En horas de la noche la Plaza de Bolívar se convirtió en el punto de encuentro de más de 250 víctimas del conflicto armado en Colombia. Su objetivo, hacer un merecido homenaje a sus muertos para que los vivos puedan vivir en paz.
Más de 250 víctimas del conflicto armado asistieron a la Plaza de Bolívar para rendir un homenaje a sus seres queridos. Foto: León Peláez |
Una víctima llora mientras contempla las velas encendidas por sus compañeros. Foto: León Peláez |
Allí, delante de las carpas de los desplazados que hace más de un mes esperan por una solución del gobierno, en frente de la fachada de la Catedral Primada de Bogotá, del Palacio de Justicia, del Congreso de la República; víctimas de diferentes partes del país y un escaso grupo de acompañantes se reunieron para rendir un merecido homenaje a los miles de damnificados que ha dejado y siguen dejando los grupo paramilitares en Colombia.
En medio de la oscuridad, iluminados por velas y envueltos en impermeables blancos, unieron su voz para manifestar su dolor, ese que con tanta facilidad pasa desapercibido por la opinión pública y que late con una fuerza inusitada en la memoria de un amigo que se fue, una familia que desapareció o un conocido que jamás regresó.
Tomaron en sus manos cientos de papeles, insuficientes para registrar las más de tres décadas de barbarie paramilitar que sacudieron nuestro país; con una valentía renovada oraron por sus muertos delante de los oficiales de policía, y escribieron una vez más, lejos de las frías salas de audiencia de Justicia y Paz, el pedazo de una historia que labraron con sangre y templanza.
Es así como Don Carlos, un hombre de avanzada edad y piel morena, aparece entre las interminables filas de velas encendidas, tiene algo que contar. Su padre fue una de las primeras víctimas de la masacre de la Gabarra, asesinado por no pagar a las autodefensas una vacuna de 10 millones de pesos en 1999. “Ellos iban asesinando sin preguntar”, asegura.
Durante la vigilia también hubo espacio para el arte. Foto: León Peláez. |
La danza invadió por unos minutos la noche del centro de Bogotá. Foto: León Peláez. |
En ese entonces, jefes paras que respondían a los alias de ‘Osito’ y ‘el Gato’, retuvieron a su padre y lo asesinaron a sangre fría delante de los ojos de su madrastra. La pérdida no consiguió intimidarlo, fue por eso que decidió quedarse para luchar por los sueños de su familia, donde ha continuado viviendo entre la “vigilancia” de las bandas rearmadas y su compromiso de cooperar con la comunidad.
Como Don Carlos, son cientos los damnificados que acudieron al seminario “Las víctimas en la construcción de paz” del Programa Poblaciones Afectadas por el Conflicto de Nuevo Arco Iris, realizado entre el 20 y 22 apoyado por la asociación Minga. Han sido en total tres días de talleres y exposiciones continuas en las que diversas organizaciones de víctimas se dieron cita para replantear el papel que juegan en la construcción de la paz en Colombia.
Entre el grupo de damnificados también se encuentra Roberto*, desplazado de la ciudad de Santa Marta en el 2004 donde trabaja con una fundación que se ocupa de madres cabezas de familia y niños víctimas del conflicto armado. “Hay que seguir luchando por la dignidad y hay que dar un cambio a esta nación a través de las víctimas que somos las personas que hemos iniciado un proceso colectivo de todas las organizaciones a nivel nacional”, dice.
A medida que avanza la noche las víctimas siguieron de cerca las intervenciones de sus representantes en un escenario habilitado con sonido, allí, hasta las 12 de la madrugada, escucharon el testimonio de cientos de compañeros que se perdieron en medio del conflicto armado.
Es el caso de Juan Carlos* un líder comunitario que se vio obligado a abandonar la ciudadde Valledupar, donde se desempeñaba como abogado litigante impulsando diversas causas sociales. En esa época había iniciado un proyecto en compañía de una colega con la que consiguieron limpiar el nombre de más de 15 campesinos señalados por las autoridades de pertenecer a la guerrilla.
En el 2001 como resultado de su trabajo un grupo de sicarios ingresó en las instalaciones de su oficina y asesinó a su compañera de trabajo, desde entonces Juan Carlos* se convirtió en blanco de múltiples amenazas que lo obligaron a abandonar su familia, a la cual, hasta el día de hoy, no ha podido visitar.
Representaciones teatrales acompañaron la vigilia hasta altas horas de la madrugada. Foto: León Peláez. |
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Entre las fotos de los desaparecidos, de los hermanos asesinados, brillan los dibujos coloridos de un grupo de niños que escriben un mensaje para sus padres desparecidos, la carta de amor de una esposa que se quedó esperando por su marido y que hoy en día debe mantener a sus hijos en una ciudad que no conoce.
“Jackson Reyes, tu muerte no fue en vano”; “Raúl Mendoza, vivirás por siempre”; “Hermano te dejo este mensaje recordando nuestra casa, para nosotros no has muerto”, son algunos de los papeles que el viento comienza a empujar en la mitad de la madrugada, sostenidos por diminutas velas de colores que sirven de pisapapeles.
El fin de la jornada se acerca, mañana regresarán a sus lugares de origen, algunos se quedarán en Bogotá porque no pueden volver a las tierras que han abandonado por presión de la violencia. Sus cantos quedarán plasmados en los ojos de algunos habitantes permanentes de la noche, en vendedores ambulantes que se han acercado para ofrecer su mercancía.
No es un evento público, se trata de una catarsis que el país ignora, la parte de una historia que comienza a revelarse y que exige a gritos una sociedad capaz de compadecerse. Al menos hasta que amanezca, por medio día, en las oficinas desiertas de las principales instituciones del Estado reinarán los gritos de esperanza de aquellos que pagaron en silencio la cuota del conflicto.
* Los nombres de las víctimas han sido cambiados para proteger su identidad