifestantes”.
Según el abogado constitucional, Manuel Fernando Quinche, han surgido dos “competidores” al sistema de Estado. El gobierno, a través del poder Ejecutivo, viene implantando, dentro del Estado Social de Derecho, un estado corporativo y plutocrático. Esto quiere decir que, de un lado, pretende legislar para corporaciones (inversionistas, empresas, gremios económicos) y, de otro lado, emplea una tendencia a burocratizar el funcionamiento del Estado.
Quinche considera que lo que hoy se vive en las protestas debe interpretarse desde una “situación de excepcionalidad”, como categoría política y jurídica. Desde allí, Colombia sigue bajo un sistema de Estado Social de Derecho, pero operando como lo hacen un régimen de excepcionalidad, el cual asumió el Ejecutivo desde marzo del año pasado para enfrentar la emergencia sanitaria generada por la expansión del virus COVID-19.
El presidente Duque optó por la implementación de una serie de restricciones que bajan la calidad de las garantías de los derechos para la población y las funciones de la institucionalidad, y el trabajo de los entes de control se ejercen débilmente, situación que, a la larga, contribuye a su desinstitucionalización.
“En lugar del gobierno recurrir a la emergencia económica —dice Sánchez— y echando mano de todo ese artículo que habla del enfoque de derechos humanos en el Estados Social de Derecho para la mayoría del país, pues se dedica a legislar, sacar decretos para apoyar a las grandes empresas, gremios económicos, al sector financiero, en contravía de la necesidad de los sectores populares, la clase media y la juventud que está movilizada en este momento”.
Rocío Quintero, abogada de la Comisión Internacional de Juristas (CIJ), observa que el país, más que tener una justificación normativa que permita la violencia de la Fuerza Pública, está frente a un mal uso del sistema constitucional que, durante las protestas sociales, recae sobre los derechos humanos. Al igual que Quinche, para Quintero las normas vigentes son aceptables, pero repetitivamente incumplidas.
“Todo lo que está pasando con los abusos policiales, las muertes, muchas de las cuales posiblemente van a contar como homicidios (…), es un desconocimiento de las normas imperantes. Es un desconocimiento del deber que tiene Policía, incluso los militares, de hacer un uso proporcionado de la fuerza y solamente en situaciones excepcionales”, sostiene Quintero.
El desconocimiento debe entenderse, señala la abogada, desde las precarias capacitaciones en materia de derechos humanos que reciben los miembros de la Fuerza Pública que los hacen ver como teorías aisladas a la práctica de la protesta social.
Por eso insiste que si bien puede haber casos que se puedan solucionar con capacitaciones y controles efectivos del actuar de los miembros de la Fuerza Pública, al final debe optarse por cambios estructurales, lo que durante años se ha planteado como una reforma a la Policía y que adquirió relevancia en la agenda pública luego del asesinato de Dilan Cruz, ocurrido el 25 de noviembre de 2019 en Bogotá por un disparo de un agente del Esmad.
“Creo que es un argumento muy válido porque si bien se supone que la Policía es un cuerpo civil, el conflicto colombiano ha hecho que, en últimas, tengan un rol distinto, tenga una mentalidad distinta y, un poco, deformen su misión”, plantea la abogada Quintero.
Respuesta coercitiva
En el marco jurídico, lo que viene atravesando el país, se enmarca en el capítulo seis de la Constitución Política, titulado “De los Estados de Excepción”. A raíz de la crisis sanitaria generada por la pandemia ya se venía implementando la figura de emergencia económica y social.
“Una segunda forma de la excepcionalidad es la que se declaró a propósito de cuando comenzaron las marchas y los paros. El Presidente, haciendo uso del artículo 170 del Código Nacional de Policía, declaró la asistencia militar. Una norma que nadie había visto y estaba vigente”, precisa Quinche.
La aplicación de esa norma, ordenada por el presidente Duque en la noche del pasado 1 de mayo para contrarrestar las expresiones violentas de la protesta social, llevó a que se desplegaran centenares de efectivos de las Fuerzas Militares en las ciudades; permitió que un helicóptero militar aterrizara en un colegio en el sur de Bogotá sin el conocimiento de las autoridades educativas; y se instalara en Cali el puesto de comando unificado del Comando de las Fuerzas Militares, bajo el mando del general Eduardo Zapateiro. Este tipo de acciones tomadas desde el Ejecutivo se justificaron en la necesidad de restablecer el orden público por los “hechos graves de alteración y convivencia” de las manifestaciones.
La decisión tardía del presidente Duque de retirar del Congreso de la República el proyecto de reforma tributaria, tomada cinco días después de iniciado el paro nacional, y convocar a un espacio de concertación, fueron tomadas sobre la base de que la militarización de las calles resolvería el agitado contexto social, medida que preocupa a los defensores de derechos humanos por cuanto manda un mensaje equivocado al asociar a los manifestantes como “enemigos internos”.
La abogada Quintero deja claro que en el marco de las protestas sociales no se podía ordenar la militarización de las ciudades, pues es una medida reservada para casos excepcionales de situaciones de violencia extrema.
“¿Por qué no debía intervenir? —interpela Quintero—, porque la función de las Fuerzas Militares no es conjurar ese tipo de situaciones, sino luchar contra el enemigo y no se puede afrontar a la población civil como el enemigo y, además, no están capacitados para hacerlo, eso, sin lugar a dudas, contribuye como al escalamiento de la violencia”.
Lo alarmante es que con estas acciones excepcionales se abra la puerta para normalizar la decisión de uso de la fuerza, como se planteó durante el mandato del entonces presidente Álvaro Uribe (2002-2010) en el que se tuvo la intención de formalizar el estatuto antiterrorista, afectando el derecho a la intimidad, las comunicaciones y las libertades personales.
“Cuando vino el terremoto de Armenia (25 de enero de 1999), se creó el dos por mil y era transitorio; luego se extendió a tres por mil con carácter transitorio y se volvió permanente. La sobretasa a la gasolina nació como un impuesto transitorio, luego lo extendieron y se volvió permanente. Aquí existe la tendencia hacer de algunas medidas excepcionales y transitorias, permanentes. Y esos son los modos de la excepcionalidad: medidas transitorias para que luego les parezca a las personas de lo más normal”, detalla Quintero.
Violencia descontrolada
El gobierno nacional ha recibido fuertes críticas tanto nacional como internacionalmente por la respuesta que le ha dado a quienes participan del paro nacional. Una de las salidas más cuestionadas fue la de Nancy Patricia Gutiérrez, consejera presidencial para los Derechos Humanos. La funcionaria señaló, en pocas palabras, que los derechos humanos deben serle reconocidos a quienes actúen respetando las normas, desconociendo la universalidad, indivisibilidad e interdependencia de los derechos humanos.
“Los derechos humanos en el carácter de universalidad están hechos para todas las personas. Sean aquellas que cumplen bien sus deberes y los que no los cumplen también (…). Eso fue otra manifestación desafortunada que lo que sí muestra es una profunda ignorancia de la persona encargada de los derechos humanos, hasta tal punto que no sabe qué es un derecho humano, cuáles son sus características, quiénes son sus titulares y cómo es que operan. Muchísimo menos ahora acerca de su contenido”, evalúa Quinche.
Para la abogada Quintero todo esto refleja la poca prioridad que se le ha dado a la agenda de derechos humanos desde el gobierno nacional y que, en últimas, se evidencia en las acciones para garantizar los derechos de las víctimas y la implementación del Acuerdo de Paz. “Esto se ha traducido en un deterioro en muchos aspectos sociales y de seguridad en diferentes zonas del país”, dice; y advierte que si no hay controles para que se respeten los derechos humanos en la protesta, “en últimas es un incentivo para que las conductas se sigan cometiendo”.
Ese crítico panorama de desconocimiento expresado desde el alto gobierno angustia a defensores de derechos humanos y víctimas de diferentes violencias en el marco del conflicto, pues advierten que desde los primeros momentos se han presentado prácticas violatorias en cuanto a las redadas y detenciones que ha venido haciendo el Esmad.
“Hay mucha normativa en el país que obliga (a los miembros de la Fuerza Pública) a registrar esas capturas; que las personas tengan acceso a sus abogados, a sus familiares, para que puedan contar qué está pasando y yo lo que veo es un desconocimiento de las normas establecidas. Es bastante grave que no tengamos cifras claras y es bastante grave que el papel de la Defensoría y Procuraduría haya sido un poco lento en su reacción”, plantea Quintero.
En diferentes momentos del conflicto interno, esas irregularidades en las detenciones derivaron en una de las caras más condenables de las lógicas del conflicto: la desaparición forzada. A las ya impactantes cifras de homicidios y miles de amenazas y agresiones durante las jornadas de protesta resalta que, hasta el pasado 7 de mayo, la Defensoría del Pueblo elevó a 548 la cifra de desaparecidos.
“La desaparición forzada es una práctica desafortunada que ha tenido lugar en Colombia y América Latina cuando hay regímenes autoritarios”, reconoce al respecto Quinche. “La situación de conflicto en Colombia muestra que, desafortunadamente, se trataba de una actividad recurrente. Entonces, si ahora hay indicadores, noticias, acerca de que están sucediendo desapariciones forzadas, yo simplemente diría que constituye una desafortunada reactivación, si es que está sucediendo, de algo que se había morigerado, aplanado o cuando menos, detenido en los últimos años”.
Sumado a la óptica parcial de los derechos humanos y el escalamiento de la violencia por parte de los organismos de seguridad del Estado, también se han escuchado fuertes críticas contra la Defensoría del Pueblo y la Procuraduría General de la Nación que, por mandato constitucional, deberían revisar las decisiones del Ejecutivo y el accionar de la Fuerza Pública. Tanto Quintero como Quinche concuerdan en que la ciudadanía percibe que esos órganos de control no están ejerciendo su labor misional.
“La gente tiene la sensación de que, en algunas situaciones del pasado, esos mismos órganos de control funcionaban un poco mejor y, de alguna manera, atendían los reclamos públicos”, ilustra Quinche, pero la situación ha cambiado durante el gobierno del presidente Duque, lo que llevó a que organizaciones no gubernamentales nacionales e internaciones y a la sociedad civil a realizar algunas de las tareas encomendadas a las entidades de control.
A la cabeza de los dos organismos de control están funcionarios cercanos a la Casa de Nariño, lo que evidencia su falta de independencia, aspecto que, en el caso de la Defensoría del Pueblo, se ha cuestionado a mayor escala porque se ha permitido que el Ejército Nacional instale una oficina en su sede principal y se articuló a la Fiscalía para unificar las cifras de agresiones registradas durante el paro nacional.
Si bien es ideal el trabajo armónico entre instituciones, defensores de derechos y expertos consultados por este portal critican esa articulación, pues a su juicio compromete la independencia de la Defensoría de cara a las comunidades que atiende, buena parte de ellas afectadas por acciones de la Fuerza Pública. (Leer más en: Con ‘mordaza’ a la Defensoría, gobierno nacional asesta golpe al Acuerdo de Paz)
Esta situación preocupa a la abogada Quintero, quien, en el pasado, trabajó para el ente investigador: “Una cosa son las cifras que puedan tener la Fiscalía por el delito de desaparición forzada, mientras el Ministerio Público tiene información que puede recibir la Defensoría sobre personas de las que se desconozca su paradero. Además, en muchos casos, la gente no pone en conocimiento de la Fiscalía un hecho porque tiene miedo, pero la figura de la Defensoría sí permitía que se acercara e hiciera acompañamiento”, sostuvo y redundó en que son situaciones que desgastan al sistema de Estado.
¿En el umbral de la “conmoción interior”?
En los últimos días el presidente Iván Duque no descartó establecer el Estado de conmoción interior, legítimo dentro de lo establecido en la Constitución y el Estado Social de Derecho. “Es una posibilidad que, normativamente, tiene el Presidente, pero yo no vería la necesidad de plantearla ni de expedirla, me parece que con la situación actual ya hay bastantes elementos de esos que están operando sin que haya sido declarada”, arguyó Quinche.
Sin embargo, Quintero considera que esa decisión traería consigo un gran peso político: “Si lo hace, sería extremadamente problemático por el mensaje que da y porque vimos un uso errado de la figura, pero es importante entender que es una figura que está sujeta a controles y que de ninguna manera autoriza al presidente para flexibilizar la protección en materia de derechos humanos”.
Pero la abogada reconoce que una cosa es el deber ser y otra los hechos que finalmente ocurren. Diferentes sectores que defienden los derechos humanos prenden las alarmas por los repetitivos incumplimientos ejercido por parte de miembros del Estado sin haberse declarado conmoción interior, pues si ésta llegara a ponerse en marcha, temen que el desconocimiento sea aún mayor y sus consecuencias mucho peores de lo que ahora son.
* Nombres cambiados por petición de las fuentes.
** Foto de apertura: Comunicaciones CRIC.