Hablar del Programa Nacional Integral de Sustitución (PNIS) de cultivos de uso ilícito pasó de ser la esperanza en la transformación territorial hacia la legalidad y la productividad, a un motivo de recelo, amenazas y dudas que aún hoy no tienen respuesta, sobre todo para aquella en la que coinciden las comunidades: “¿No le importamos al gobierno nacional?”
“Ya nadie habla de sustitución… Solamente nosotros”, dice Wilder Franco, miembro de la Junta Directiva de la Asociación Campesina del Catatumbo (Ascamcat) y presidente de la Coordinadora de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana (Coccam) del municipio de San Calixto, y para quien es evidente que “nos dejaron, como se dice, con la burra enflorada”.
“Hablar de sustitución en la región del Catatumbo se convirtió en un problema, porque prácticamente somos declarados objetivo militar, porque con qué moral hablamos de sustitución si el gobierno nacional le faltó a las comunidades que están en el piloto de Caño Indio (Tibú)”, agrega, preocupado, porque a esta fecha debería haberse visto un gran avance en proyectos para sacar a las familias de la coca y generar el anhelado desarrollo con cultivos de cacao, maíz, fríjol, frutales, entre otros productos que fácilmente crecen en esta rica zona.
Aunque San Calixto es uno de los municipios con menos presencia de hoja de coca para uso ilícito, dada su tendencia a fortalecer la economía campesina, la expectativa de sustitución era la misma que la de otras poblaciones, porque con el cambio de cultivos vendría también la inversión social, vías, salud, y todos los servicios que, por décadas, han faltado en los pueblos del Catatumbo.
“La coca se volvió Ministerio de Salud, Ministerio de Vías, de Vivienda, porque allá sólo vemos la presencia militar, pero no los otros ministerios”, afirma Franco. “Las comunidades decidimos vincularnos al programa de sustitución, pero se convirtió en un elefante blanco y no hay argumentos para que nosotros podamos llegar a las comunidades a hablar de sustitución”.
Drama en Puerto Las Palmas
Si quienes confiaron pero no tuvieron que arrancar la hoja de coca tienen dificultades, ni qué decir de aquellos que erradicaron las matas, pero tienen las manos vacías.
Tal es el caso de la comunidad de la vereda Puerto Las Palmas (Tibú), en donde no resisten más la asfixiante omisión del gobierno nacional y se habla de desplazamiento, porque la resistencia se agotó, como los incumplidos pagos del PNIS.
“Desde antes que iniciara la implementación del Acuerdo de Paz firmado con las Farc (noviembre de 2016), algunas familias de la vereda Puerto Las Palmas decidimos sustituir los cultivos de uso ilícito con el deseo de cambiar las fuentes de ingreso de nuestras familias y de esta manera avizorar un futuro más esperanzador para nuestros hijos. Cerca de 40 familias nos comprometimos de manera radical con la sustitución voluntaria de los cultivos de uso ilícito, con la esperanza de que el gobierno nacional haría lo mismo. Sin embargo, las inconsistencias frecuentes en el registro para el PNIS, la demora y desinformación en los pagos bimensuales, y la falta de seriedad en un acompañamiento de calidad, han hecho que perdamos toda la confianza en el Estado”, señalaron en un comunicado público que emitieron a través del Servicio Jesuita de Refugiados (SJR), una de las instituciones que les ha dado la mano.
La comunidad recuerda que el acuerdo de sustitución voluntaria se firmó el 18 de noviembre de 2017, y que el primer pago de asistencia alimentaria llegó el 24 de enero de 2018, pero su compromiso fue tal que arrancaron las matas coca desde el 26 de enero y terminaron el 20 de febrero de ese año, mucho antes de lo proyectado por el Programa Nacional Integral de Sustitución de cultivos de uso ilícito.
Sin embargo, su rapidez fue en vano, pues los pagos comenzaron a ser intermitentes y sólo con derechos de petición, acciones de tutela y reuniones con funcionarios de la Gobernación de Norte de Santander pudieron concretar el último pago para el 24 de enero de 2019.
En total, de las 40 familias, 36 recibieron este pago y 4 se quedaron por fuera, según se argumentó, por “documentación inválida”, situación criticada por los beneficiarios que opinan que sacar a esas familias las puso en riesgo de resiembra de la hoja de coca.
“Sentimos que cada vez le importamos menos al gobierno actual, que son pocas las posibilidades de una implementación del acuerdo de paz real, que quieren dilatar en el tiempo los compromisos adquiridos en el Programa y que la única forma en que nos quiere responder el Estado es a través de la militarización, la represión y la erradicación forzada que genera más muerte y miedo”, afirman en el texto.
Alexánder Molina, presidente de la Junta de Acción Comunal de Puerto Las Palmas, cuestiona la falta de asistencia técnica y de proyectos productivos.
Aunque a la zona llegaron las llamadas Escuelas Campesinas, en cuatro sesiones “nos enseñan a capar una res, sin tenerla, y a garantizarle la seguridad alimentaria a los animales, cuando nosotros no la tenemos”, dice; y agrega que “este gobierno es de mucha charla, pero no le da la cara a la comunidad y ha burlado todos los mecanismos, para no entregar nada”.
Afirma que la comunidad no ha resembrado porque se propusieron dar todas las garantías de seriedad y legitimidad, precisamente para que no se les dieran excusas.
“Temen entregar proyectos productivos, pero no les da miedo ni el fracking ni dar concesiones mineras”, afirma, y coincide con Franco en asegurar que hoy en día debería estar avanzado el proyecto productivo que se financiaría con 10 millones de pesos del gobierno nacional, pero el tiempo sigue su curso sin una semilla sembrada ni un animal recibido.
Según las cuentas de Molina, quien funge además como presidente del comité técnico que funciona como veeduría, en la fase inicial de firma de acuerdos de sustitución, en Tibú se vincularon 552 familias, de las cuales 500 tienen asistencia técnica (a medias) y 53 reciben pagos, sin dicha asistencia. Tras la fase inicial, se sumaron mil familias en otro acuerdo, que están en espera de lo que decidan en Bogotá.
Mientras, la única motivación que los mantiene en el territorio es el impulso que les da el SJR y la Pastoral Social de la Diócesis de Tibú. “De no ser por ellos, ya nos habríamos salido”, dice, recordando cómo ha tenido que vivir hasta tres meses con dos millones de pesos, en tanto que la única garantía que les dio el gobierno fue la venta de productos como la yuca a 25 mil pesos por bulto, sin mayor margen de ganancia.
“La yuca gruesa no la recogen, y queda perdida… La última vez, se quedaron como 12 bultos”.
La diferencia con los proyectos de las oenegés es evidente: hoy en día hay cinco estanques de cachama, pollos, gallinas, cerdos, y huertas caseras, más el conocimiento dado con dos diplomados: uno, en formación política, y otro, sobre agroecología.
La salida, en solitario
Para Yermín Sanguino, vocero del Comité de Integración Social del Catatumbo (Cisca), la preocupación en todo el territorio es latente porque sumado a que en las zonas con pilotos de sustitución no se ha cumplido, la negativa del gobierno nacional de reunirse con las comunidades y escucharlas empeora los temores.
“Las propuestas que han diseñado y construido las comunidades muy poco se han tenido en cuenta”, dice. “Hoy, con los problemas que tenemos en el Catatumbo, las comunidades vamos por un lado y el gobierno por el otro”.
Este cortocircuito entre los actores afectó la sintonía y el reconocimiento del que gozaban las organizaciones sociales antes de la llegada del presidente Iván Duque, a quien señalan de no tener interés en la paz.
“Se están cerrando los espacios de interlocución con el gobierno, y se han desconocido todos los escenarios que nos hemos ganado con la lucha”, asegura Franco, para quien iniciativas como los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), pactados en el Acuerdo de Paz, solo sirvieron para la foto, “para no quedar mal, pero en los escenarios en los que se construye el proceso, se le cierran las puertas a las comunidades, porque se fueron haciendo filtros para que quedaran solo las élites del departamento, y esa es una realidad”.
También les alarma que en la firma del Plan de Acción Territorial del PDET, que se rubricó a finales de 2018 en Cúcuta, se abrió la puerta a una semilla que no gustó: la palma aceitera, “y si el PDET implica un monocultivo, es grave”.
Una de las salidas iniciales a este tipo de conflictos se está dando en Pacelli (Tibú), donde también se firmaron acuerdos de sustitución, pero ante la adversidad, la salida se ha dado por iniciativa de la comunidad, solitaria y valiente.
Gerson Villamizar, presidente de Asojuntas de Pacelli, relata que aunque les ha tocado solos, en la zona hay cultivos de sacha inchi, cacao, ganado, y algo de minería artesanal de carbón, que ha permitido una reducción del 50 por ciento de los cultivos de coca.
“Había unas 3.500 a 4 mil hectáreas; con esos proyectos, ahora quedarán por ahí 2 mil”, dice, esperanzado en que al menos unas mil familias puedan cambiar su actividad, con el apoyo de las diferentes asociaciones de productores que suman unas 400 personas.
Ahora, la autonomía parece ser la mejor aliada para las comunidades, dadas las circunstancias y la desconfianza que vuelve a hacer mella, pues como ellas mismas reconocen, el estímulo que necesitan las familias no llegará con el gobierno nacional.