"Durante muchos años me persiguió la violencia"


Dora*, una maestra que fue testigo de la masacre que paramilitares del Bloque Metro perpetraron en zona rural en noviembre de 1998, cuenta lo que vio y por qué desde entonces no consigue recuperarse.


"Por eso fue que yo le cogí pereza a los villancicos y a la Navidad. Resulta que yo estaba enseñándoles una canción a los niños cuando, de un momento a otro, hombres uniformados rodearon la escuela. Claro que 20 días antes llegó uno de esos mismos uniformados a la escuela a pedirme un favor: que le regalara una pastilla para un dolor y que le diera de comer. Me tocó decirle que en la escuela no teníamos botiquín, que si quería entrara a revisar. Y que si había desayunado esa mañana era porque me lo había mandado la mamá de unos de los niños, pues nosotros no manteníamos con qué hacer de comer.


"Entonces no me vas a ayudar", fue lo que me dijo. Pero qué más hacía yo si no tenía con qué. Después me enteré que el tipo había ido a inspeccionar la vereda. Cuando esa gente comenzó a rodear la escuela, yo vi una mujer uniformada con ellos y ahí sí me asuste bastante. Me dije: "volvió y me alcanzó la violencia".


Es que como le parece que a mí ya me había tocado la primera violencia con la guerrilla. Yo empecé a trabajar como docente en 1995, en la vereda Santo Tomás. En esa vereda estuve casi tres años y cuando llegué encontré guerrilla. Muchos de los que yo les di clase se fueron con ellos. La prima mía, que también se fue con ellos, me dijo un día que se iba porque le tenía mucho miedo a los 'paracos'. Yo le decía que por qué, si no le debía nada a nadie. Pero no me hizo caso.


La guerrilla se llevó a muchos de mis estudiantes. A raíz de eso comencé a tener problemas en la vereda. El presidente de la Acción Comunal me pedía que prestara la escuela para reuniones, pero nunca me decía para qué clase de reuniones. También me sacaba los muchachos de clase y yo le decía que no hiciera eso. Y el tipo, al ver que yo no colaboraba, que no iba a las reuniones, comenzó a poner la gente en contra mía. "A esa profesora no le den ni agua. Si necesita ir al pueblo, que se vaya a pie. Que se muera de hambre, aquí nadie le va dar de comer", les dijo a los padres de familia en una reunión a la que no me invitaron, pero que después, alguien en secreto, me contó que el tipo era de los guerrilleros.


La cosa se empezó a poner tan tensa que un día un padre de familia, muy discretamente me dijo: "profe, es mejor que usted se vaya de aquí". De inmediato le mandé una carta al Personero, otra al Alcalde y otra al Jefe de Núcleo pidiendo mi traslado. El Alcalde me respondió que yo era una 'sismática'. Me tocó responderle después por un radioteléfono que teníamos en la escuela: "Y es que usted no se acuerda que cuando me dio las llaves de la escuela que me dijo: 'Vereda difícil, por allá mandan los que sabemos, así que mucho cuidado'.


Cómo habría sido de frentera y de brava que a los poquitos días volvió y me llamó el Alcalde por radioteléfono y me dijo: "ya le consiguieron la cita con el médico en Medellín". Claro, de una supe que me iba a trasladar. Entonces, empaqué mis cositas sin que nadie se diera cuenta y me fui de la vereda. Eso fue por los primeros días de noviembre de 1997. Pero cómo sería mi suerte de linda que me mandaron para la vereda El Oso.


Llegué al Oso el 15 de noviembre. Y exactamente un año después fue la masacre. Los paramilitares aparecieron un martes. Ellos venían de La Cordillera, habían pasado por La Abisinia y La Verduguera. Yo estaba afuera de la escuela enseñándoles a los niños "El Burrito Sabanero", pero como los vi tan embelesados con esos uniformados, los entré a un salón. En ese momento yo no entendía qué pasaba, ni quiénes eran ellos. Cuando vi a la mujer que andaba con ellos me acordé que ella había sido alumna mía en Santo Tomás y que se había salido de estudiar porque, al parecer, se había ido con la guerrilla. Más me confundí.


Ellos estuvieron desde las nueve de la mañana rodeando la escuela y toda la zona, porque uno los veía por allá en los cerros. Eran 400 hombres. Lo sé porque los niños los contaban: "Profe, nos cansamos de contar", me decían. A eso de las diez y media de la mañana les dije a los niños que mejor fuéramos a almorzar, pero me vi sola en esa escuela tan grande. Ni siquiera me di cuenta cuando la rectora se fue. La señora que servía los almuerzos tampoco estaba. Solo había una muchacha que había subido ese día a la vereda para una jornada de vacunación. Recuerdo que me acerqué a preguntarle: "Oíste, ¿y esta gente quiénes son?" Uno de los que estaba parado en la puerta escuchó, se volteó de frente a mí y me respondió fuerte: "Somos el Bloque Metro de las Autodefensas".


A mí se me heló la sangre. Entonces pensé qué hacía la muchacha que yo conocía como guerrillera con ellos. ¿Qué otra cosa podía ser? Estaba con los 'paracos' dando dedo. "Ella sí le dio clase a los hijos de los guerrilleros, pero ella es bien, no es de ellos", le dijo la mujer a otro de los 'paracos' que había en la puerta refiriéndose a mí y éste, de una, me ordenó que me sentara en un barranquito que había al frente de la escuela. Y empezaron a tratarme mal: "Te salvaste gran hijueputa porque no nos ayudaste, ya sabemos que vos no le ayudas a nadie. Pero vos le alcahueteas a estos guerrilleros".


Estuve ahí sentada a pleno sol, muerta de miedo, cómo hasta las dos de la tarde cuando me soltaron y me dijeron que esperara ahí por dos horas y que después me podía ir. Yo, toda confundida sin saber lo que pasaba, calculé que hubieran pasado las dos horas y comencé a subir una loma. Y comienzo a ver cuerpos tirados por todo el camino. Al mucho rato llegué a una casa donde 'los paracos' tenían un poco de gente retenida. Uno de ellos me salió al paso y me preguntó que quien era. "Yo soy la profesora, vengo de El Oso", le respondí y el tipo me obligó a quedarme.


Yo no sé de dónde saqué valor para decirle a uno de los que estaba ahí de comandante que si me dejaba ir otra vez para la escuela, cuando en eso se escucharon unos tiros de la otra vereda y estos otros se pusieron como locos. Hasta ahí supe yo. Comenzaron a matar gente. Sentí que me volaba sangre de esa pobre gente. Después supe que en Pantanillo habían salido unos guerrilleros a darse con esta gente. Y cuando estos respondieron eso volaban pedazos de árboles, caían bestias, sonaban disparos y disparos.


Yo salí corriendo detrás de otra gente, pero eso era tan fuerte que me detuve, me agaché y me llevé las manos a la cabeza. Y escuchaba explosiones y disparos. Cuando pararon los disparos me paré, corrí de nuevo y llegué a una montañita, donde tenían unos rehenes. Cuando vi a esa gente amarrada, a los otros a punto de matarlos, perdí el conocimiento. Hasta ahí me acuerdo. Ellos disque desenfundaron sus armas, apuntaron a matarme y una viejita les gritó que no me mataran. Ella después me contó que me recogió, que me acostó un una cama de su casa y que estuve tres días seguidos inconsciente.


Y la viejita pensó que yo me iba a morir. Es que yo desde muy niña tengo que tomar todos los días unos medicamentos para controlar la tiroides. Y claro, tres días seguidos sin tomarlos, se me bajaron todas las defensas. La masacre comenzó un martes y yo me desperté un viernes a eso de las tres de la tarde. Yo no me podía levantar de la debilidad, pero así y todo recuerdo que me levanté y salí corriendo, pero al momentico me caí. La viejita me decía que parecía una loca.


Lloré toda esa noche, pensando en la pobre gente, en mi familia, en mi hijo. Al sábado, un señor se ofreció a traerme al pueblo a caballo, pero con una condición: que me dejara vendar los ojos porque tengo entendido que hasta ese día todavía habían cuerpos por ahí tirados y que los caminos estaban manchados de sangre por todas partes. El señor sabía que sólo aguantaría la bajada si no veía nada. Cuando llegamos aquí a la carretera principal estaban mis primos. Se alegraron de verme porque el decir en el pueblo era que a mí me habían matado, que me habían enterrado en una fosa. Y me agarré a llorar.


Ese diciembre me la pasé entre el hospital y la casa. Mi familia, muy preocupada por mí, me sacó del pueblo, me llevó a pasear a Cartagena, pero yo no podía escuchar un villancico, no podía oír la pólvora, no podía ver un uniforme porque ahí mismo entraba en shock nervioso. Me tocó visitar a una psicóloga por varias semanas. De ahí para acá la vida se me volvió un infierno. Estuve incapacitada como cuatro semanas. Después de eso, mi jefe quería que yo volviera a trabajar en zona rural. Pero yo por allá no volvía, yo no quería trabajar en esos sitios. Pero él insistía y fue tanta la rabia que me dio una parálisis facial. Perdí parte del oído derecho.


Me remitieron para el psiquiatra y él le dijo al Magisterio que yo no podía volver a trabajar en áreas rurales. Me mandó medicamentos que me ayudaron a estabilizar, porque me puse en un estado tal que si veía un uniforme me quería morir. Si escuchaba ruidos, me quería morir. Si me quedaba sola, me quería morir. Y para colmo, con la violencia que vivió este pueblo, cada que había una masacre volvía y recaía. La del 1999 me dio muy duro; la de 2001 mucho más. Le pedí ayuda al Magisterio para trasladarme a Medellín, pero nunca me respondieron.


El psiquiatra me ayudó mucho. Claro que todo eso me tocó pagarlo a mí. Ni el Magisterio ni la EPS me ayudaron con un peso. Después me salieron con que como yo no era del Comité de Amenazados de Adida no me podían colaborar. Eso fue lo que me dijeron. Y la verdad es que quedé con demasiadas secuelas: sufro del colon, reflujo y gastritis.


Llegó un momento de la vida en que el psiquiatra me dijo: "si usted es capaz de volver a las veredas a trabajar, hágale. Tiene que re-encontrarse consigo misma. Si es capaz de vivir sola, hágale". De lo único que he sido capaz es de vivir sola. ¿Sabe cuándo volví a mi vereda donde nací? Hace como dos años, pero acompañada".


Como a mediados del año pasado hubo una audiencia en Medellín y este señor Luis Adrián Palacio (alias 'Diomedes') me reconoció como víctima de secuestro. Y este otro, Wilson Adrián Herrera ('alias Pedro'), también reconoció mi caso como desplazamiento forzado. Estos eran cabecillas de los 'paracos', ellos dos estuvieron conmigo ese día en la escuela. Ese día, después de escucharlos, casi recaigo en la depresión.


Pero bueno, aquí estoy contando la historia. Eso es ya es mucho cuento, porque yo no le contaba nada a nadie. Hace como tres o cuatro años voy a Justicia y Paz y todavía me da cosa ver a los policías, por los uniformes. Y sigo trabajando. Todavía me faltan dos años para jubilarme y la verdad, me quiero ir para Medellín. Que pesar decirlo, pero ya no quiero vivir más en este pueblo".


*Nombre cambiado para proteger la identidad de la víctima.