Medellín, ¿qué diablos pasa?

      
Crónica de la vibrante ciudad desde los pasillos de Medicina Legal, el escritorio del coronel Martínez y las andanzas del pandillero ‘Caliche.

La Policía ha instrumentado una estrategia con marchas fúnebres simbólicas, el objetivo es frenar el baño de sangre. Cuando los habitantes se asoman a los ataúdes de la marcha encuentran su rostro reflejado en un espejo.

Para bajar a los estratos más bajos de Medellín hay que subir, subir, subir. Arriba, en los bordes de las montañas nororientales de la ciudad, están los barrios bajos, reguero de casas apretadas, muros contiguos, techos recostados sobre techos, escalas en procesión interminable, ventanas y balcones sobre el vacío, vericuetos de corredores, aceras de tierra, remolinos de polvo, los gallinazos volando allá, abajo, en un cielo inferior, por debajo de lalínea de los pies. Podría ser poético, pero no lo es.

Estas montañas son de nuevo, lo fueron también hace tiempo, una de las dos o tres barriadas más peligrosas del mundo: según cifras de Medicina Legal, en los últimos 20 años 64.510 personas fueron asesinadas en las calles de Medellín, casi 23.000 sólo aquí, en la comuna nororiental, la mitad de la gente que se necesita para llenar el estadio Atanasio Girardot.

Ahora, bajo un sol que derrite los parches de brea de los techos, los habitantes de Santo Domingo Savio, uno de los barrios más violentos de la zona, observan un espectáculo sorpresivo: cuatro carros mortuorios se detienen en la terminal de buses, lugar de balaceras y masacres. Los escoltan policías en motos y patrullas, todos vestidos con su uniforme de gala y guantes blancos. Sacan los ataúdes y los disponen uno al lado del otro. La gente se aglomera en los balcones, en las puertas de las casas. La imagen es común para todos. ¿Qué muertos vendrán adentro?

Un oficial grita un discurso sobre el valor de la vida, la paz, la crueldad de las balas, el perdón entre los hombres. Se llama Omar Delgado, es sociólogo y director de la Policía Comunitaria de Medellín. La idea de los ataúdes fue suya. Se trata de la más reciente estrategia para frenar el baño de sangre en los barrios de la nororiental. Al final, después de que dos policías trompetistas tocan el minuto de silencio subidos en un balcón, Omar Delgado ordena poner la canción Sólo le pido a Dios, en la voz de Mercedes Sosa, e invita a la gente a calmar su curiosidad asomándose a los ataúdes. Todos corren.

La vida entre muertos
En su último cumpleaños, el 5 de marzo pasado, Carolina Domínguez se pasó el día entero haciendo las necropsias de dos jóvenes descuartizadas a las que sus victimarios vaciaron en canecas con concreto. Ese día cumplió 30 años y se fue a dormir sin saber, pese a los esfuerzos, cuál fue la causa de muerte de las mujeres, desmembradas después de ser asesinadas. La médica legista, de cabello negro y ojos casi siempre enrojecidos, admite que ha tenido días peores.

A mediados de diciembre, un fin de semana cuya fecha ya no recuerda con precisión, ella y sus compañeros del Instituto de Medicina Legal practicaron 48 necropsias, una pila de cadáveres que se debieron disponer más allá de las 17 mesas disponibles en la sala de autopsias, en el suelo, a lo largo del inmenso salón, de pronto todo convertido en un estrecho cobertizo. Cuando llega a su casa, a la hora que sea, sin importar qué tanto frío haga, Carolina se baña un rato largo. Dice que si no lo hace, es incapaz de dormir. A su lado está Nadir Marín, de 26 años, una médica aspirante a forense. Hoy es su primer día de trabajo y, por alguna bendita razón, no hay cadáveres qué examinar. Ella lo agradece.

Lleva zapatos de colores, admite que colecciona objetos de Hello Kitty y que tiene miedo de no ser capaz de soportar el hedor de un cuerpo descompuesto. Ayer, su madre le compró el cuchillo de las disecciones en un almacén de cadena, pero el artefacto, acaban de decírselo, es demasiado corto para abrir un cuerpo baleado. Ninguna de las dos mujeres tiene hijos aún y es posible que, admiten, el temor de la muerte no llegue a permitírselo.

No es el caso de Iván Toro, otro médico que se entrena para médico legista. Tiene dos hijas, de 4 y 7 años, y vive, justo, en la comuna nororiental, en el barrio Manrique. Su mujer, dice él como disculpándose, no lo deja salir por el barrio. Teme que lo alcance una bala disparada por quién sabe quien. Por culpa de la barahúnda en las comunas de Medellín, Medicina Legal ha debido contratar más médicos, ampliar los turnos de trabajo y acelerar la formación de nuevos aspirantes a forenses. Sólo en enero, la ciudad produjo 231 asesinatos, 128 más que en el mismo período del año pasado. No deja de ser desconcertante.

Medellín es una de las ciudades de América Latina que más recursos invierten en cobertura educativa y programas culturales en los barrios. Ya son célebres sus colegios públicos, sus unidades deportivas y sus impresionantes parques biblioteca, cuya construcción lideró el ex alcalde Sergio Fajardo y ahora continúa Alonso Salazar. A sólo unas cuadras del símbolo de esa transformación urbana, en la Biblioteca España, una construcción de 3.500 metros cuadrados en la que la Alcaldía invirtió 15.000 millones de pesos, los jóvenes caen muertos por tiros de fusil. ¿Qué diablos pasa?

Policía sin dientes
El coronel Luis Eduardo Martínez Guzmán, comandante de la Policía Metropolitana del Valle de Aburrá, se toma la cabeza detrás de su escritorio. Esta tarde ha citado a su despacho a cuatro policías a los que decidió despedir porque, dice, les falta valentía. Al parecer, los uniformados fueron testigos de una balacera entre dos grupos de sicarios en uno de los barrios de la comuna nororiental y, en vez intervenir, decidieron resguardarse tras un muro y esperar. Muchos en Medellín parecen celebrar que, según cifras del mismo coronel Martínez, nueve de cada 10 asesinatos cometidos en los barrios sean de miembros de bandas criminales. El oficial, sin embargo, está obligado, y así debe ser, a reducir ese número aunque aquello signifique que sus hombres se jueguen la vida para salvar las de asesinos a sueldo. Pero esta tarde sus preocupaciones son otras.

Sobre su escritorio, el comandante de la Policía Metropolitana examina siete carpetas con fotografías y reseñas de decenas de miembros de bandas criminales, casi todos menores de 30 años, sus nombres, alias, calles donde delinquen, edad y hasta dirección de residencia. Aunque sabe todo de ellos, se queja el oficial, no puede apresarlos porque ninguno tiene orden de captura. De Sebastián, uno de los capos mayores, enemigo declarado del otro jefecriminal de la ciudad, alias ‘Valenciano’, ni siquiera puede mostrarles a los medios alguna de las 30 fotos recientes que tiene de él porque estaría incurriendo en un delito. No es broma, aunque lo parezca.

Martínez hace mala cara y asegura que los recursos con los que cuentan jueces e investigadores judiciales están muy por debajo de las exigencias que imponen los barrios altos de Medellín. Basta una revelación: desde junio del año pasado, 3.500 de los 7.000 policías que tiene la ciudad patrullan la comuna nororiental y sin embargo, hasta ahora, la cifra de muertos no da tregua.

Industria ingreso seguro
‘Caliche’, un joven del sector de La Silla, en pleno corazón del conflicto, ve pasar la caravana de uniformados que patrullan el sector, entre ellos cuatro carabineros a caballo escoltados de cerca por soldados de la IV Brigada. ‘Caliche’ es miembro de una banda y tiene un Corazón de Jesús tatuado en alguna parte. Estuvo en la cárcel Bellavista y fue, dice él, uno de los hombres que ‘Don Berna’ mandó a reclutar a toda carrera a finales de 2003 para enlistarlo como miembro del Bloque Metro de las autodefensas. En dos días le enseñaron a marchar como soldado, pero no pudo presentarse porque las armas y los uniformes camuflados no alcanzaron para todos y lo bajaron del bus en el que sí se fueron tres de sus vecinos, un tío y el esposo de una prima.

Las autoridades calculan que en la ciudad hay 250 bandas criminales que agrupan a cerca de 3.000 jóvenes, muchos de ellos antiguos miembros de autodefensas, milicias guerrilleras u otras bandas extinguidas o reagrupadas bajo nuevas denominaciones: Los Mondongueros, La 38, La Galera, La Silla, La Unión, Los Terribles. Contrario a lo que muchos creen, y pesea las multimillonarias inversiones en mejoramiento de la calidad de vida hechas por la Alcaldía en los últimos seis años, la convivencia pacífica sigue siendo un espejismo en los barrios altos de la montaña.

‘Caliche’ admite que un hermanito suyo va a la Biblioteca España a que le lean cuentos y él mismo dice haber ido un par de veces con una vecina a darse besos en las bancas de afuera. Lo que más le gusta de allí es lo limpio, lo grande, lo espectacular que es ese edificio en forma de dado, son sus palabras, pero admite que la única plata que sube a los barrios es la de los malos, amén, y que nadie se quita el hambre leyendo libros, de nuevo son sus palabras.

Un muchacho que trabaja como campanero, es decir, como delator de operativos policiales, puede recibir 20.000 pesos diarios, 600.000 pesos al mes. Los que recogen las cuotas de extorsión en las casas, en los negocios, en los paraderos de los buses, pueden duplicar esa cifra, lo mismo que se gana un bibliotecólogo o un administrador de empresas recién graduado. Al parecer, sin importar a nombre de quién se empuñen las armas, la milicia es desde hace dos décadas la mayor empresa en los barrios altos de Medellín. Los que no se van al Ejército a pagar servicio y luego a sobrevivir con un sueldo como soldados profesionales, se quedan a merced de las milicias guerrilleras, los narcotraficantes o, como ahora, de las bandas dedicadas a la extorsión.

En las comunas, dicen sus habitantes, están acostumbrados a ver subir gente a proponerles cosas. Por eso muchos entendieron la oferta del Presidente de darles 100.000 pesos a los estudiantes a cambio de información como otra de tantas ofertas que les viven haciendo de enrolarse en uno u otro bando. ‘Caliche’ ni siquiera está dispuesto a considerarla por lo ridículo de la cifra. Cien mil pesos no es plata, dice el muchacho, amén, y se santigua. Sus patrones le sextuplican esa cifra y no tiene que pecar por sapo, dice.

Desde donde permanece parado se ve el tumulto de gente alrededor de los féretros que esta tarde ha traído la Policía. A lo lejos se oye cantar a Mercedes Sosa pedirle a Dios que la guerra no le sea indiferente, que es un monstruo grande y pisa fuerte. Pero nadie verá muertos adentro de los ataúdes. Se trata de un truco con el que la Policía pretende crear conciencia en los barrios más violentos de la ciudad. Adentro de las cajas de madera esmaltada sólo hay espejos, de tal suerte que cada quien sólo verá su propio rostro. ¿Servirá de algo? En Medicina Legal los turnos por estos días siguen siendo los más largos en muchos años.

Publicado en Semana, edición 1449 – Fecha: 08/02/2010