Crónica de la masacre de Segovia (Noviembre de 1988)

      
En el cobarde ataque paramilitar a la población antioqueña, una vez más los civiles ponen los muertos.


A pesar de sus macabras dimensiones, la masacre del viernes 11 en la noche en la población de Segovia, Antioquia, le sonó a muchos colombianos como una historia conocida. Una vez más, hombres armados a bordo de camperos, entraban a sangre y fuego en una población que, en forma desprevenida, se preparaba para uno de esos largos fines de semana de tres días. Llovía a cántaros, pero los bares estaban atestados de clientes que, al son de la música de carrilera, apuraban los primeros tragos del viernes cultural. A ellos y a las gentes que conversaban bajo los aleros de las casas, los sorprendieron las primeras ráfagas de ametralladora, que iniciaron una noche de terror poco antes de las siete. Como si a los asesinos no les importara quién cayera, como si no hubiera objetivo preciso, la banda de criminales fue recorriendo las calles del pueblo, disparando y lanzando granadas. Gritos, de terror unos, de dolor otros, fue la única respuesta de los habitantes, incluyendo a los agentes del puesto de Policía que, según todos los testimonios, no reaccionaron ni pronta ni efectivamente.

Hora y media después, Segovia estaba convertida en un mar de sangre y su hospital declarado en emergencia. Más de 40 personas habían muerto y medio centenar más se encontraban heridas. Los que habían salido ilesos no se reponían del shock. Las madres buscaban a sus hijos. Las esposas, a sus esposos… En esa población de cerca de 20 mil habitantes, ninguno se libró de ser tocado por la tragedia. Cada uno tenía un pariente o un amigo entre las víctimas.

¿Qué había pasado? En medio de la conmoción y del caos, nadie atinaba a encontraruna respuesta. En la oscuridad de la noche, fue imposible ver los rostros de los atacantes. Además, éstos nunca se identificaron ni lanzaron consignas que pudieran dar una pista sobre su origen. Por eso, las primeras versiones fueron totalmente encontradas y absolutamente previsibles. Siendo esta una región de fuerte influencia de las FARC y el ELN, la primera reacción de las autoridades, representadas en la zona por el comandante de la XIV Brigada general Raúl Rojas Cubillos, fue atribuírle el ataque a la guerrilla. Aunque hace pocos años, una acción de estas, donde las principales víctimas son civiles y no media combate alguno, no hubiera resultado verosímil endosársela a la guerrilla, las circunstancias actuales, con antecedentes como el de Saiza, daban para aceptar como posible esta hipótesis.

Sin embargo, lo que no encajaba era el hecho de que una población con alcaldesa de la Unión Patriótica (7 de los 13 concejales son de ese grupo) y territorio político de ese movimiento, pudiera ser presa de semejante agresión por parte de la guerrilla. De ahí que, el sábado en la mañana, comenzara a coger fuerza la idea de que el ataque había sido perpetrado por un grupo paramilitar.

La sombra de Castaño
Esta versión tenía asidero en múltiples antecedentes. Segovia, el primer municipio en producción de oro del país, a 240 kilómetros de Medellín en el nordeste antioqueño, fue durante muchos años uno de esos pueblos donde, como en la zona bananera obreros oriundos de la región trabajaban a órdenes de una compañía norteamericana y extraían riqueza a manos llenas, en medio de las más infrahumanas condiciones de vida y de trabajo. Fue esta situación y el olvido a que fue sometida la región tanto por el Estado como por los dirigentes políticos de los partidos tradicionales, lo que permitió que se convirtiera en un fortín de grupos legales y armados de la izquierda, que encontraron auditorio y respaldo entre sus explotados habitantes.

Desde entonces, los segovianos, como sucedía con sus vecinos de Remedios y de otros municipios del área comenzaron a estrechar lazos, primero con el Partido Comunista, y luego con la guerrilla. Como consecuencia del proceso de paz y del surgimiento de la UP, no resultó extraño que la mayoría de sus habitantes apoyara en las urnas a los candidatos de este nuevo movimiento político. Pero paralelamente al boom de la izquierda en la región, y seguramente como respuesta a los muchos abusos (secuestro, extorsión, boleteo, etc.) de los frentes guerrilleros a los hacendados, empresarios y comerciantes, se dio otro boom: el de los grupos de auto defensa, que luego, con la agudización de los conflictos, se convirtieron en verdaderos ejércitos de paramilitares.

Un siniestro personaje detrás de estos grupos en la zona comenzó a hacerse conocer en el área de Remedios, Amalfi y Segovia. A comienzos de esta década, una matanza de 18 personas de una misma familia en la vereda El Largato, en Amalfi, fue atribuída a un tal Fidel Castaño. Poco se supo de él entonces. Apenas, que había manejado una mina y luego se había hecho amigo de gentes del Cartel de Medellín, en particular de Gonzalo Rodríguez Gacha, “El mexicano”.

Furibundo anticomunista, su padre había muerto, al parecer de un ataque cardíaco, cuando permanecía secuestrado por un frente de las FARC y después de que Castaño hubiera pagado diez millones de pesos por su rescate. A raíz de esa tragedia familiar, organizó uno de los primeros grupos paramilitares de que se tenga recuerdo. Reclutó a algunos de los trabajadores de su hacienda para entrenarlos en la lucha contraguerrillera. El grupo cobró fama porque operativo que emprendía, operativo que lograba su objetivo: liberaba secuestrados sin necesidad de pagar rescates, “limpiaba” de extorsionistas veredas enteras y ofrecía servicios de seguridad a quien estuviera dispuesto a contribuír a su causa con una suma de dinero.

La fama de Castaño se extendió a otras regiones del país y su nombre alcanzó las primeras páginas de los periódicos, cuando hace once meses se le vinculó a las horrendas masacres de las fincas “Honduras” y “La Negra” en Urabá. El “Rambo criollo”, como se le empezó a conocer, no ha podido ser localizado por las autoridades que, por boca del DAS, lo acusaron formalmente de las mencionadas matanzas de Urabá.

Por todos estos antecedentes, en Segovia hay quienes creen que nada tendría de raro encontrar a Castaño detrás de la masacre del viernes. De hecho, muchos segovianos temían desde hace tiempo, que algo así podía suceder. “Desde hace meses, se estaba anunciando una masacre por aquí. Ese grupo que se llama ‘Muerte a Revolucionarios del Nordeste’ ha pasado volantes debajo de las puertas, pintan las paredes amenazando. Desde hace como un año, dijeron que cualquier día habría una masacre”, afirmó a la prensa un comerciante de la vecina población de Remedios, que no quiso identificarse. Pero no solamente Remedios, sino también Segovia, El Bagre y Zaragoza, todos ellos afines a la UP, se han visto inundados con las mismas hojas volantes. En ellas, se amenaza de muerte a dirigentes, militantes y activistas de izquierda de la región. Precisamente en marzo, cuando fue asesinado en Medellín el primer acalde popular de Remedios, Elkin de Jesús Martinez, circuló un volante con el siguiente texto: “Como lo habíamos anunciado en anteriores mensajes, hoy damos un parte de victoria con nuestra tarea de limpieza, la cual hemos iniciado con Elkin de Jesús Martínez, alcalde electo de la UP para Remedios., Sus vínculos con las FARC y demás grupos guerrilleros que han mantenido en zozobra al pueblo del nordeste antioqueño, han provocado de nuestro movimiento, un accionar concreto y decidido, en aras de poner fin a los planes expansionistas del comunismo encabezado por las FARC-UP en esta rica y próspera región del país”. Firmaba el documento, el grupo MRN (“Muerte a Revolucionarios del Nordeste”) .

La bola de nieve
A las pocas horas de conocida la tragedia de Segovia, la pregunta que se hacían los colombianos giraba en torno a dónde demonios y qué demonios estaban haciendo la Policía y el Ejército cuando se produjo el ataque. Existen numerosos testimonios según los cuales, durante la hora y media de sangre y fuego, no se vio un uniformado en cuadras a la redonda. Y se sabe que ni el puesto de Policía ni el Batallón Bomboná, a poca distancia del lugar, fueron blanco del ataque.

Lo anterior no hace mas que alimentar las sospechas -que en casos como el de las matanzas de Urabá se han demostrado- de que por acción u omisión, las autoridades militares de algunas regiones del país estarían auspiciando las actividades de los grupos paramilitares, empeñados en una especia de “guerra santa” contra todo lo que huela a izquierda. Si estas inquietudes no se aclaran, cobrarán fuerza interrogantes como los planteados hace pocas semanas por parlamentarios de la UP en un debate a varios ministros, en los cuales se le preguntó al gobierno por qué, si como el propio ministro de Gobierno, César Gaviria, lo afirmó, se han detectado más de 14 grupos paramilitares, el gobierno no ha hecho nada para desmontarlos o, cuando menos, combatirlos.

Pero además de la responsabilidad que en este tipo de acciones le pueda caber al gobierno y a sus Fuerzas Armadas, a la guerrilla también hay que pasarle su cuenta de cobro. Empeñada en una estrategia también de sangre y fuego para convencer a todo el mundo de que no está derrotada militarmente y para obligar al gobierno a un negociación directa, lo que ha hecho es exacerbar los ánimos y polarizar las fuerzas, contribuyendo a que se desmadre definitivamente el río de sangre que está recorriendo a Colombia. No en vano, 19 masacres como la del viernes se han cometido en lo que va corrido del año. Ante la creciente actividad guerrillera y la impotencia de la Fuerzas Armadas para detener esta avanzada, los grupos de paramilitares -que antes cumplían misiones específicas en regiones específicas- parecen estar actuando dentro de un plan nacional de respuesta a la guerrilla, contando con generosa financiación. “Son organizaciones que empiezan a contar con la simpatía y el apoyo económico de los terratenientes más reaccionarios de cada región del país”, dijo en reciente entrevista a El Tiempo, el director nacional de Instrucción Criminal, Eduardo Lozano. Lo más grave de todo es que estos grupos, sólo en casos excepcionales, como el del rescate de manos del ELN de dos funcionarios de la Defensa Civil el sábado pasado, se enfrentan directamente con la guerrilla, pues hasta ahora lo que han hecho es descargar sus iras en la indefensa población civil, cuyo único pecado ha sido militar en movimientos o partidos distintos del liberal y el conservador.

Cuando aún no se han acabado de enterrar los muertos de Segovia, parece evidente que el país se está encaminando hacia una nueva, más intensa y más macabra etapa de la guerra, produciendo un efecto como de bola de nieve en el cual dos bandos cada vez más radicalizados, se enfrentan en un conflicto ya casi territorial, donde los habitantes de toda un área son asimilados a uno u otro de los bandos, convirtiéndose así en potenciales víctimas. Todo esto mientras el gobierno y el resto del país parecen limitar su papel al de convidados de piedra.-

Publicado en SEMANA 15/11/88