En la parte trasera de las casas de la vereda Palo Altico, en zona rural del municipio de María La Baja, las familias negras cultivan lo que el espacio les permite para autoconsumo. Esos “patios productivos” los sostienen, en su mayoría, las mujeres de la comunidad. Entre berenjenas, plátano, maracuyá y cocos, aseguran la comida de sus familias.

Esa vocación campesina no se ha quedado sólo en aquellos lugares. Sus ansias por hacerse a lotes más grandes para desarrollar proyectos productivos las han impulsado a una búsqueda que choca con la escasez de tierra. “Ya por acá abajo no se consigue”, precisa Victoria Silgado, mientras guadaña su patio productivo y el sudor le corre por su cara. “Por donde meten palma ya una no puede trabajar”, lamenta.

Ese mismo relato se escucha una y otra vez en María La Baja, uno de los 15 municipios que integran la región de los Montes de María. Los lugareños explican que los monocultivos de palma aceitera y piña se arraigaron en la región y desplazaron la diversa vocación agraria que, desde mediados del siglo pasado, se destacaba como una de las más importantes del país.

Para algunos pobladores, una opción para sostener a sus familias era trabajar en aquellos monocultivos, pero varias crisis —incluida la plaga que pudre los cogollos de la palma— afectaron su estabilidad económica. De manera paralela, las mujeres se organizaron para crear proyectos agrícolas alternativos que les permitieran mejorar su calidad de vida.

Así surgió la Asociación de Mujeres Víctimas Afroagropecuarias Campesinas Productoras De Playón (Asomovicampo), que está integrada por mujeres de Palo Altico. La iniciativa tomó forma tras arrendar un lote en los alrededores del embalse de San José de Playón, al que se llega tras viajar cerca de media hora en bote y caminar más de media hora.

Con la disposición del dueño, han pretendido que, bajo las políticas agrarias que promueve el actual gobierno nacional, la Agencia Nacional de Tierra (ANT) adquiera esa tierra, pero según constató este portal, la entidad estatal aún no tiene priorizada la compra de predios rurales en María La Baja.

La falta de títulos de  propiedad no es el único obstáculo que sortean las mujeres de Montes de María. Incluso, aún siendo dueñas de la tierra, también están bajo amenaza: terceros quieren pasar por encima de sus derechos para despojarlas de sus parcelas y entorpecer sus actividades agropecuarias. Es el caso de la Asociación Femenina Agropecuaria de San Cayetano (Afasan), que posee un predio en el municipio de San Juan Nepomuceno.

Esta organización ha desempeñado varias labores agropecuarias en su predio, a la par que personas ajenas a esa iniciativa han violentado su propiedad, sus proyectos y su integridad personal. El caso más reciente lo sufrieron en 2020, cuando decenas de familias invadieron el predio y exigieron que se las titularan a ellas.

En San Cayetano no cayó bien que estas mujeres fueran propietarias. “Desde que dijimos que éramos dueñas, mucha gente está incómoda, sobre todo los hombres. En palabras de ellos mismos ‘las mujeres no son capaces de mantener una parcela’, y nos han hecho la vida imposible”, cuenta Duvis Ballesteros, de 51 años, una de las integrantes de Afasan.

Ni arrendando ni siendo propietarias, las mujeres en Montes de María pueden disfrutar de la tierra de manera plena ni con garantías jurídicas y de seguridad. Las historias de Asomovicampo y Asafan así lo demuestran.

Anhelo de ser propietarias

Foto: Carlos Mayorga Alejo.

Las mujeres de Montes de María cargan sobre su espalda con el ‘estigma’ de no saber trabajar el campo. “Dicen que nosotras quemamos la tierra”, reprocha Argelia Silgado Padilla, sentada en una silla de plástico roja, en el patio de su casa en Palo Altico. A un lado de la estufa de barro y con el arroz secándose a fuego lento, recuerda los años en que junto a sus hermanas y su padre asumió las labores del campo para sostener el hogar. “Desde que nací y tengo uso de razón, he estado labrando la tierra”.

Los patos y gallinas le pasan por entre sus piernas, mientras permanece en silencio con la mirada en el suelo: está apesadumbrada. La noche anterior (2 de julio), una mujer fue asesinada en El Carmen de Bolívar. Los hechos son confusos, pero una de las versiones que circulaba de vereda en vereda era que un hombre le había quitado la vida y luego se había suicidado. El homicida era de Palo Altico.

A pesar de no tener claridad sobre lo ocurrido, Argelia recordaba cómo la violencia machista se cierne sobre ellas, al punto de arrebatarles la vida. “Tengo unos hermanos que son machistas”, lamenta Argelia. Esta mujer negra, de 48 años, es la representante legal de Asomovicampo, un proceso social que reúne a 18 campesinas víctimas del conflicto armado, todas trabajadoras y “echadas pa’ lante”, como ellas dicen.

La organización no sólo reclama los derechos de las mujeres y exige una vida libre de violencias, sino que abandera la lucha por el derecho a la tierra y el territorio en Palo Altico. “Tratan muy feo a la mujer. Porque los hombres creen que la mujer es sólo para que lave y cocine, y que no sirve para hacer otras cosas”, asegura.

De cara a esa realidad, algunas de las mujeres que hacen parte de Asomovicampo le dejaron claro a sus parejas que deben respetar sus derechos y sus sueños. Uno de sus principales anhelos está, justamente, puesto sobre la tierra y la vocación agrícola.

Ocho mujeres de la organización, por su avanzada edad y condición de salud, trabajan en un predio de 15 hectáreas cercano al casco urbano. El resto debe embarcarse en un pequeño bote y navegar durante 20 minutos por el embalse de San José de Playón y luego caminar un poco más sobre una de las estribaciones de los Montes de María. Allí, en lo alto de una pronunciada montaña, siembran arroz, ñame, melón, maíz y decenas de productos más que, además de comercializar, lo utilizan para el autoconsumo.

De haber sido diferente, de no tener que rodearse como comunidad en un velorio, las mujeres de la Asociación habrían madrugado a desplazarse para las fincas a trabajar la tierra. Como rutinariamente hace Arelys Silgado, integrante del proceso: se levanta a las cuatro de la mañana, cocina para toda la familia y se va con sus dos hijos a labrar su pedazo de tierra. Pero esta vez, Argelia emprendió la travesía sola.

Tras dejar amarrado el bote que la condujo por las aguas de la represa, ella comienza su caminata entre el monte con el machete colgándole de la cadera y un sombrero de paja cubriéndola del sol. A paso firme, en media hora llega a una tierra arada, germinada y que espera ser atendida. El sudor desaparece de su rostro mientras se alista debajo de un enorme árbol de mango para cumplir su cita de todos los días y a la que le ha dedicado toda su vida: trabajar el campo.

El marido de Argelia le ha dicho a otros hombres que valora a su esposa: “‘Es una mujer que no se le rinde a nada. Es una mujer que trabaja y que sabe cómo trabajar. Mas no como  muchos hombres que se quedan en la casa y no hacen nada’, le ha dicho mi esposo a muchos hombres”, cuenta la lideresa.

Mientras sega la maleza que nace entre el maíz y proclama su amor por esas tierras, Argelia admite que no es oriunda de ese lugar. Nació en la vecina vereda de Santa Fe de Icotea y vivió allí hasta el desplazamiento forzado del año 2000.

Entrado el nuevo siglo, los combates de grupos paramilitares con la guerrilla del Eln y los frentes 35 y 37 de las extintas Farc, escalaron en la región. Esa violencia llevó a miles de familias del municipio a buscar un nuevo pedazo de tierra en dónde vivir. Según recoge un informe de la Unidad de Restitución de Tierras (URT), entre 1990 y 2008 habrían ocurrido 22.383 casos de desplazamiento forzado. (Leer más en El terror que desplazó a María La Baja y El éxodo de Mampuján)

Esa es la historia de las mujeres, quienes, de una u otra comunidad de Montes de María, salieron desplazadas y se terminaron encontrando en el corregimiento de San José del Playón. Allí, en la vereda Palo Altico, ocuparon un pedazo de tierra, donde hoy tienen su vivienda. En 2006 se organizaron en Asomovicampo y ya llevan 17 años trabajando el predio de la montaña, según precisa Argelia. Sin embargo, esas 20 hectáreas tampoco les pertenecen.

La propiedad de la tierra en la región ha estado en manos de los hombres, pese a que las mujeres están al frente de los procesos colectivos de reclamación de baldíos. “El poco reconocimiento a la lucha de las mujeres en estos procesos de tierra y territorio ocasionó nuestra exclusión de la propiedad y titulación de las tierras adjudicadas”, señala el texto Montes de María y Canal del Dique, con perspectiva de mujer, cartilla que recoge la voz de decenas de mujeres de la región.

Por esa razón, uno de los métodos a los que ellas han tenido que recurrir para trabajar la tierra es buscarla en arriendo, pero un obstáculo en la región es que empresarios con capacidad económica han llegado a María La Baja a comprar o arrendar tierras para convertirlas en monocultivos, volviendo escasa o impagable la tierra para las comunidades campesinas.

¿Por qué las mujeres de Asomovicampo no han incursionado en esos lucrativos negocios de la agroindustria? “Nunca se nos ha pasado por la cabeza”, responde, tajante, Argelia. “Cuando uno maneja la agricultura mixta se siente con esa libertad de no estar amarrado a un cultivo que tiene que pasar por manos de otros”, lo afirma resaltando su identidad campesina y reivindicando el compromiso por la producción agroecológica.

“Yo siento que sembrando la semilla, manejando la tierra, me siento feliz”, complementa Argelia y sentencia: “No necesito tener plata porque mientras yo esté sembrando, tengo cómo sostenerla”.

Bajo esa mirada de producción comunitaria, en la que no aplican pesticidas ni agroquímicos,  las mujeres de la Asociación se empeñaron en no fijar límites físicos entre los lotes: en el predio no hay alambres de púas, ni cercas que dividan la tierra, cada una sabe en qué área está sembrando la otra. Su apuesta es cooperativa y trabajan juntas cada vez que pueden.

“Llegamos a este palo de mango, hacemos una olla comunitaria y todas sembramos arroz. Primero vamos con una, después con la otra y así hasta que todas tengan su cultivo sembrado”, cuenta la agricultora mientras desyerba con delicadeza un sembradío de arroz. Para mujeres como ella, mantener un cultivo en buen estado no sólo se logra con bravura, se requiere mucha paciencia y, precisamente, por eso creen en la organización que tienen tan buenos cultivos de arroz.

Foto: Carlos Mayorga Alejo.

La independencia y decisión sobre el destino del dinero es otro de los logros que han alcanzado en la organización. Como pequeñas productoras, su cosecha la venden a intermediarios de la región que reúnen la siembra de las familias campesinas y las sacan a los mercados centrales. En algunos hogares, las mujeres venden la cosecha, en otros lo hacen sus esposos y dividen las ganancias.

 “‘Mire, aquí tiene su parte y usted haga lo que quiera —le dice Argelia a su esposo cuando vende la cosecha—, pero mi parte es esta’”, y se reparten los gastos del hogar y de sus hijos.

En el hogar de Victoria, una de las hermanas de Argelia y quien también hace parte de la asociación, es distinto, pues junto a su esposo se han trazado metas comunes: acuerdan productos para el hogar o el trabajo que necesitan comprar y con el resto suplen la manutención de la familia. Pero “de que ‘esto es lo tuyo y esto es lo mío’, no. Que si yo necesito para comprarme una falda, sí. Pero de resto es para lo que se necesite en la casa”, cuenta esta mujer.

Sin embargo, saben que ese acuerdo no lo tienen la mayoría de las mujeres de la comunidad. En muchos hogares la administración del dinero está en cabeza de los hombres. “Yo pienso que la mujer que vaya con el hombre al monte, tan siquiera echarle una caneca de agua, a hacerle una comida, está trabajando. Y no es que cuando coja la plata se la va a gastar él solo y a ella le va a dar para que compre la comida en el instante o si no ‘vamos a la tienda y te compro todo’”, reprocha Argelia, quien sabe que esa es una cara de la violencia que afrontan las mujeres: la económica.

“Me gustaría que el terreno fuera propio”, expresa Arelys Silgado, deseo en el que coinciden las demás integrantes de la Asociación, quienes ven como un obstáculo que, al no ser propietarias de la tierra, el dueño actual del predio pueda venderlo o arrendarlo a alguien más y se queden sin tierra.

También lamentan que, al no ser dueñas de la tierra, estén excluidas de proyectos agrarios impulsados desde el Estado y de créditos bancarios.“Si Dios lo permitiera, tendría mi propia tierra para sembrar maíz. ¡Imagínese! ¡Dios mío! Me abro un rancho y me voy a vivir allá, al monte”, expresa con ilusión Victoria. 

Esa realidad ha sido reflejada en estudios del Departamento Administrativo de Estadística (Dane).  De acuerdo con el documento Situación de las Mujeres Rurales en Colombia, para el año 2019, el 24,7% de las Unidades de Producción Agropecuaria (UPA) eran dirigidas exclusivamente por mujeres productoras, mientras que el 73,2% estaban regentadas únicamente por hombres.

Y frente al tamaño de los predios, se observa que el 60,1% de las UPA en las que las decisiones son tomadas sólo por mujeres tienen un tamaño menor a tres hectáreas, y en aquellas que son de más de 3 hectáreas, la administración está en manos de hombres.

En Montes de María, desde hace muchos años, están esperando que se “dé la oportunidad” de obtener el predio como parte de la política de reforma agraria. El sueño de las mujeres era que el extinto Incoder intercediera para comprar ese terreno y que pudieran realizar proyectos más intensivos de cultivos. Pero su anhelo ha quedado en espera.

Las mujeres han hecho solicitudes de inclusión en el Registro de Sujetos de Ordenamiento para que sean tenidas en cuenta en una eventual adjudicación por parte de la ANT. La más reciente la hicieron a inicios de este año. “Eso ha sido inscríbase aquí, inscríbase allá”, cuenta Arelys. Y lamenta que tras el largo papeleo, no ha “resultado nada”.

VerdadAbierta.com le envió un cuestionario de preguntas a la ANT para conocer en qué etapa se encuentra la solicitud de las mujeres. En su respuesta precisó que según el artículo 20 del Decreto Ley 902 de 2017, debe hacerse un estudio de vulnerabilidad y dependiendo de ese resultado se asignará la tierra disponible.

Según reglamentó esa agencia en junio de 2023, el puntaje establece dos variables que buscan favorecer a las mujeres: por un lado, se asigna puntaje a “Mujer campesina”, entregando cinco puntos. Por otro lado, se encuentra la variable 12, que determina que “en caso de que la solicitante sea mujer campesina que ejerza la jefatura del hogar, se le asignará el doble del puntaje total obtenido, sin que con ello se exceda el máximo del puntaje establecido, esto es, cien (100) puntos”.

Cifras entregadas por la ANT precisan que durante el actual gobierno sólo se ha comprado un predio en la región de los Montes de María, que está ubicado en el municipio de San Jacinto, Bolívar, con una extensión de 54 hectáreas, que le fue adjudicado a 10 familias campesinas. Además, aclaró que en ese departamento sólo tiene priorizada la compra de tierras en los municipios de Córdoba y Zambrano. El resto lo harán en seis municipios de Sucre.

Además, algunos analistas indican que la cantidad de tierra a la que acceden las mujeres es insuficiente por su tamaño para sostener a las familias. Es que no se trata de darles tierra, argumentan, sino de darles predios de calidad y en una extensión suficiente para obtener una mayor productividad.

“Siempre que nos preguntan, explicamos que sea aquí en esta tierra, que no nos la vayan a dar en otra parte, que tengan en cuenta eso”, pide Argelia con la esperanza intacta de que algún día las mujeres de la organización serán propietarias. La razón que tiene para esa petición se fundamenta en el arraigo que tienen por esas tierras y porque la permanencia en el territorio se ha convertido en una estrategia de protección frente a algunas violencias.

“Cosechar es vida. Y eso es lo que somos las mujeres que trabajamos y que todo el tiempo estamos ‘neceando’ la tierra”, repiten las mujeres de la asociación, desde sus patios productivos hasta el predio en arriendo, mientras esperan que el Estado las escuche. Sin embargo, el machismo está a la sombra de sus aspiraciones.

Resisten como propietarias

Foto: Carlos Mayorga Alejo.

Para encontrar a las mujeres de Afasan, lo más efectivo es buscarlas en el predio que trabajan a la orilla de la carretera del corregimiento de San Cayetano, en el municipio de San Juan Nepomuceno. Desde el casco urbano, hombres en moto que prestan servicio de transporte han recorrido el camino hasta el lote; sin embargo, al momento en que este equipo periodístico pidió que lo llevaran hasta el sitio, no todos lo conocen como el predio de una asociación, sino como “la invasión”.

Sobre la cerca de la entrada, una placa de metal reza “Propiedad privada”. Yeilis Escorcia tiene la llave del candado. Con un sombrero vueltiao y un bolso tejido abre la cerca. “Bienvenidos al predio Santa Fe”, dice. Ella es la representante legal de Afasan, que, por más de 17 años, lleva trabajando ese predio.

“Para mí la tierra y el territorio son como la cuna de la vida, donde tú naces, creces. Ahí están mis recuerdos, exactamente lo que soy”, cuenta Yeilis.

A inicios de la década del 2000, decenas de mujeres de San Cayetano empezaron a trabajar en una cooperativa, cuya función principal era exportar ñame a otros países. “Empezamos a trabajar la tierra ante la necesidad de nosotras como mujeres también de sacar adelante nuestra familia”, cuenta Ingris Valdez, integrante de Afasan. Sin embargo, el proyecto no prosperó como pensaban, pero como ya estábamos juntas y querían trabajar la tierra, buscaron apoyo.

“Alguien nos habló de la Corporación Desarrollo Solidario, hicimos contacto y pudimos conocer al señor Pedro Nel Luna (…) nos ayudó muchísimo… Nos ayudó para que nos organizáramos como asociación”, recuerda Ingris. De esa manera, 36 mujeres víctimas del conflicto armado empezaron el proceso.

En 2006, buscando dinero donde no había, reunieron los documentos y formalizaron a Afasan. “Ya le dijimos: ‘Bueno señor Pedro, mire aquí ya está la organización legalizada, ya organizamos la Junta Directiva, tenemos el libro de actas, tenemos el cuaderno de contabilidad’. Entonces él nos dijo: ‘Bueno, ahora busquense un lugar que se pueda arrendar para que ustedes comiencen a sembrar hortalizas’”, recuerda Yeilis. 

Buscaron varios lotes, pero ninguno cumplía las expectativas que necesitaban. “Cuando estábamos perdiendo la esperanza de tener el lugar, a una compañera le avisaron que aquí cerca al pueblo había una finca que la estaban vendiendo”, recuerda esta mujer.

Entonces tomaron el predio en arriendo y dos años después, en 2008, la Corporación Desarrollo Solidario (CDS), con el apoyo de cooperación internacional, donó aquel predio de ocho hectáreas y 1.926 metros cuadrados para las mujeres de Afasan. Ese acuerdo quedó registrado en la escritura pública 1066 del 28 de mayo de 2009.

Con el compromiso institucional de mantener un modelo de “producción silvopastoril integrando principios agroecológicos y de conservación ambiental”, las mujeres mantuvieron un área de producción agrícola compuesto de plantas frutales, hortalizas y pancoger, y un área pecuaria de aproximadamente cinco hectáreas con jagüeyes y subdivisiones internas para el manejo de animales.

“Eso fue algo nunca antes visto en esta comunidad. Primero, que un grupo de mujeres tuviera tierra; segundo, que CDS no solamente nos donó la tierra, sino que nos dio varios proyectos productivos”, recuerda Yeilis.

“No cabíamos de la alegría”, complementa Ingris Valdez. “Todas trabajando contentas y ansiosas. Teníamos todas las buenas energías para trabajar y así lo hicimos. No nos importaba el sol, no nos importaba la lluvia. Empezamos a capacitarnos, íbamos a todas partes donde pudiéramos capacitarnos”.

La felicidad se eclipsó por el machismo. “Si nosotras salíamos decían ‘mira, las mujeres dejan a sus maridos solos y se van para allá. Andan por ahí viajando, por ahí quién sabe qué andarán buscando’”, reprocha Ingris. “La gente no entendía lo que estaba pasando, nunca lo habían visto. Comenzaron a tratarnos de flojas, de locas, de que no podíamos con eso porque este trabajo era para hombres”, complementa Yeilis.

“Quisiéramos tener la finca muchísimo mejor de lo que está, pero con tantos problemas, pues nos ha tocado más que todos estar defendiéndonos antes que estar produciendo”, se excusa Ingris mientras recorre el lote, enseña el estanque de los peces y los corrales en construcción.

De las 36 mujeres que iniciaron este proceso, actualmente 10 sostienen el proceso. “A raíz de amenazas, a raíz de robos, uno se cansa”, lamenta Yelis y continua: “Las compañeras se han cansado de eso, se han cansado de la discriminación. Por eso se han retirado de los procesos”.

Foto: Carlos Mayorga Alejo.

Una tras otra, las mujeres de Afasan afrontan todo tipo de acoso e, incluso, crímenes. El primero fue el robo del ganado. “Nosotras mismas averiguando supimos que el ganado nos lo habían sacado de la finca, nos lo habían robado. Empezamos a seguir la ruta donde habían llevado el ganado” e iniciaron acciones legales para recuperarlo. Contrataron un abogado, se endeudaron y le pagaron vendiendo pasteles los domingos en la comunidad. Sin embargo, no recuperaron las reses.

Sus ilusiones no les dejaban ver el riesgo, terminaron amenazadas y quienes les robaron el ganado pusieron precios sobre la cabeza de algunos de los esposos de las mujeres de la asociación, para que no los siguieran investigando.

“En últimas, el Estado no nos ayudó, se perdió y nos quedamos sin plata”, cuenta Ingris. Pero seguían con tierra propia, con lo que empezaron otro proyecto: la apicultura. “¿Qué pasó? Nos quemaron las abejas”, cuenta.

También influyó el machismo, que generó dificultades entre sus integrantes y que se tradujeron en celos de sus esposos; tareas de cuidado que no conciliaban con el tiempo que las mujeres querían dedicar al trabajo en la finca y que las convertía en cargas para ellas; las intimidaciones de las invasiones; y las normas y creencias sociales que ejercían una presión adicional en sus proyectos de vida.

Ingris resalta los ataques a su integridad que tuvieron que asumir: “Aquí, cuando veníamos solas, había hombres bañándose en los pozos, llegaban, se desnudaban y se bañaban ahí porque ‘nosotras debíamos estar en la casa atendiendo a los maridos y haciendo oficio’; y que nosotras ‘no teníamos nada que venir a buscar para acá, para las tierras’”.

En aquellos pozos empezaron proyectos de piscicultura, pero se los robaron los peces. Tuvieron gallinas y también se las hurtaron. Lo mismo ha pasado con varios de los cultivos de pancoger que han sembrado. Sin embargo, la peor de las pruebas estaba por venir.

Cayó la pandemia del COVID-19 en 2020 y mientras las mujeres se resguardaban del virus, el 17 de junio de ese año decenas de personas invadieron el predio de Afasan y aunque dos días después la Policía las desalojó, tres días después los invasores volvieron para quedarse un periodo más largo. Aunque el alcalde de San Juan Nepomuceno, Wilfrido Alonso Romero, se presentó en el lugar para dialogar, no logró que se fueran.

“El alcalde estaba allá afuera reunido con las personas invasoras y a nosotras ni siquiera nos preguntó qué había sucedido. Nos dolió muchísimo”, recuerda Ingris. Le tocó a una de ellas enfrentar al mandatario local, solicitarle una reunión y sólo entonces fueron escuchadas. Sin embargo, de poco sirvió.

Todas las mujeres de Afasan no dudan al afirmar que se metieron con sus tierras por el hecho de ser mujeres, al encontrarlas una presa fácil. “Nosotros limitamos con varias fincas —cuenta Yeilis—. Como son de hombres, sencillamente allí no hacen nada, el otro que tiene más tierra que nosotros no lo invaden. Entonces nos damos cuenta, claramente, que es porque somos mujeres. Creen que porque somos mujeres somos vulnerables, pueden hacer con nosotras lo que les dé la gana”.  

Los ocupantes dañaron las cercas, los corrales para el ganado, la infraestructura de los proyectos agroecológicos, los cultivos de pancoger y el apiario, y contaminaron el estanque en el que cultivan peces.

“Fue algo terrible. Venir, ver que nos estaban cortando los árboles, que se llevaban las matas de plátano, los veíamos como hormiguitas y quién se metía a decirle algo… porque había personas que no eran de buena reputación y que sabíamos que nos podían hacer daño”, cuenta Ingris.

Muchas mujeres tuvieron que ocultar su dolor, no exteriorizar su rabia y tristeza en la casa, temiendo que sus maridos o hijos pudieran tomar acciones por mano propia contra los invasores y terminaran agravando aún más la situación. “Cuando me metía en el baño era que chillaba y ellos no se daban cuenta”, cuenta Teodora Ospino, casada y madre de tres hijos, quien se unió a Afasan unos años después de haberse conformado el proceso.

Así lo recuerda también Ingris: “Cuando a veces sentíamos la falta de apoyo de las autoridades era muy duro, nos tocaba llorar, nos íbamos tristes en la tarde, pero en la mañana veníamos con entusiasmo, se nos olvidó la pandemia, nos veníamos así en tiempos de pandemia para acá y empezamos a aquí a luchar por nuestras tierras”.

“Al inicio no encontramos el apoyo con las autoridades, no nos escuchaban como debían”, asegura la representante legal de la asociación. Hasta que Mayelis Chamorro Ruiz, Procuradora 3 Judicial Ambiental y Agraria de Cartagena, empezó a intervenir en el proceso, y fue así como comenzaron a actuar otras instituciones del Estado.

Foto: Carlos Mayorga Alejo.

Las mujeres, en compañía de la CDS, buscaron amparo en la Alcaldía y Personería de San Juan Nepomuceno. También le solicitaron a la inspectora de Policía de San Cayetano que iniciara acciones para la recuperación del predio. “Nosotras nunca dejamos de venir, estaba la invasión, nosotras aquí veníamos. Cruzamos por ahí, por todos donde estaban ellos, y siempre ‘que las mujeres esto’, nos decían, pero nosotros no les contestábamos”, cuenta Teodora.

“Al parecer, la invasión de tierras denunciada venía siendo anunciada por personas que residen en el citado corregimiento, acción ilegal que se materializó el día 17 de junio

del presente año”, se resalta en el oficio que la Procuradora de Cartagena le envió al comandante de Policía de Bolívar, a la inspectora de Policía de San Cayetano y al Alcalde y al Personero de San Juan Nepomuceno.

En esos días, se observaban en el predio cambuches o pequeñas construcciones de plástico y madera, en las que se resguardaban los invasores. Para el 3 de julio, la inspección ocular de una comitiva integrada por funcionarios de la Personería, la Comisaría de Familia y de las secretarías de Gobierno y Planeación, registró en sus actas por lo menos 27 de estos cambuches, algunos de ellos ocupados.

En acta de la Personería de San Juan Nepomuceno se registró el riesgo que atravesaban las mujeres: “La comisión establece contacto con las mujeres que en la actualidad hacen parte de la Asociación Femenina Agropecuaria de San Cayetano (AFASAN), quien es representada por la señora Yeilis Escorcia; ponen de presente las intimidaciones, amenazas y agresiones verbales de las cuales han sido víctimas por parte de algunas de las personas que están invadiendo el predio”.

Sólo fue hasta el 18 de agosto de ese año que el desalojo final se llevó a cabo, con intervención del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) de la Policía, pero la tranquilidad no llegó. Las mujeres recibieron amenazas que se han materializado en las constantes invasiones a su predio, insultos y actos obscenos tendientes a deshonrar su condición de mujeres.

“¡Les vamos a destruir las casas a esas malditas mujeres!”, les dijeron en aquella ocasión varios de los invasores a las integrantes de Afasan. Y aunque no lo consiguieron, sí les rompieron los vidrios de la casa a Yeilis y a Teodora, y con los objetos que arrojaban les dañaron varios enseres. A Yeilis, incluso, un día le echaron algún tipo de vinagre en la cara.

“A la compañera le amarraron sapos en la puerta. También llegaron a mi casa y me partieron las ventanas, querían meterse”, cuenta Teodora. Ella piensa que esto último se debió porque para ese entonces la CDS les había regalado unos rollos de alambre y los violentos querían evitar que las mujeres recuperaran su tierra. “Ellos sabían que eso estaba ahí, porque una camioneta había llegado y habían bajado todos esos rollos de alambre”, cuenta.

“Cuando iban para mi casa, los vecinos se amontonaron y dijeron que si se metían conmigo ya iban a tener consecuencias más fuertes”, detalla Duvis Ballesteros, pastora de una iglesia evangélica y otra de las integrantes de la asociación. Así, junto a sus hijos y esposos, retuvieron a los violentos, esperando que los enfrentamientos no escalaran.

Durante la pugna por el predio de Asafan, 142 invasores presentaron a nombre propio una acción de tutela ante el Juzgado Promiscuo Municipal de San Juan Nepomuceno para que se les ampararan los derechos a la vida, salud, dignidad humana y vivienda digna.

Los accionantes esperaban que se le ordenara a la Alcaldía de San Juan Nepomuceno la regularización y legalización “con escrituras públicas inclusive e inscripción en la oficina de instrumentos públicos correspondientes, los predios que actualmente ocupamos, a fin de garantizar nuestros derechos”.

El grupo de invasores argumentó en su acción de tutela que carecían de vivienda y estaban atravesando por pésimas condiciones de vida, agravadas por la crisis sanitaria causada por el COVID-19. Además, adujeron ser poseedores del predio por “mucho tiempo”, cuando no llevaban más de un mes ocupándolo.

En el proceso, la Alcaldía dió su versión, desestimando varias de los argumentos de los invasores; incluso, alegó que “los accionantes pretenden que se disponga de un bien inmueble cuya posesión está en cabeza de un particular para adjudicarlos a otros particulares, a modo de expropiación, circunstancia que raya en la ilegalidad”.

La misma línea siguió la Procuraduría: “El hecho de que estas familias no cuenten con una solución de vivienda, no es óbice para que violenten en derecho real de dominio de que es titular la AFASAN por donación de la CDS, pues estos ostentan ese dominio y posesión pacífica desde el año 2008”.

Y la Defensoría del Pueblo aclaró que “los accionantes no son poseedores pacíficos, sino que entraron de manera violenta el día 18 de junio del presente año, ejerciendo intimidación y violencia de género contra las mujeres miembros de las Asociación Femenina y Agropecuaria de San Cayetano – AFASAN”.

Finalmente, el Juzgado de San Juan Nepomuceno falló en contra de los invasores. Aun así, las mujeres consideran que les falló la Justicia, pues los daños a su tierra y a su integridad quedaron impunes.

Aunque interpusieron denuncias relacionando los nombres de los ocupantes que las amenazaron, han pasado tres años y el proceso está quieto. “De los que nosotras supimos que nos hicieron daño, nunca los ha llamado a un juicio, nada (…) ¿Dónde están los derechos?”, se pregunta Teodora. “Pero nosotras aún así seguimos luchando y tenemos la esperanza de que Dios nos va a hacer justicia”, concluye Ingris.

A manera de colofón

Cuando se estaban conformando como Afasan, Pedro Nel Luna les contó a las mujeres una fábula. Una oruga tenía el sueño de llegar hasta la cima de una montaña, día a día subía un poco, hasta que en la mitad se cansó, su cuerpo se transformó, se volvió un caparazón y cayó en un profundo sueño. Días después, de la crisálida salió una mariposa que voló hasta lo alto de la montaña.

“El señor Pedro me dijo: ‘Espero que Afasan sea así como este gusano. Que cuando llegue y se vuelva un caparazón, que salga con una hermosa mariposa y vuele’. Y yo creo que así será. Nos ha costado mucho, pero llegará el momento en que las cosas funcionarán como lo teníamos pensado al principio y que habrá muchas familias que se sostengan de la tierra y que habrá muchas mujeres que entiendan que también pueden trabajar la tierra”, cuenta Yeilis.

“Nosotras queremos, por el contrario, ser un ejemplo para otras mujeres que están en su casa relegadas, que no tienen oportunidades”, agrega esta lideresa. Y así lo han hecho. Afasan ha sido un ejemplo para la comunidad de San Cayetano, donde ya hay cinco organizaciones de mujeres que, con diferentes intereses, entre procesamiento de ñame, tejido o criar gallinas, reivindican el derecho de trabajar la tierra.

Las duras circunstancias llevaron a estas mujeres a comprender que juntas pueden lograr grandes transformaciones y llenar los vacíos que el Estado se ha negado a copar. En el camino seguramente aparecerán nuevos obstáculos, pero su sueño de vivir, algún día, dignamente en el campo, no las deja desfallecer. 

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Este reportaje fue realizado en el marco de la Coalición de Mujeres del Caribe por la Tierra y el Territorio y de la campaña Stand For Her Land-Colombia.