Sesenta familias de Antioquia comenzaron a regresar a las veredas que antes eran campos minados. La historia de un monumental esfuerzo para volver al hogar.
San Francisco fue minado por grupos armados. |
A Verónica Marín no le gustó la prótesis en su pierna izquierda. Cada tanto se la retira y empieza a golpear el muñón contra los muros de la cocina de su casa. Se golpea hasta lastimarse. Es una reacción desesperada de una niña que a los 9 años perdió su extremidad por culpa de una mina explosiva enterrada en la vereda Comején de San Francisco, en el oriente de Antioquia. Hoy vive en Itagüí, tiene 14 años, tres operaciones quirúrgicas y pocos deseos de regresar a su pueblo, aunque le insistan en que las cosas están mejorando.
Contrario a lo que sucede en Las tortugas también vuelan, una película iraquí en la cual el trabajo de los niños de Kurdistán consiste en desenterrar minas antipersona para venderlas, en San Francisco nadie quiere saber de ellas. Es su mayor condena y el motivo por el que muchos de ellos huyeron de sus tierras y dejaron abandonadas sus casas. Los dos últimos censos del pueblo muestran el tamaño de la tragedia: mientras en 1993, ‘San Pacho’ tenía 12.500 habitantes, hoy sólo queda la mitad. El miedo a las explosiones ha podido más que el amor de un corazón campesino por la tierra.
Aunque están semienterradas, cada vez que explota una mina da la sensación de que estuvieran bombardeando desde el aire. Así lo vivieron Verónica y su hermano cuando trataron de correr después de la explosión. “Sólo pudimos arrastrarnos -recuerda-. Yo le pregunté a mi hermanito, que por esos días tenía 6 años, que si él me tenía la pierna, que dónde estaba mi pierna”. Nunca lograron encontrarla.
San Francisco no sólo queda en una de las regiones más minadas del país, sino que es el municipio en el que más víctimas han dejado las minas ‘quiebrapatas’. Ocupa el primer lugar en siembra de estos artefactos, por encima de Montes de María, en Sucre, y La Macarena, en Meta. Desde 1998, en sólo este municipio, se han presentado 107 víctimas por minas, 15 de ellas mortales. Ciertas veredas se vieron tan saturadas de explosivos, que tuvieron que ser reubicadas en su totalidad, como fue el caso de El Jardín. Cuando la Vicepresidencia de la República se comprometió hace dos años a realizar un programa de desminado humanitario, sabía que tenía que darle prioridad al oriente de este departamento. Sin embargo, por falta de hombres y tecnología, no podía cubrir de lleno los seis o siete municipios que están en iguales condiciones de riesgo. ¿Por qué empezar por San Francisco?
En medio de un consejo comunitario del presidente Álvaro Uribe, llevado a cabo en este pueblo a finales del año pasado, hubo una sola queja que se repitió hasta el cansancio por parte de la comunidad: “Señor Presidente, desde hace años no he podido volver a mi tierra porque está llena de minas”. Cuentan los asistentes al consejo que a la tercera intervención del público ya el primer mandatario estaba dando la orden de que mandaran al pelotón para ese municipio.
Dos meses después del consejo, 43 hombres del Ejército se internaron en las montañas de oriente y comenzaron una labor de relojeros que puede durar hasta dos años por municipio.
En enero el alcalde de San Francisco, Carlos Mario Nava, convocó a los líderes de las veredas a una reunión extraordinaria. Les anunciaría la buena noticia: “En pocos meses las familias de El Aguacate, Boquerón, Rancho Largo, El Jardín y San Isidro van a poder regresar a sus casas (…) el gobierno mandó un pelotón para que desmine todo”. La gente recibió la noticia sin entusiasmo. En una región acostumbrada a las explosiones y al desplazamiento, ni siquiera ese anuncio los alegró.
Sólo el pasado mes de julio, cuando a 60 familias se les comunicó que podían regresar sin peligro a sus casas, los demás habitantes comenzaron a aceptar el anuncio de principio de año. “Cuando vimos que las casas a la orilla de carretera ya se estaban llenando de gente, ahí sí creímos”, dijo una vecina de San Francisco al referirse al camino que conduce a la vereda de San Isidro y que antes era un campo de muerte. Buena parte de las familias que vivían a sus orillas tuvieron que desplazarse, no sólo por las minas, sino por el asedio de la guerrilla y los paramilitares durante los últimos 10 años. Los de San Isidro han sido los primeros en comprobar que el pelotón no es cuento chino y que las casas junto a los animales pueden regresar del olvido.
Una familia que decidió retornar y habitar su parcela fue la de Lucía Nava. Su historia incluye dos desplazamientos, huidas nocturnas, intimidaciones y resistencia. Aunque ningún familiar suyo ha sido víctima de una mina, Lucía, trigueña y aindiada, habla de ellas como una experta y encarna en sus 40 y pico de años la esperanza de muchos vecinos que retornaron y ven las posibilidades de una vida campesina sin explosiones ni amenazas. Hoy vive con sus seis hijos en una casa limpia, llena de animales y con las paredes azules y blancas. “A San Isidro no lo cambiamos -dice-, nos ha tocado huir y ver vecinos morir o irse del todo, pero esta es la tierrita nuestra y si nos dicen que ya las cosas están mejores y que están quitando todas las minas, pues con mayorrazón echamos raíces aquí”.
Una vez desminado San Isidro, la siguiente vereda escogida por el pelotón fue El Aguacate, a tres horas a pie desde el casco urbano del municipio. Los 43 hombres ya se encuentran allí y calculan que en tres meses su labor estará terminada. En este tipo de casos se suele entregar fechas aproximadas porque no sólo depende de la extensión del terreno que deben inspeccionar metro por metro casi de manera artesanal, con las manos y un detector electrónico, sino de las condiciones del terreno, el clima y la incertidumbre frente al número de minas o trampas subterráneas que hay en la zona. En la primera vereda, por ejemplo, donde se demoraron cuatro meses, encontraron 31 trampas tipo Vietnam (con palos secos afilados y veneno) y 22 minas antipersona.
Hoy en Colombia hay dos pelotones de este tipo que comenzaron a trabajar en agosto de 2006. El que está en San Francisco estuvo hasta el año pasado en San José del Guaviare; allí desactivaron 250 minas a la comunidad indígena Los Guayaberos. Y el segundo se encuentra en San Jacinto, Bolívar, en donde hay un pueblo de 94 casas desoladas por culpa de las minas. La meta es que para octubre todas las familias hayan retornado.
Pero el reto es más grande. Mientras se escribía este artículo, un joven de 22 años perdió una pierna y su brazo derecho por culpa de una mina en el Bajo Cauca antioqueño. Algunos municipios de esta zona ya enviaron una carta a la Vicepresidencia de la República para solicitar el pelotón humanitario. Hay más de 20 pueblos en fila con el mismo requerimiento. El miedo a las explosiones, a perder el oído, un brazo o un familiar obliga a que varias veredas por todo el país estén casi deshabitadas. La cifra de víctimas por minas en todo el país (7.000 desde 1990) y la experiencia que se vive en San Francisco han hecho de la frase “Urgente, se solicita pelotón humanitario” una consigna de moda.
Pubicado en Semana edición 1378