Ángela Escudero acababa de llegar a su casa, pasó la tarde en el pueblo, desobedeciendo la orden de la guerrilla. Fue a vender la leche y la yuca, que eran el sustento de sus hijos. Solo ella podía conseguir para los gastos de la casa, a su esposo lo habían asesinado hacía un año, no supo quién. Era la primera hora de la noche, cuando escuchó desde su cuarto, acompañada de su hijo menor, a un grupo de hombres de las Farc; uno de ellos dijo, refiriéndose a ella: "Ahí vive la señora que lleva al pueblo los quesitos". Lo único que hizo fue sentarse a esperar a que entraran por ella. Luego, oyó durante dos horas una ráfaga de tiros.


Liliana Castaño, vecina y nuera de Ángela, estaba en el cuarto con su padre y su primo. Acunaba su bebé cuando los guerrilleros entraron a la casa. Les preguntaron los nombres y a qué se dedicaban. Se fueron; ella se calmó, pensó que el susto había pasado.


Era el jueves 16 de enero del 2003, la vereda Dosquebradas, a veinte minutos del pueblo, fue tomada por las Farc. Venían de otras veredas, Dinamarca y La Tupida, donde asesinaron a siete campesinos, los ahorcaron o degollaron, para no alertar con tiros a los pobladores de Dosquebradas. Cerca de cien hombres se dividieron para custodiar las dos entradas de la vereda, un grupo más pequeño hizo una primera ronda por las casas: preguntaron quiénes había y cortaron las líneas del teléfono. Luego, hicieron una segunda ronda, la de la muerte.


El tiroteo empezó en la parte alta de la vereda, en la primera casa a la que entraron asesinaron a cinco jóvenes que acaban de llegar de un grupo de oración; los muchachos tenían entre 14 y 17 años, entre ellos había una mujer en embarazo; dejaron a otros dos gravemente heridos. Uno de los muertos era el hijo adolescente de Ángela. Luego continuaron por las demás casas, asesinaron, delante de sus hijos y esposas, a otros cinco hombres.


"Cuando volvieron, mataron a mi papá y a mi primo, delante de mí. Yo fui a acostar el bebé en la cama, pensando que a mí también me iban a matar. Mi papá era el tesorero de la Acción Comunal, tenía unos cajoncitos con candados; ellos los dañaron y sacaron la plata. Se robaron hasta unas lociones", dice Liliana.


Nadie salió de las casas, ni siquiera a pedir auxilio, hasta que no estuvieron seguros de que los guerrilleros no estaban. Lo último que escucharon fue la advertencia de que no podían bajar a San Carlos, porque volvían por los que quedaron vivos. Ángela, una reconocida líder comunitaria, no entendía por qué seguía viva. "Yo pensé: todos tenemos un principio y un final, si este va a ser mi final por cumplir mi deber, que así sea. Mi hijo no decía nada, se aferraba a mí".


En década del noventa los guerrilleros transitaban con libertad por Dosquebradas, hasta que llegaron los paramilitares. "Empezamos a estar en el medio de dos filos. Las autodefensas venían en carros y motos, hacían reuniones, volvían y se iban. Nos decían que no dejáramos entrar la guerrilla, que si queríamos nos armaban para que nosotros mismos montáramos guardia. Yo era una de la que les respondía que nosotros no necesitábamos armarnos porque no teníamos que ver con nadie", cuenta Ángela.


La lucha por esta vereda se pintó en los muros. Unas veces llegaba la guerrilla y escribía: Frente IX, presente. Luego, llegaban los paramilitares y hacían las suyas: AUC, presente. "Nosotros no queríamos a ninguno de los dos grupos, borrábamos todas las letras que nos ponían en las paredes. A lo último, las autodefensas nos dijeron que no podíamos borrar esas letras o éramos víctimas. Para nosotros borrar las letras era una forma silenciosa de decirles: no los queremos. Como no las podíamos borrar temimos a que llegara el otro grupo a hacernos daño; y preciso, así fue".


Los pobladores de Dosquebradas pasaron la peor de las noches. Las mujeres rezaban por los muertos y para que la guerrilla no volviera. En la madrugada del viernes, lograron comunicarse con las autoridades de San Carlos, pidieron ayuda pero hasta a los mismos soldados les daba miedo entrar al lugar. Un helicóptero sobrevoló la zona varias veces, pero no hacía más que eso.


Los heridos se quejaban, y aunque todos pensaban que morirían desangrados, sobrevivieron. Los rodearon con cobijas para que absorbieran la sangre. Ángela los hidrataba, cada tanto, con jugo. Luego, contactó al conductor de un bus de la flota que viene desde Medellín y le pidió que se detuvieran en la vía a la entrada de la vereda para que recogiera a los niños y a los heridos, el señor accedió al ruego, y en la tarde los recogió.


Los demás pobladores, con todo el temor que tenían, decidieron salir esa misma tarde, sin la custodia de ningún grupo. Se desplazaron hacia San Carlos. "Nosotros nos fuimos y dejamos los muertos", dice Ángela. A pie o en burro, abandonaron sus casas; antes de irse, se despidieron de sus animales y les abrieron los corrales, dejándolos libres.