Afrodescendientes en Meta luchan por mantener su cultura ancestral

Texto, fotografías y videos: Bibiana Ramírez

Johanna Golu Murillo se mira al espejo, acomoda el turbante sobre su cabeza y desliza sus manos negras sobre el puñado de trenzas hechas en el cabello. Se sienta en el sofá de su casa y explica que “el turbante significa resistencia y esfuerzo. Las trenzas se utilizaban como caminos y se hacían mapas en la cabeza para poderse escapar en la época de la esclavitud. En estas trenzas se podía guardar comida y con los turbantes llevaban cosas para sobrevivir cuando se escapaban”.

Ya tiene el día programado para resolver las tareas del hogar, las remodelaciones de su casa y seguir liderando el trabajo organizativo de los afrodescendientes en Dinamarca, corregimiento de Acacías, Meta. Con otros líderes ha creado una asociación que están intentando acreditar, además está con la idea de formar una asociación de mujeres afro, porque no quiere que sean un adorno más en los hogares y desea ayudarlas a descubrir sus talentos.

Johanna llegó a Villavicencio en 1991, cuando tenía 8 años de edad. Salió de la vereda La Mazamorrera de Santander de Quilichao, en el Cauca. Su padre había salido años antes en busca de trabajo y se instaló en Dinamarca y allí formó otro hogar. En una ocasión el padre fue a visitarla, porque era hija única. Una noche salieron para una fiesta y allí mataron a dos muchachos. “Él dijo que no me iba a dejar por allá, que me traía para acá, porque había mucha violencia e inseguridad, el Cauca era zona roja”.

Vivió en la capital de Meta por un tiempo con otros familiares, pero visitaba con frecuencia a su padre en la vereda. En 1997, se radicó allí porque quedó embarazada de su primer hijo a los catorce años. “Dinamarca no tenía energía, las casas eran de bareque. Muchos barrios no estaban. Sólo estaba el centro, la cancha y el barrio El Jardín”.

Desde el año 2010, Johanna se empezó a interesar más por su comunidad. Vio que la mitad de los habitantes eran negros y la otra mitad mestizos, había una mezcla de culturas y la suya se estaba perdiendo. “Por eso empezamos a participar en colonias, reinados, luego a trabajar con los niños inculcándoles nuestras danzas, enseñándoles la importancia de tener vivas y presentes nuestras raíces afro”.

 

 

Primeros pobladores

Acacías se había constituido como municipio desde 1920 y Dinamarca empezó a existir como inspección después de 1986, cuando la empresa vallecaucana Manuelita llegó a sembrar palma africana para la producción de biocombustible. Antes de eso sólo eran pocas fincas extensas donde se sembraba arroz o se dedicaban a la ganadería.

Había una atracción inexplicable en esa tierra para que llegaran personas de otros departamentos del país en busca de trabajo, con la necesidad de asentarse y tener un lugar fijo para continuar con sus vidas. Dídimo Amado fue uno de ellos. Llegó a Dinamarca el 25 de noviembre de 1956, con 16 años de edad, proveniente del departamento de Santander.

“Eran tres casitas nomás. Llegué a trabajar en fincas. El dueño de esto se llamaba Álvaro Reyes y el otro lindero de allá era de Sinaí Roso. Después, cada uno donó de a treinta hectáreas para que se empezara a formar el caserío. Se las entregaron a Octavio Guarnizo. Pero él lo que hizo fue dividir en lotes y venderlos. Sólo dejó unas 25 hectáreas para el pueblo. Eso fue en 1965 y éramos ya unas sesenta personas”.

Los pobladores de aquella época llegaron de Tolima, Huila, Boyacá y los Santanderes. Había pocos llaneros. “Los de Tolima llegaban por la violencia, los demás en busca de oportunidades laborales, porque decían que por aquí había mucho trabajo”, recuerda Dídimo.

También fueron comunes las invasiones de terrenos por los foráneos. El cultivo de arroz era la mayor economía. Cuenta José Ignacio Serrato, un habitante nativo de Dinamarca, que Acacías era llamada la capital industrial de arroz. “La vereda se empezó a formar por campamentos, como todo esto eran lotes de arroz, necesitaban el personal cerca de los cultivos. El arroz se llevaba para Acacías donde había unos diez molinos”.

Acacías fue arrocero hasta 1986, cuando Manuelita compró una de las fincas de Dinamarca y empezó a sembrar palma de aceite ese mismo año. Para esas labores, trajo sus propios obreros. “Ahí fue cuando llegó la población afrodescendiente que ellos trajeron de Valle del Cauca y de Cauca, era su mano de obra”. Algunos ya trabajaban en el ingenio en su lugar de origen, otros eran contratados para viajar a Meta.

La empresa construyó un campamento de cincuenta habitaciones para albergar a los recién llegados. En una habitación podían dormir hasta cuatro solteros. Los primeros trabajadores que llegaron eran hombres procedentes de Valle, Cauca, Nariño y, en menor cantidad, de Chocó.

Dídimo Amado recuerda que con esa actividad todo cambió en Dinamarca, incluso la estación de Policía fue desocupada en 1989. Nadie supo las razones: “Llegó la palma y se echó a acabar el arroz y hasta la comida. Con las palmeras ya empezó la gente a ocupar, a llegar a los viveros, a sembrar”. Él siguió insistiendo con el arroz, pero la producción era cada vez menor, hasta que sembró 15 hectáreas y lo perdió todo, quedando en deuda con la Caja Agraria (hoy Banco Agrario).

Así lo evoca José Ignacio Serrato: “Finalizando los noventas y empezando el año 2000 los insumos para los cultivos de arroz se volvieron costosos y empezaron a llegar enfermedades, entonces las personas que sembraban arroz buscaron otras economías. A la par, Manuelita empezó a buscar áreas de proveedores, a asociar, a promover la siembra de palma de aceite con esas personas que estaban saliendo del cultivo de arroz”.

Felipe Larrahondo llegó a Dinamarca en 1989 de Palmira, Valle del Cauca, aunque sus padres eran caucanos. “Yo me vine del Valle en busca de empleo. En esa época no había empleo por allá. Me dijeron cómo era esto por aquí y me gustó el proyecto. Un amigo de Palmira, que ya estaba por aquí, me dijo y que en 15 días me esperaba por allá. Armamos viaje y nos vinimos”.

Felipe llegó en julio de ese año, vivió en el campamento hasta diciembre, porque la empresa le dijo que lo iba a vincular. Su trabajo no fue en la parte productiva sino en la vigilancia de la procesadora del fruto de la palma. Después se interesó más por su comunidad y empezó a liderar el mejoramiento de Dinamarca. Primero fue presidente de la asociación de padres de familia del colegio; luego, presidente de la Junta de Acción Comunal. Ahora está jubilado de Manuelita por sufrir una enfermedad hereditaria.

Entre 1985 y 1990 se dio la mayor migración a Dinamarca porque después de la siembra seguía el mantenimiento de las palmas, luego la cosecha, donde ya se necesitaba más personal y, posteriormente, el procesamiento. Nuevamente las personas que llegaban se tomaban predios y los invadían, como en la época del arroz. “Ahí comenzaron a cambiar las cosas, se construyeron más viviendas, hubo invasión de predios y entró Manuelita a ayudar a legalizarlos. Y fueron apareciendo barrios y la empresa apoyando la construcción de viviendas”, cuenta Felipe Larrahondo.

Pocos incidentes relacionados con el conflicto armado ha vivido la comunidad de Dinamarca. El que más se recuerda ocurrió en 1997 cuando la extinta guerrilla de las Farc intentó entrar a la inspección y extorsionar a Manuelita. Como no quisieron pagar, los alzados en armas reaccionaron derramando aceite que ya tenían procesado y quemando varios buses de la empresa. Ante ese ataque, llegó el Ejército Nacional, se enfrentó con los insurgentes, mataron a cuatro guerrilleros y frenó el avance de los subversivos.

Años después intentaron entrar comandos paramilitares, vestidos de civil y con pocos integrantes, pero tampoco encontraron apoyo de la comunidad; incluso, fueron denunciados ante el Ejército, que contrarrestó sus intenciones de asentarse en la vereda.

Dinamarca cuenta hoy con cerca de 5 mil habitantes y unas 8 mil hectáreas sembradas con palma, que están marcadas por el contraste: alrededor de la vereda se pueden observar vestigios de las primeras plantaciones al lado de nuevos sembradíos.

 

 

Recuperar las raíces

Es mediodía en Dinamarca. El sol caldea sobre las calles sin pavimentar y los techos de zinc. Por ser domingo es día de descanso, aun así, los habitantes están dentro de sus casas, con el ventilador prendido o refugiados en los lugares más frescos. La temperatura alcanza los 38 grados centígrados. Las casas no tienen rejas y permanecen abiertas. Allí nadie desconfía del vecino y todos se saludan, con alegría, como si llevaran años sin verse.

Desde la llegada de los primeros afrodescendientes a Dinamarca, se ha presentado una mezcla de razas y culturas que hoy es difícil identificar cuál es la más relevante. De las casas salen sonidos de salsa, ni un sólo joropo o algo de música llanera. Hay ventas de lechona, plato típico de Tolima, o Champú, una bebida de Valle del Cauca, mazamorra, sancocho o hallacas. Poco se ve la mamona, una de las especialidades de la cocina tradicional llanera.

Todos los que llegaron a esta inspección dejaron en sus tierras las costumbres culturales porque su único interés era buscar mejorar sus economías. Una de las fiestas más curiosas en Dinamarca es la celebración el Día del Búfalo. Casi nadie conocía este animal hasta que la empresa Manuelita lo llevó para hacer el trabajo de cargar la semilla de palma.

“Esto es desplazamiento forzado, que aunque no es por grupos armados, se dio por el empobrecimiento de las comunidades, esa violencia que no se siente, que no se publica, pero que está ahí, obligándolas a salir de su territorio. Y el arraigo a la cultura se deja a un lado, porque es más importante la subsistencia”, afirma Amílcar Carabalí, gestor cultural y promotor de la cátedra afrodescendiente en Meta.

Amílcar llegó hace catorce años a ese departamento de los Llanos Orientales desde el norte de Cauca, también con la intención de buscar oportunidades laborares como instructor de danza y música afro. Se quedó porque vio que ya había una mezcla grande de raíces y la suya estaba desapareciendo.

“Es desarraigo cuando a ti te ven con la piel oscura, pero no te reconocen como parte fundamental, actor social y cultural de esta comunidad”, dice el gestor cultural. “Hay municipios de Meta donde dicen que no hay afros, a pesar de que saben que hay una comunidad ahí, que le está aportando económica y laboralmente al municipio. Hay una interculturización de las personas, se hace un vínculo social, sentimental, espiritual, con la gente de acá, surgen hogares y ya los hijos no saben de sus raíces, de sus lugares de origen, pero vibran con el arpa, el cuatro, bailan joropo, toda la idiosincrasia de los llanos, pero perdiendo su cultura negra”.

Una de las estrategias que está implementando Amílcar es llevar la cátedra afrodescendiente a colegios públicos del departamento; además, rescatando las raíces culturales dentro de los asentamientos con grupos interesados en este trabajo.

Y una de las quejas de Johanna Golu es que hay poco apoyo institucional y de la empresa para el rescate de la cultura afro: “Manuelita no ha aportado nada para la comunidad afro específicamente. Nosotros, en cambio, le aportamos mucho a la empresa con el trabajo y cuando van a hacer los eventos, ahí sí nos llaman, para que vayamos allá con las danzas, con nuestra cultura, pero ahí sí se acuerdan, toman la foto y luego muestran que sí están trabajando con la población”.

Con la ayuda de Amílcar, Johanna y otros líderes han instaurado el Día de la Afrocolombianidad como acto conmemorativo en Dinamarca, apoyados por el colegio, además de dar talleres de danza, música y sobre todo mostrar de dónde vienen, porque ellos creen que, conociendo sus raíces, cada uno se puede apropiar y así disminuir el racismo y la discriminación.

Temas que en Dinamarca no son muy recurrentes, pero que sí han tenido momentos de exclusión en épocas de elecciones o en la vinculación al trabajo. “Aquí hay racismo. Hay discriminación. Y no sólo es por decirle a uno negra, sino que la discriminación va desde un puesto de trabajo, desde el respeto a la ley que nos cobija o desde una mirada”, afirma Johanna.

Y Amílcar complementa diciendo que ese rechazo se elimina cuando el afro también se reconoce dentro de una cultura y la expresa constantemente, realizando un proceso educativo con el resto de la comunidad.

“Nosotros los afros no teníamos nada, lo que teníamos, así fuera nuestro, no era nuestro y eso se ve reflejado en personas que hoy se les pregunta: ¿de qué vive? Y dicen: uno aquí tiene su mata de yuca, sus gallinitas, y no es consciente, ni el que lo escucha, de que esa persona se está negando a sí misma y está negando sus posiciones. No dicen yo tengo mis gallinas, sino, uno tiene sus gallinas, porque eso está en lo interno nuestro, porque no teníamos derecho a decir nada, y así habla la mayoría de gente de nuestra comunidad”, reflexiona este gestor.

 

 

Mujer afrodescendiente

Luz Dary Urrutia llegó a Dinamarca desplazada por el conflicto armado en Chocó hace 32 años. Vivía en el corregimiento Negría, del municipio de Istmina. “Por allá nos quitaron las tierritas. A la casa llegó una gente y nos dijeron que nos teníamos que ir. La vereda quedó sola, por el miedo. Allá lo que querían era sembrar coca. De la vereda mataron algunos”.

Ella llegó con su esposo y sus hijos, invadieron un terreno y ahí se asentaron. El esposo entró a trabajar a Manuelita y aún se mantiene. De Chocó sólo hay tres familias en Dinamarca. Luz Dary dice que ya perdió su cultura y nunca más volvió a escuchar un alabao ni una champeta, manifestaciones musicales propias de su región de origen. El trabajo que llegó a hacer fue a alimentar personas que trabajaban en la empresa. Después aprendió a hacer comida de otras regiones para vender.

Johanna afirma que el trabajo que ofrece Manuelita a las mujeres es mínimo, “como de ir al vivero, al polen, que hay que caminar más de 4 hectáreas, le dan un palo a uno para abrir monte, porque todo es tapado. Entonces toca llenar bolsas en el vivero, plateo químico o con pala, todo el día al rayo del sol, no hay árboles, o estar echando polen a la flor de la palma. Son trabajos duros”.

Además, asegura que el pago es poco. Por ejemplo, les toca llenar 300 bolsas, y les pagan 25 mil pesos. “Y nos toca levantarnos a las tres de la mañana a preparar la comida, salir a las cinco a trabajar y regresar a casa a las cinco de la tarde para atender los niños y nos acostamos a las diez u once de la noche”, precisa.

Razón por la cual Johanna dice que la discriminación hacia ellas es fuerte, son las que más trabajan en el día y su remuneración es poca, entonces les toca rebuscar el sustento, porque en verano las palmeras producen poco y el salario de los hombres se reduce.

“Aquí hay mujeres muy berracas, muy luchadoras que salen a vender cosas, hallacas, champús, mazamorra, yo he hecho sancochos para vender”, cuenta Johanna. Por eso quiere formarse más para liderar procesos con las mujeres de Dinamarca. Este año se unió a la red departamental de mujeres negras para nutrirse de otras experiencias y replicarlas con su comunidad, además de buscar apoyos para el mejoramiento de la economía de las mujeres.

 

 

Migrantes en Meta

Ese departamento ha tenido varias oleadas de migraciones negras, que se inician en el siglo XVIII, cuando llegaron a la región los primeros esclavos, llevados allí por los conquistadores españoles, y se asentaron en lo que hoy es el municipio de San Juan de Arama, entrada a la Serranía de la Macarena.

Luego, a inicios del siglo XX, llegaron nuevos migrantes en busca de asentamientos y trabajo con el auge del caucho y la madera, como lo relataba el escritor José Eustasio Rivera en su novela La Vorágine. En esa época arribaron negros del Litoral Pacífico, muchos de ellos de la región nariñense de Barbacoas.

En 1950 comenzó “la colonización del alto y bajo Ariari, durante este proceso llegó abundante población negra, entre ellos los primeros educadores chocoanos”, relata el escritor Afro, Denis Viáfara Figueroa en su libro Afrometa.

Entre las décadas del sesenta y setenta llegaron negros detrás del apogeo de la marihuana a trabajar en estos cultivos. También con el descubrimiento de yacimientos de petróleo y su explotación, Ecopetrol se instaló en Meta contratando mano de obra negra. Y a la par los cultivos de hoja de coca se sembraron en este departamento y muchos de los raspachines eran negros, también llegados del sur del país.

Y a mediados de los años ochenta comenzó a sembrarse palma africana, época en la que se incrementó la migración proveniente, en gran parte, del norte del departamento de Cauca. Se asentaron en las inspecciones de Veracruz, del municipio de Cumaral; San Carlos de Guaroa, en San Martín; y en Dinamarca, de Acacías, donde la empresa Manuelita compró tierras y empezó a sembrar sus grandes cultivos, que hasta la fecha se mantienen.

En toda esta trayectoria de migración, los afrodescendientes han sido contratados bajo el calificativo de mano de obra no calificada. “Ahora hay una explotación, prácticamente una esclavitud contemporánea, porque las comunidades están aquí, están aportándole a los municipios donde viven, pero no se desarrollan, no crecen y no reciben la educación adecuada”, asegura Amílcar Carabalí, quien, a pesar de las circunstancias, persiste en rescatar la cultura negra en Dinamarca, junto a Johanna, la joven que se prepara para liderar esa causa en medio del desarraigo.

Nota del Editor: Se quiso conocer la opinión de la empresa Manuelita S.A., pero sus voceros explicaron vía correo electrónico que en razón de la contingencia generada por el Covid-19, estaban concentrando sus esfuerzos en “atender las prioridades para la operación del negocio”. Nuestro portal queda atento a sus comentarios cuando así lo requieran.