En Urabá existía una especie de oficina clandestina de funcionarios del Incoder que se encargaba de legalizar las tierras despojadas. SEMANA visitó la zona para mostrar cómo operaba este perverso mecanismo.
Heliodoro Fernández tuvo que vender su tierra de Turbo por un tercio de lo que valía. Lo curioso es que hoy aparecen en el Incoder papeles según los cuales a él ya le habían quitado la tierra y se la habían adjudicado a otra persona desde antes de que él tuviera que salir desplazado de la zona. / Foto Semana |
Hace dos meses, el presidente Juan Manuel Santos sorprendió al decir que en las oficinas de registro de todo el país “donde se pone el dedo sale pus”. Y lo dijo para referirse al hallazgo de la Superintendencia de Notariado y Registro de 150.000 hectáreas que eran propiedad del Estado y, de forma fraudulenta, pasaron a manos de personas que no deberían tener títulos sobre esas tierras. Pero todo indica que la materia no está solo en las oficinas de registro. SEMANA conoció un informe según el cual existía una especie de oficina clandestina de funcionarios del Incoder, que elaboraban los papeles necesarios para legalizar el despojo.
Solo en Urabá hay 768 documentos con logos de ese instituto que inexplicablemente entregaron a terceros el derecho de usar tierras donde hubo desplazamiento, según el estudio hecho por Tierra y Vida, una organización de víctimas que es acompañada por Gerardo Vega, ex director de la Comisión de Memoria y Reparación en Antioquia. Esas resoluciones falsas están siendo investigadas hoy por la Superintendencia de Notariado y Registro.
El tema cobra especial vigencia ahora, cuando está a punto de ser aprobada la ley de víctimas en el Congreso, que en su capítulo de restitución de tierras ordena precisamente devolver predios como estos asus antiguos dueños. Precisamente, Urabá es una de las tres zonas del país que el gobierno ha catalogado como críticas en esta práctica de destierro. No todos los casos consignados en el informe pudieron probarse. SEMANA buscó la historia de algunos de estos centenares de casos, para entender cómo operaba y qué movía la perversa dinámica del destierro.
1. El emblemático caso de la joba
De las tragedias de tierras de Urabá tal vez la que encarna la finca La Joba, en Necoclí, las resume todas. La historia de este lote se remonta a 1986, cuando Cristobalina Martínez lo compró por seis millones de pesos para vivir allí con su esposo, Leopoldo Valdez, y su familia, conformada por cinco hombres, tres mujeres y un hijo adoptivo. Desde entonces, aquellas 70 hectáreas de tierra significaron el sustento para su familia. Pero todo acabó en 1993, cuando llegó el jefe paramilitar de entonces, alias ‘Carlos Correa’, y le dio la orden perentoria a la familia de que se fuera. Cristobalina obedeció porque ‘Correa’ tenía un historial bastante particular: había sido guerrillero del EPL hasta 1985; cuando ese grupo se desmovilizó, se fue para las Farc, y a mediados de los noventa, se convirtió en el primer jefe paramilitar de la zona.
Desde 1993, a ‘Correa’ lo vieron pasar por varias fincas dando la misma orden. Todos se fueron. Pero de cuando en cuando, Leopoldo visitaba La Joba con su hijo Alonso. En uno de sus viajes, los mataron a los dos y la decisión del resto de la familia, que se había refugiado en otro municipio, fue no volver.
Después de 14 años de destierro, el 10 de mayo de 2007, Cristobalina logró que el Incoder emitiera la Resolución 0413, en la que incluyó su finca en el registro de predios rurales abandonados por los desplazados. Esto, supuestamente, garantizaba que no se hiciera ninguna transacción con aquel pedazo de tierra. Sin embargo, para su sorpresa, el 26 de diciembre de ese mismo año, apareció la Resolución 3605, con la que el Incoder resolvía: “Adjudicar a Luis Alberto Echeverri Bedoya… el terreno baldío denominado La Joba”.
Pero lo más extraño es que en los archivos del Incoder sí aparece una resolución con ese número, pero se refiere a un caso muy diferente. Es decir, el documento que le adjudicó La Joba a Echeverri, un reconocido terrateniente de Urabá, no salió oficialmente del Incoder, aunque el papel tenga su membrete. Hasta ahí se podría eventualmente demostrar que era una simple falsificación. Pero el caso se volvió más complejo porque en la oficina de registro aparece legalizado este despojo. Y con el paso de los años, Echeverri traspasó el predio a parientes suyos, hasta que uno de ellos lo vendió a un tercero, el 30 de diciembre de 2009, en un negocio que se concretó en la notaría de La Ceja.
Ahora, Cristobalina y sus hijos esperan a que la nueva ley les permita volver a la tierra en la que invirtieron su capital. Por ahora no se pueden ni acercar. Su hijo Albeiro Valdez intentó hacerlo en 2010, cuando le restituyeron 35 hectáreas en aquella zona, y terminó muerto. Fue la tercera víctima en su familia. Cuando SEMANA viajó con otro de sus hijos a ver las tierras, lo escoltaron dos camiones de Policía con cerca de veinte uniformados, y antes de entrar a ese predio agreste y montañoso tuvieron que acordonar el área. Las tierras de La Joba siguen en manos ajenas.
2. ‘Yo renuncio a mi tierra’
José Manuel Tirado le llevó al Incora una carta, el 19 de diciembre de 1994, en la que decía: “En vista de que mi vida corre peligro en la zona, pues mi familia y yo hemos sido amenazados, me veo en la necesidad de refugiarme en otro sitio. El plazo que nos han dado para que salgamos es muy corto. Por lo tanto, manifiesto a la oficina del Incora en Necoclí que voy a dejar la parcela”.
Esa fecha coincide con la época en que el ya mencionado ‘Carlos Correa’ sembró el terror en la zona. Cuando era guerrillero, robaba ganado en fincas, y luego,como paramilitar, empezó a señalar como supuestos auxiliadores de la subversión a todos aquellos que en otras épocas, por obligación o voluntad, cumplían sus tareas. ‘Correa’, haciendo alarde de violencia, se quedó con fincas que luego pasaron a manos de sus parientes y de sus testaferros.
Una de tantas fue la de Tirado, a quien el Incora le había adjudicado cinco hectáreas en 1987. Allí vivía con su esposa y sus cuatro hijos. “Teníamos una vida soñada. Los mejores años de nuestras vidas fueron los que vivimos allá”. La tierra daba para sembrar palmas de coco, pasto, cacao y árboles frutales entre los que crecían marranos, gallinas y vacas. Por eso no querían irse. Abandonaron la tierra por obligación y así se lo hizo saber Tirado al Incora en una segunda ocasión, el 10 de julio de 1995, cuando firmó un acta en la que quedó consignada su renuncia a aquel predio por “presión por orden público”.
Pese a que era evidente que se trataba de un desplazamiento forzado, el Incora aceptó la renuncia. Un abogado del Incoder le explicó a SEMANA que en ese entonces no había herramientas legales para evitar que los campesinos entregaran sus parcelas en esas condiciones y que, posiblemente, por eso no se hizo nada para evitar que Tirado devolviera la tierra que le adjudicaron. Y ese mismo terreno fue cedido en 2007 por el Incoder a Omaira Correa Hoyos, una mujer que nadie conoce ni ha visto en la zona. La transacción ya aparece en el registro, lo que implica que ya está legalizado.
La idea con la entrega de estos lotes es que los campesinos los trabajen, algo que no está pasando en la finca de la que desalojaron a Tirado. SEMANA visitó esta parcela y encontró que, aunque fue adjudicada, está desierta y lo único que ven los conocedores de la región es ganado de familiares de Carlos Ardila, el mismo ‘Carlos Correa’, y de personas cercanas a Luis Alberto Echeverri, pastando en esa tierra.
El año pasado, Tirado pidió la protección del predio que alguna vez fue suyo, para que no se hagan más transacciones de él hasta que se resuelva su situación.
3. Adjudicado antes del despojo
Heliodoro Fernández Navarro tiene muy presente el 13 de diciembre de 1995. Ese día tuvo que salir de la parcela de cinco hectáreas que le había adjudicado el Incora cinco años antes, en Turbo. Pero no lo perdió todo. Después de su salida, su esposa y su hija permanecieron en la finca y lograron venderla en cuatro millones de pesos, casi una tercera parte de lo que les estaba ofreciendo otro vendedor. De la tierra sacaban entre setenta y ochenta cajas de plátano por semana cuando había buena época de cosechas. Heliodoro insiste en que negoció su parcela por menos de lo que valía, “porque me forzaron”.
El año pasado, cuando empezó los trámites para buscar una reparación, encontró algo extraño en el registro de su predio. Se dio cuenta de que, según una anotación en la resolución del Incora, a él ya le habían revocado desde el 20 de septiembre de 1994 la adjudicación de su parcela, es decir, cuando todavía él vivía en ella. Y lo que era más extraño aún: pese a que la revocatoria se había hecho hacía 16 años, el Incoder apenas la registró formalmente en la matrícula del inmueble el 10 de junio de 2010, por los mismos días en que él inició los trámites para su reparación.
Pero hay otra inconsistencia más en los papeles. El 24 de marzo de 1994, la parcela fue adjudicada a un hombre llamado Domingo Sanmartín, según se lee en un documento que tiene logos del Incoder. O sea, la nueva adjudicación de esta parcela se dio antes de que el Incora revocara la adjudicación que le había hecho a Heliodoro y antes de que él saliera desplazado.
4. El caso carepita
No todas las reclamaciones de tierras que se están haciendo actualmente tienen que ver con desplazamientos violentos. En la vereda Carepita, de Carepa, están reclamando despojos que se hicieron con resoluciones falsas y sin que nadie desenfundara un arma.
En aquella zona, un grupo de 22 campesinos había adoptado desde 1999 terrenos baldíos de la Nación como sitios de trabajo. Son tierras inundables donde en verano se puede sembrar ñame y yuca y en invierno sobreviven los árboles de plátano y coco. Pese a que no vivían allí, este grupo de campesinos adaptó cuatro hectáreas, que visitaban semanalmente, para recoger la producción de los cultivos y pescar. Como a veces pasaban varios días trabajando en el lugar, construyeron una choza, donde pasaban las noches.
Rigoberto Alemán era uno de ellos. Cuando él y sus vecinos decidieron, en 2008, buscar que el Incoder les adjudicara aquellos baldíos, se llevaron una gran sorpresa. Los mismos ya tenían resoluciones a nombre de otras personas que, según la ley, serían los elegidos para la adjudicación, pues fueron ellos los que por años explotaron la tierra. En total, eran siete documentos que adjudicaban el pedazo que pedían Rigoberto y sus vecinos, con sus respectivos registros en las matrículas inmobiliarias.
Lo más paradójico es que ellos se enteraron extraoficialmente de la existencia de esas resoluciones. Fue un conocido el que les contó, pero, para resolver cualquier duda, le preguntaron directamente al Incoder si realmente las había emitido. El Incoder no encontró nada en sus bases de datos: “Consultados los listados e información sistematizada de adjudicaciones de baldíos en Carepa, no se encontró adjudicación a nombre de los señores por ustedes mencionados”.
Entonces Rigoberto, convencido de que esas resoluciones eran falsas, hizo el trámite ante el Incoder para pedir que le adjudicaran el predio que venía explotando desde 1999, pero la respuesta fue que no era posible porque allí no había mejoras ni rastros del aprovechamiento. Hoy, no obstante, aparecen los otros como dueños en el registro.
Por Revista Semana