Mujeres, las víctimas silenciosas de la esmeralda en Boyacá
En los pueblos mineros del occidente de este departamento las mujeres han llevado la peor parte. Ya no hay guerra, pero persiste la pobreza, la falta de oportunidades y la ausencia del Estado. Esta es la historia de las guaqueras, de las viudas de la guerra verde y de las trabajadoras que por primera vez entraron a competir en un negocio dominado por los hombres.
Por Tatiana Navarrete — Este artículo hace parte del especial Mujeres tras el telón de la guerra
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Olga Castro se levanta a las 3:30 de la mañana. Prepara el desayuno y el almuerzo de sus cuatro hijos, empaca una lona en su morral y se pone un jean gastado y sus botas de caucho. A las 4:30, cuando aún no ha salido el sol, llega a la esquina de la plaza de mercado de Muzo, donde por lo menos 40 personas esperan un ‘mochilero’, como llaman a las camionetas que van hasta las minas de esmeralda, a 50 minutos de allí. Lleva los 10 mil pesos del pasaje de ida y espera encontrar una piedra para poder costear el viaje de regreso. Cuando no tiene un peso en el bolsillo, debe salir desde las 2 de la mañana para llegar caminando.
La historia de Olga es la de cientos de guaqueras que ven en la esmeralda el único sustento para sus familias. Es un oficio donde abundan las mujeres, pues son pocos los puestos disponibles para ellas en las empresas mineras. “Siempre hemos sido muchas mujeres que vivimos de la mina, porque para nosotras no hay empleo. Siempre nos tocó esa lucha, entonces ¿en qué más vamos a trabajar?”, se pregunta esta mujer.
En los pueblos esmeralderos del occidente de Boyacá como Muzo, Maripí, Pauna, Santa Bárbara, Otanche y San Pablo de Borbur la guaquería existe hace más de setenta años, cuando las minas eran administradas por el Banco de la República. Desde entonces se practica lo que llaman ‘minería de hecho’: algunos abren huecos en las montañas en busca de esmeraldas por su propia cuenta y sin permisos legales, otros se arriesgan a recorrer los túneles inactivos que alguna vez fueron explotados por las empresas y los guaqueros más aguerridos invaden en las noches los socavones activos.
La guaquería ha estado inserta en el occidente de Boyacá en todos los niveles. “Los militares, los policías, los jueces, los alcaldes, los sacerdotes, los ingenieros, todo el mundo guaquea en las noches, echando de lado el uniforme. Las esmeraldas enloquecen a todo el mundo”, recuerda el periodista Pedro Claver Téllez en su libro La guerra verde.
Sin embargo, como este tipo de guaquería raya en los límites de la ilegalidad, las autoridades locales y las compañías mineras han aumentado los controles. A guaqueras de toda la vida, como Olga, no les ha quedado de otra que lavar la tierra que les ‘regalan’ las empresas con la esperanza de que a los trabajadores se les haya ‘colado’ una esmeralda. Los empresarios de la zona calculan que por cada quilate de esmeralda se exploran diez toneladas de tierra estéril que reparten a los guaqueros. Más que una obra de caridad, esta tierra ha sido una exigencia permanente de los pobladores del occidente de Boyacá.
Cada mañana a la puerta de las minas pueden llegar entre 50 y 500 guaqueros, aunque si corre el rumor de que la mina está ‘pintando’ pueden ser más de 3.000. El sistema es siempre el mismo: en camiones o vagones extraen la tierra que sale de la mina y la dejan a merced de la multitud. Entre más tierra obtenga cada guaquero son mayores las posibilidades de encontrar una piedra verde y ahí comienza la batalla. Las consecuencias van desde peleas, empujones, hasta brazos, piernas y costillas rotas.
Las empresas mineras han inventado varias fórmulas sin éxito: un corral donde encerraban a las personas para que una vez depositada la tierra todos corrieran tras ella, horas de fila para recibir una “pucho de tierra” y hasta optaron por separar a los hombres de las mujeres. No parece existir una formula digna para que los guaqueros recojan las sobras de la extracción minera.
En las ‘voladoras’, como se les conocen popularmente a esos lugares, las mujeres han llevado la peor parte. "Yo me boté a la tierra y se botaron muchos hombres encima. Uno me colocó las rodillas en la espalda y por encima de mí escarbaba con el plato y yo gritaba y gritaba. Hasta que me desprendió el hombro”, recuerda Doris Luna, una guaquera de más de 60 años de edad. En otra oportunidad, como si se tratara de una broma, un grupo de jóvenes le zafaron el brassier a una mujer y se lo lanzaron entre ellos, a otra le quitaron el pantalón solo por burlarse.
Este particular método de guaquería, que es más parecido al barequeo, lo instauraron los primeros ‘patrones’ del occidente de Boyacá que explotaron las minas a cielo abierto a mediados de los setenta. Mientras un par de buldóceres destrozaban la montaña, los restos de tierra caían sobre las quebradas y los guaqueros ‘paliaban’ el lodo buscando esmeraldas. Este procedimiento fue conocido como el ‘tambreo’. Llegaron hombres y mujeres de todas partes del país que crearon asentamientos improvisados. Se formaron de esa manera barrios como La Catorce, Matecafé y La Nevera entre Muzo y el vecino municipio de Quípama.
Fue Víctor Carranza, quien años después implementó la explotación por túneles, lo que hizo más escasa la tierra para los guaqueros. Ahora, según dicen, encuentran menos esmeraldas y de menor calidad. Por eso crean grupos de trabajo y reparten la ganancia entre todos. El equipo de diez guaqueras del que hace parte Olga encontró una minúscula piedra de un verde pálido, la vendieron por 40 mil pesos y cada una se lleva 4 mil.
“Hace unos 20 años acá usted se hacía 100 mil, 200 mil o un millón de pesos, pero ahorita usted guaquea ocho días, un mes y no se hace nada”, cuenta Cecilia Escárraga, quien lleva en el oficio más de 30 años. “Con el tambreo sí se encontraba esmeralda, porque eran cortes abiertos. Armábamos cambuches y durábamos semanas enteras durmiendo en la tierra. A veces dejábamos solos a nuestros hijos”, recuerda otra guaquera. La mayoría de las piedras que encuentran ahora son tan pequeñas que no se comercializan, sino que se hace un ‘trueque’, es decir, se intercambia por productos de mercado básico: aceite, arroz o pastas.
En Puerto Arturo existió una especie de corral donde encerraban a los guaqueros mientras tiraban la tierra. Foto: Revista Semana
En este contexto, ‘enguacarse’ no es sinónimo de hacerse rico. Como dicen todos en las minas, “cada esmeralda ya tiene su dueño”. Se refieren a que cada guaquero es cercano a un comerciante que les presta dinero en épocas difíciles y a veces les da las herramientas de trabajo, por lo que quedan comprometidos a venderles las piedras que encuentren a precios módicos. La mayoría, además, están endeudados con las tiendas en lo que llaman ‘fía por guaca’. A veces el valor de esmeralda no da para pagar la cantidad de comida que les han fiado.
La situación económica de los guaqueros que se dedican a ‘paliar’ tierra ha empeorado después de que la Policía Nacional ordenó suspender la ‘voladora’ más grande por el daño ambiental que estaba causando a un riachuelo cercano. Se trata de los residuos de tierra de la mina de Puerto Arturo que pertenece a la empresa Minería Texas Colombia (MTC), subsidiaria de Texma en Estados Unidos. Antes de su muerte en abril de 2013, Víctor Carranza le vendió a esta multinacional la mina que lo hizo rico. Allí encontró a Fura y Tena, las dos esmeraldas más grandes del mundo.
Solo quedan las Minas de Cunas en el vecino municipio de Maripí, donde opera Esmeraldas Santa Rosa y la Mina Real, en las afueras de Muzo. Sin embargo, son dos empresas pequeñas cuyos restos de tierra no dan para sostener la economía de un municipio de cerca de 14 mil habitantes. En Muzo, un pueblo reconocido por tener las mejores esmeraldas del mundo, los mineros viven en la miseria.
Las guaqueras aseguran que quieren tener fuentes alternativas de ingresos, pero en los pueblos los sueldos no superan los 200 mil pesos y el trabajo es escaso. Para buscar soluciones, en Otanche crearon la Fundación Mujeres con Propósito por Boyacá para buscar financiación a proyectos agrícolas, avícolas y textiles. En Muzo, aunque no se han organizado, algunas guaqueras crearon sus propias empresas. Por ejemplo, Luz María Pinilla, una de las más reconocidas de allí, fundó la empresa de Confecciones MonaLisa, pero reconoce que ha sido difícil conseguir trabajadoras que no dejen todo tirado cuando la mina está ‘pintando’.
“Los pésimos sueldos son un desestimulo, pero la cultura minera es la de la inmediatez. Si escuchan que uno entre mil encontró una esmeralda dejan todo botado y se van a buscar fortuna. Se convierte así en un círculo vicioso”, explica Elin Bohórquez, actual alcalde de Muzo. Esto se resumen en una frase que repiten los guaqueros en este lugar: “aquí todos quieren ser Carranzas”.
"Acá no vivimos de esmeraldas sino de esperanzas ... está uno arriesgando la vida"
El oscuro panorama laboral
El gobierno del presidente Virgilio Barco (1986-1990) expidió el Decreto 1335 (del 15 de julio de 1987) mediante el cual se reglamentaba todo tipo de actividades subterráneas. Sin dar mayor explicación, el artículo 40 decía: “queda prohibido el trabajo de mujeres en todas las edades y de varones menores de 18 años, en labores subterráneas relacionadas con la actividad minera”. Ellas solo podían trabajar en cargos de dirección o supervisión, lo que le quitaba de tajo cualquier oportunidad laboral a las mujeres guaqueras con bajos niveles de escolaridad.
Pero el decreto cayó como anillo al dedo a un grupo de ‘patrones’, quienes creían que “las mujeres espantaban las esmeraldas” y por eso no debían trabajar en los socavones. Ellas solo podían ocuparse en labores de cocina, limpieza y, en contadas ocasiones, como secretarias.
En 2015 un decreto permitió la entrada de mujeres a las minas. Cada vez son más las trabajadoras en cargos profesionales. Foto: Tatiana Navarrete
Esta evidente discriminación estuvo vigente durante 28 años. En septiembre el 2015 la situación cambió con un nuevo decreto que prohibió las labores subterráneas solo a los menores de edad y las mujeres en estado de embarazo. Sin embargo, en algunos pueblos no se ha visto reflejado en la práctica. Así ocurre por ejemplo en el municipio de San Pablo de Borbur, donde están las minas de Coscuez, las mismas que en épocas de la ‘guerra verde’ fueron territorio de disputa.
Desde 1976, el Estado le concedió permiso de explotación a Esmeralcol S.A., empresa conformada en ese entonces por algunos de los capos que sobrevivieron a la guerra de mediados de los setentas, conocida como la segunda guerra verde. La empresa explora actualmente once bocatúneles, pero tiene otra decena que están inactivos.
De los 200 trabajadores formales que tiene Esmeracol, solo cinco son mujeres. Y tal como ordenaba el decreto del siglo pasado, se encargan del casino y de los servicios generales. Aún hoy, cuando se cuestiona esta norma, hombres y mujeres de la zona opinan que el trabajo dentro de la mina no es apto para las mujeres. “Es que el Código de Minas no lo permite. Creo que es por un tema de salud”, asegura Mauricio Fandiño, gerente de Esmeracol.
El trabajo de las guaqueras en Coscuez es, sin embargo, extenuante. Se organizan en grupos para entrar a los socavones abandonados y extraer pesados bultos de tierra. Adentro se exponen a derrumbes, gases tóxicos y a temperaturas que superan los 50 grados centígrados, pues las minas inactivas no cuentan con un sistema de ventilación. Se conocen historias de guaqueros que han muerto golpeados por una piedra o ahogados luego de perderse en el laberinto de los túneles. “Vamos a las salas viejas. Allá no hay luz, no hay aire y es peligroso. Somos un grupo de nueve guaqueras las del barrio el Silencio y de enero a acá nos hemos hecho solo 100 mil pesos chichiguados”, cuenta Angie Cuellar, guaquera de 25 años.
No obstante, en Muzo las cosas están cambiando paulatinamente. A mediados de 2010, cuando un grupo de ingenieros mexicanos llegó a la región contratados por MTC para explotar la mina de Puerto Arturo, notaron con extrañeza dos cosas: la ausencia de mujeres en los campamentos y la costumbre que tenían los obreros de llevarse las esmeraldas a los bolsillos. Allegados a Carranza cuentan que él mismo decía: “si nosotros ponemos al Papa a cuidar las esmeraldas, el viejo se las roba”.
Carlos Contreras, el ingeniero mexicano que dirige las operaciones en la mina, decidió incorporar madres cabeza de familia en el cuarto de lavado – el espacio donde se limpian y se pesan las esmeraldas – y donde más se presentaban pérdidas. Para ese entonces, Víctor Carranza y las familias Molina y Vitar, que seguían siendo socios de MTC, no aceptaron de buena manera la idea de incorporar mujeres, pues persistía la idea de que daban mala suerte. Solo hasta que las pérdidas por robo comenzaron a disminuir cambiaron de idea.
Con el nuevo decreto en vigencia, entraron las primeras mujeres a trabajar bajo tierra. En 2015 comenzaron con las ‘malacateras’, como se llama a las personas que manejan los ascensores dentro de la mina. Ante la incredulidad de los trabajadores, fue el jefe, Carlos Contreras, quien tuvo que probar por primera vez un ascensor operado por mujeres para que todos siguieran su ejemplo. “Antes era imposible ver una mujer en la mina. Yo pensaba que era un trabajo muy duro, de mucho esfuerzo físico, pero no. Creo que ya nos hemos ido acostumbrando, a pesar de que el gremio del occidente de Boyacá es bien pesado”, cuenta Adriana Pérez, ‘malacatera’ de MTC. Sin embargo, la proporción aún es mínima: de los 780 empleados, solo 80 son mujeres.
Mina Real, la otra mina de Muzo, siguió el mismo ejemplo y contrató a dos mujeres que hacen control, es decir que se encargan de que las esmeraldas lleguen a los dueños de las minas y no a los bolsillos de los obreros. “Yo pensé que yo no podía con el puesto. Cuando me subí al ascensor me eché como unas cuatro bendiciones, pero me fue bien, muy especiales ellos, no tengo de qué quejarme”, afirma Vianey Bustos, una de las trabajadoras.
Falta mucho para que las mujeres entren a competir en igualdad de condiciones en el negocio de la esmeralda, pero estas nuevas mineras están haciendo la diferencia. Un panorama sin duda más alentador del que vivió la generación que las antecedió.
Las viudas de la guerra verde
El occidente de Boyacá no vivió solo una, sino tres guerras intermitentes entre los ‘capos’ de las esmeraldas. No se sabe a ciencia cierta cuántas fueron las víctimas, pero quienes la vivieron, recuerdan que fue en su mayoría gente inocente. “Eso fue una guerra de los ‘patrones’, de los que mandaban, pero mataron a mucha gente que no tenía nada que ver. Solo por haber nacido en un sitio o por ser amigo de alguien”, declara una mujer que por razones de seguridad pide la reserva de su nombre.
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La guerra terminó porque las partes pactaron la paz el 12 de julio de 1990, en un acto acompañado por representantes de la iglesia católica. Nadie discute los beneficios de no vivir bajo las balas, pero en los recuerdos resurgen las heridas de una paz sin verdad y sin reparación, pues la mayoría de las víctimas no han sido reconocidas como tales por el Estado. Las cientos de viudas que aún viven en el occidente de Boyacá están ahí para recordarlo.
La primera de las guerras verdes comenzó en 1965 con la muerte a manos del Ejército de Efraín González, un bandolero que hizo parte de los ‘Pájaros’, que integraban el Partido Conservador en la época de La Violencia, y quien se proclamaba como el ‘patrón’ del occidente de Boyacá. La pelea entre los ‘capos’ por ser su sucesor dejó cerca de 1.200 muertos. En 1973, para darle fin a la confrontación, el gobierno cerró las minas, militarizó la zona y desalojó a más de 15 mil guaqueros. “Cuando yo estaba pequeña, a Muzo llegó el Ejército, ellos también maltrataban a la gente, les quemaban los cambuches, maltrataban a las mujeres”, recuerda Alba Cecilia Ortiz, quien hoy sigue guaqueando.
De acuerdo con la investigación titulada Víctor Carranza, alias “el Patrón”, del senador Iván Cepeda y del sacerdote jesuita, Javier Giraldo, para 1966, el 95% del mercado mundial de esmeraldas dependía del ‘mercado negro’ colombiano, de ahí la importancia de estos ‘capos’, quienes, para quedarse con todo el negocio, sobornaron a funcionarios de todas las entidades del Estado que intentaron controlar las minas: el Banco de la República, la Policía y la extinta Empresa Colombiana de Minas (Ecominas).
A mediados de los setenta la violencia se intensificó con la entrada de los narcotraficantes. Las grandes extensiones de tierra del occidente de Boyacá se llenaron de plantas de hoja de coca y de laboratorios para procesarla. Fue el esmeraldero Gilberto Molina quien llevó a la región a su amigo y antiguo trabajador, el narcotraficante Gonzalo Rodríguez Gacha, más conocido como ‘El Mexicano’. La delgada línea que dividía a los esmeralderos de los narcos se hizo cada vez más difusa.
La guerra solo cedió en 1978, cuando el gobierno por fin les dio a los esmeralderos lo que habían pedido por años: formalizar sus fortunas y que el Estado les entregara las licitaciones para explotar las minas y con esto el control de la zona. Gilberto Molina y su socio Víctor Carranza ganaron dos de éstas y se coronaron como los nuevos ‘capos’ de la esmeralda.
Pasaron solo ocho años para que la guerra estallara de nuevo. Ligia Castro lo recuerda porque para ese entonces vivía en paz en una finca en las afueras de Muzo con su esposo, Luciano Escárraga, y sus 15 hijos sembrando café, plátano, caña y yuca. A las 3 de la mañana del 12 de octubre de 1987 cerca de 20 hombres armados y vestidos con camuflados sacaron de la casa a Luciano y a su hijo mayor. "Les pusieron las manitos atrás y se pusieron a darles culata en la cabeza. Entonces yo les dije ¿pero por qué vienen ustedes a hacer eso? ¿Luego qué ofensa mi marido les ha hecho por allá donde ustedes duermen? Enseguida entraron a la pieza donde tenía a mis dos niñas durmiendo y me violaron la niña más grande, tenía 16 años. A ella la violaron delante de nosotros”, recuerda Ligia.
Luego de matar a su marido y a su hijo, los hombres armados encerraron a Ligia y a sus otros hijos en un cuarto con seguro y le prendieron fuego a la casa. “Ahora que está humillada y necesita a alguien llame a su papá Gilberto”, fue lo último que le gritaron. Se salvaron solo porque su hijo menor se escabulló por una ventana y les abrió la puerta. Los hombres siguieron su camino y mataron a 4 hombres más de la vereda esa madrugada. El ‘pecado’ de Luciano Escárraga fue haberle dado almuerzo a un grupo de hombres armados que llegó pidiendo comida.
La guerra había comenzado un año atrás. Lo que empezó como un grupo de mineros que no respetó los turnos de un corte que estaba ‘pintando’, terminó en la más violenta guerra que vivió esa región. Se estima que entre 1986 y 1990 murieron más de 3.500 personas. En plena bonanza esmeraldera, en una región donde el poder de los ‘patrones’ aumentaba, mientras el Estado se desvanecía, cualquier problema era propenso a convertirse en una guerra.
El occidente de Boyacá se dividió por ese entonces en dos: Por un lado, Otanche, San Pablo de Borbur, Santa Bárbara y Muzo, donde mandaban Molina y Carranza; y por el otro, Coscuez, Maripí y Pauna, donde grupos de guaqueros se tomaron por la fuerza algunos cortes, liderados por Luis Murcia Chaparro, más conocido como el ‘Pequinés’. Cada uno tenía sus propios matones quienes, escudados en pertenecer a grupos de seguridad privada, asesinaron a cientos de civiles.
Para muchos expertos en conflicto, se trató de grupos paramilitares que nunca se desmovilizaron. De hecho, según testimonios de exparamilitares, Carranza envío a cinco de sus hombres más cercanos, incluido un sobrino, al entrenamiento que a mediados de los ochenta dirigió el mercenario israelí, Yair Klein. En estos cursos se formaron los primeros paramilitares de Puerto Boyacá, financiados por Carranza, ‘El Mexicano’ y la Asociación Campesina de Ganaderos y Agricultores del Magdalena Medio, (Acdegam).
La disputa llegó a tal punto que pasar de un pueblo a otro era motivo de asesinato. A alguien de Muzo lo podían matar en Coscuez y viceversa. Solo podían transitar mujeres y niños menores de 7 años. "Fue muy pesado. Nos tocaba a las mujeres traer el mercado desde Santa Bárbara porque a los hombres los mataban. Allá nos humillaban mucho”, recuerda una guaquera que vivió en Coscuez para esa época y pidió la reserva de su nombre.
Unos y otros actuaban con la misma crueldad. Esta mujer estuvo al otro lado de la guerra, pues trabajó como cocinera para la familia de ‘Pequinés’. Recuerda que sus vecinas preferían no andar con ella por miedo a que las mataran o las violaran, como ocurría con frecuencia en la quebrada de Coscuez: “En ese tiempo lo cogían a uno y lo violaban y uno quedaba era embarazado. Yo quedé con cinco hijos”.
Luego de que mataran a su esposo, en circunstancias que prefiere no recordar, se retiró de la cocina y no le quedó más remedio que dedicarse a la guaquería para mantener a sus hijos. “Mis niños estaban muy chiquitos cuando eso pasó. A la más pequeña todavía le estaba dando teta. Nos quedamos solos y me tocó salir a echar pala, pasamos hambre, pero Dios nunca me desamparó, cualquier cosita me hacía para lograr el mercadito”
‘Pequinés’ no era el único enemigo de Molina y Carranza. El Frente 11 de las Farc hacía presencia en el caserío Otro Mundo, ubicado frente a Muzo. Para los guerrilleros, los ‘patrones’ de las esmeraldas eran otros paramilitares más, como los que estaban expandiéndose en el resto del país a mediados de los ochenta.
Estas apreciaciones han sido respaldas por los exparamilitares. Ante los estrados de Justicia Paz, Iván Roberto Duque, alias ‘Ernesto Báez’, ha dicho que Carranza no se le debía llamar el ‘zar de las esmeraldas’ sino ‘el zar del paramilitarismo’. Mientras que Salvatore Mancuso aseguró que el esmeraldero participó en las reuniones en las que se planeó la entrada de las Autodefensas a los Llanos Orientales que terminaron en las masacres de Mapiripán y Caño Jabón, en el Meta.
Sin embargo, fue otro enemigo de Gilberto Molina el que provocó su muerte. ‘El Mexicano’ estaba decidido a ‘lavar’ su dinero con las minas de esmeralda y ante la negativa de Molina y Carranza, decidió traicionarlos y unirse al bando de ‘Pequinés’. El 27 de febrero de 1989, mientras Molina celebraba su cumpleaños en Sasaima, Cundinamarca, diez hombres armados enviados por Gacha entraron a su finca y lo asesinaron, junto a 24 personas más, entre lo que se contaban guardaespaldas e invitados de la fiesta.
Carranza continuó en su pelea con Gacha por la esmeralda y las rutas del narcotráfico en Boyacá y Meta. Durante ese enfrentamiento, el esmeraldero sobrevivió a varios atentados y murieron varios de sus familiares, por lo que se refugió en las minas y acrecentó su ejército de hombres armados.
Oliveria Arenas vivía para entonces en los límites entre Coscuez y Santa Bárbara, y recuerda las balaceras que se armaban en su barrio: “Cuando se levantaba el cruce de balas, poníamos el colchón contra la pared y nos escondíamos ahí con mis cinco hijos”. Tenía un negocio de cerveza y su esposo manejaba un ‘mochilero’ para transportar mineros. Sabían muy bien que no podían cruzar los límites, pero de vez en cuando se arriesgaban para sostener el negocio.
Un día de 1989 a las 10 de la mañana su esposo fue hasta Santa Bárbara por cerveza, cuando un grupo de hombres le prendió fuego al carro, estando él y un amigo que lo acompañaba adentro. Al mediodía le avisaron a Oliveria lo que estaba pasando, pues el cuerpo de su esposo aún seguía en llamas. “Me tocó ir a recogerlo donde allá donde quedó. Mi muchachito como de siete añitos me decía ‘ay mamá apague a mi papito’. Yo fui y le metí agua y lo apagué, pero ya estaba muerto, lo mataron a las 10 de la mañana y la razón me llegó a mí como a las 12 del día”. Ella aún recuerda con precisión el olor que se desprendía de las llamas que consumieron a su esposo, el mismo olor que le suprimió el apetito para siempre.
Oliveria nunca denunció el hecho, pues sabía que ponía en riesgo su vida y la de sus hijos. Desde entonces, entró al oficio de la guaquería, entre otras razones porque los ‘patrones’ de la zona le prohibieron seguir vendiendo cerveza. Hoy vive en un rancho cerca de las minas de Coscuez con la esperanza de encontrar una esmeralda en la tierra que arroja Esmeracol.
Después de la muerte de ‘El Mexicano’, en diciembre de 1989, durante un operativo del Policía en Tolú, Sucre, comenzó el proceso de paz en el occidente de Boyacá respaldado por la iglesia católica. Los bandos se dieron la mano y Víctor Carranza se proclamó como ‘el zar de las esmeraldas’. “Nos reunimos con ‘Pequinés’ y con Carranza para que dejaran esa guerra. Cada uno puso sus delegados y hubo respeto por la palabra.”, evoca William Nadar, quien en ese momento fue el alcalde de Muzo y hoy es gerente de Mina Real.
El fin de la llamada guerra verde no significó la inmediata pacificación del occidente de Boyacá. En 2001, el narcotraficante Yesid Nieto quería tomar el control de la zona y le pidió a Carlos Castaño que mandara un grupo de hombres de las Auc para proteger supuestamente a los esmeralderos de las Farc. El encargado para esa tarea fue Freddy Rendón Herrera, alias ‘el Alemán’, quien dijo en una entrevista a la Revista Semana que contaban con la aprobación de Carranza: “él dio la bendición y además aprobó el porcentaje, pero con la condición de que no nos metiéramos en Muzo, en donde él tenía un grupo de seguridad para sus minas”.
El poder del esmeraldero Pedro Nel Rincón, alias ‘Pedro Orejas’, se incrementó cuando al parecer se alió con paramilitares y narcotraficantes de los Llanos para proclamarse el nuevo zar de las esmeraldas y de nuevo se desató una guerra entre ‘capos’, pero esta vez más silenciosa: en 2007 asesinaron a Yesid Nieto en Guatemala; en 2009 y 2010 Carranza se salvó de dos atentados en los Llanos Orientales; en 2012 en la zona rosa de Bogotá le dispararon 11 veces a Jesús Hernando Sánchez Sierra, hombre cercano a Carranza y de quien se decía sería su sucesor.
Con la muerte de Víctor Carranza en abril de 2013, tras una larga enfermedad, los asesinatos tampoco pararon. A finales de ese año, ‘Pedro Orejas’ sobrevivió a un atentado perpetrado en Pauna. En esa ocasión murieron cinco personas, entre ellas su hijo. En 2014 mataron a ‘Pequinés’, el mismo que firmó la paz en 1990. Los medios especularon con el regreso de una nueva guerra verde que no se concretó.
Las empresas internacionales entraron al ruedo, pero el poder de las minas lo mantienen las cinco familias que siempre han tenido el mando en la zona. Aunque las licitaciones están a nombre de sociedades anónimas, investigaciones periodísticas han encontrado que los nuevos dueños son los amigos e hijos de los que, alguna vez, fueron llamados ‘patrones’.
"El estado acá se desentendió ... el pueblo con hambre no vive en ninguna parte"
Sin verdad y sin reparación
“A veces digo, y no me lamento de decirlo, que acá no tuvimos un proceso de paz, sino que hicimos fue un acuerdo de negocios: ‘Usted coja esa mina, yo cojo esta’”, opina el exalcalde Nadar, quien recuerda que una de las condiciones de las partes para concretar el acuerdo fue suspender los procesos judiciales “Cuando empezamos con el tema de la paz, ‘Pequinés’ me dijo: ‘vaya y me quita esos 400 y pico de procesos que yo no maté a toda esa gente”.
“La paz se pactó entre los que estaban peleando. Intervino escasamente el Estado. Fue borrón y cuenta nueva, pero en ningún momento hubo reparación ni castigo por parte del Estado”, asegura el actual alcalde de Muzo.
Viudas de la guerra como Ligia y Oliveria aseguran, sin duda alguna, que la paz pactada fue lo mejor que le pudo pasar a la región y a sus familias, pero no fue fácil aceptar que mientras ellas luchaban por sostener a sus hijos, sus verdugos siguieran libres. “Ya no le guardo rencor a ninguno de ellos, pero fue duro. Si veía al tipo que hizo las cosas y me saludaba yo le contestaba, si no me miraba yo tampoco. Eso sí, nunca les dije a mis hijos ‘miré, ese fue el que mató a su papá y su hermano. No querían inculcarles odios”, recuerda Ligia Castro.
Aunque la mayoría de los sicarios murieron, algunos son hoy adultos mayores que siguen viviendo en la zona. “Acá hay muchos viejos que viven pensando en lo que tuvieron y en lo que fueron, ahora están solos. En la guerra hicieron cosas horribles, pero la gente ya los perdonó. Incluso hacemos ‘vaca’ entre las familias para hacerles mercado cuando no tienen”, cuenta una guaquera de Coscuez.
Son varias las adultas mayores que aún se dedican a la guaquería, porque nunca accedieron a una pensión. Foto: Tatiana Navarrete
El único intento de justicia ocurrió en 1998. Carranza fue capturado bajo los cargos de secuestro y conformación de grupos paramilitares en los Llanos Orientales (donde había adquirido grandes extensiones de tierra) y la Costa Caribe. No fue a la cárcel, sino a la escuela de formación del DAS, y contrató a reconocidos abogados para su defensa. Pasó casi cuatro años recluido, y a pesar de que en algunas fincas de su propiedad encontraron cadáveres y se revelaron pruebas que lo relacionaban con un grupo paramilitar que operaba en Meta y Vichada, que se conocía como ‘Los Carranceros’, fue absuelto y dejado en libertad con una indemnización de 70 millones de pesos.
Tampoco hubo reparación. Con la puesta en marcha de la Ley 1448 de 2011, más conocida como Ley de víctimas y restitución de tierras, las viudas decidieron contar por primera vez lo que les había sucedido ante una autoridad. Sin embargo, ninguna fue reconocida como víctima del conflicto armado.
Para Gladys Prada, directora del área de Registro de la Unidad de Víctimas, el reclamo de las mujeres boyacenses revela un problema complejo. “La ley 1448 reconoce a las víctimas de grupos paramilitares, guerrilleros y de la fuerza pública y esa situación no se enmarca en ninguna de éstas”, explica la funcionaria.
Pese a que la Corte Constitucional ha dicho que pueden ser aceptados otro tipo de hechos, siempre y cuando guarden una relación cercana y suficiente con el desarrollo del conflicto armado en el país, como sucede por ejemplo con las víctimas de las bandas criminales, sus casos exigen un tratamiento específico. “La línea es muy compleja, por eso toca mirar caso a caso, lo que pasa es que los relatos son muy escuetos y no se puede determinar a veces esa relación cercana y suficiente con el conflicto armado”, precisa Prada.
Ligia y su familia perdieron su casa después de que fue incinerada y tuvieran que salir, pero tampoco son consideradas víctimas de despojo porque el hecho sucedió antes de 1991 y la Ley no los contempla. “Claro que eso era conflicto armado, claro que eran grupos armados ilegales, o entonces ¿cómo se le dice a un grupo de 20 tipos que llegaron a varias casas de la vereda con lista en mano matando gente?”, se pregunta uno de los hijos de Ligia Castro y de Luciano Escárraga.
Así como la justicia y la reparación no fueron prioritarias en la paz verde de Boyacá, tampoco lo ha sido la verdad y la memoria. Los habitantes del Occidente de Boyacá sienten que las investigaciones sobre la ‘guerra verde’ han caído en una suerte de fascinación por las vendettas entre los patrones y sus familias, pero poco en el sufrimiento de los que no estaban insertos en la guerra. Siguen ocultas, por ejemplo, las historias de otras mujeres que no vivieron para contarlas.
La bonanza de esmeralda y el auge del narcotráfico en los ochenta trajeron consigo la apertura de decenas de prostíbulos en los que los mineros gastaban sus fortunas. “Se trajeron niñas de todo lado, pocas eran de acá de la zona. Más bien eran paisas o de Puerto Boyacá, de La Dorada”, cuenta un guaquero de 60 años. Si bien decenas de trabajadoras sexuales salieron de la zona cuando comenzó a escasear la esmeralda, muchas otras fueron asesinadas durante las guerras, pero es un tema que pocos mencionan.
De acuerdo con los relatos de los mineros, era común que los dueños de las minas se “pidieran” siempre las mujeres más “bonitas” que llegaban a trabajar a los prostíbulos. “Andaban con ellas a todo lado, les regalaban esmeraldas, se notaba porque cambiaban toda la pinta. Pero era unos meses nada más porque luego se aburrían o las niñas se ponían ya muy cansonas, entonces las mataban”, recuerda un guaquero que pidió la reserva de su nombre, quien asegura que muchos de los cuerpos fueron desaparecidos en lo más profundo de las canteras y otros tantos fueron arrojados a quebradas y ríos de la zona.
El sadismo con el que los mineros trataron a las trabajadoras sexuales nunca fue un secreto. El periodista Pedro Claver Téllez en su libro relata cómo entre ‘patrones’ se regalaban entre sí “niñas amarradas” para abusar de ellas.
Costumbres que perduran
Algunas de las tradiciones heredadas de los ‘patrones’ han cambiado. Ninguna mujer, por ejemplo, niega que el occidente de Boyacá es hoy menos machista de lo que fue en otras épocas. Sin embargo, hay una costumbre que sigue arraigada en algunas familias de la región y que afecta a las mujeres más jóvenes. Popularmente se le conoce como ‘poner sus hijas a pecho’ y significa entregarlas (en la mayoría de los casos venderlas) a los empresarios de las esmeraldas, el valor puede ser mayor si la hija es virgen.
“Acá se ve muchas niñas con hombres mayores que quedan embarazadas a temprana edad, por el dinero de algún rico. Lo hacen las mamás con la mentalidad de que se la vendo a un esmeraldero ella está bien y yo estoy bien”, explica una mujer que pidió la reserva de su nombre. Relato que coincide con el que aparece consignado en el libro de Iván Cepeda: “para muchas mujeres es un orgullo entregarle las niñas al patrón porque ‘mejora la raza’, la calidad de vida. Todavía existe el derecho de pernada, que es el derecho que tiene el feudal (patrón) de la primera noche con la niña. Se venden y se compran niñas”.
Esta forma de pensar no es exclusiva de los patrones, también la tienen algunos obreros. Miriam Marroquín cuenta que tuvo que renunciar a su trabajo de cocinera en uno de los cortes de Coscuez por mineros que intentaron abusar de su hija: “El ambiente con los obreros es pesado, creen que pueden manipularle los hijos, quieren que uno les deje a las hijas a cambio de lo que uno consiga el trabajo y eso no es así”.
En el occidente de Boyacá no es extraño ver niñas de 12 o 15 años embarazadas, por lo regular de hombres mucho mayores que ellas. “Todas mis amigas ya tienen hijos, algunas siguen estudiando. En el colegio lo mandan a uno a la comisaria de familia de San Pablo Borbur para que firmemos un papel y el papá del niño no tenga problemas”, explica Karen Castillo, una joven de 18 años que tiene un hijo de 4. Asegura que son las mujeres las que buscan a los hombres, porque si el padre es responsable tener un hijo no resulta un mal negocio.
Aunque han pasado 26 años desde que se firmó la paz, la mayoría de los pueblos en el occidente de Boyacá siguen demandando a un Estado que nunca llega. Los pobladores se quejan de que no envían profesores a los colegios oficiales, de tener que viajar tres horas hasta Chiquinquirá para ser atendidos en un hospital, de las difíciles vías de acceso que quedaron a medio construir y, sobre todo, de que no hay futuro para los jóvenes. “Si una niña que se cría acá, fuera de conseguir marido, llenarse de hijos y ponerse a guaquear, no puede hacer nada más. No hay estudio, no hay nada. De vez en cuando les dan cursos, pero ¿y si no hay trabajo?”, reclama María Eugenia Orjuela, guaquera de Borbur.
Después de graduarse del bachillerato, muchas jóvenes ven la guaquería como su única opción de obtener ingresos. Foto: Tatiana Navarrete
Esta ausencia del Estado ha perpetuado otras costumbres peligrosas de la época de ‘los patrones’. Es común aún, por ejemplo, que los pobladores acudan a una empresa y no ante una autoridad cuando necesitan solucionar un problema. “No tenemos un programa social definido, sino que funciona de forma informal, algo que quedó instaurado desde la época de los que llamaban patrones, entonces si hay una fiesta o hubo un accidente ellos se acercan a la empresa y nosotros miramos si les podemos dar 100 mil o 50 mil pesos”, explica Mauricio Fandiño, gerente de Esmeracol.
En Muzo se creó la Mesa de Dignidad Muzeña, liderada por el actual alcalde, como el intento de algunos líderes por concretar propuestas y peticiones a las empresas minera. Aunque la idea sigue en píe no ha sido fácil mantener los liderazgos. “Éramos 15 y quedamos 4. Se fueron porque les dio miedo, acá existe todavía el mito de que si uno habla lo matan. Persiste el miedo a organizarse”, afirma Luis Galicia, que ha representado la voz de los guaqueros.
Al respecto, Maximiliano Barbosa, concejal de Coscuez y líder de esa comunidad, asegura que “ya no están los líderes de la plata que mandaban, los famosos patrones, eso se acabó, ahora hay líderes pero comunitarios. Hay gente que está acostumbrada a que sin una pistola no hace las cosas, pero estamos cambiando esa mentalidad”.
Estos nuevos líderes le apuestan, entre otras cosas, a volver al campo, a que las nuevas generaciones regresen a sembrar y trabajar la tierra que sus abuelos abandonaron durante la fiebre de la esmeralda, pues a pesar de que el occidente de Boyacá tiene grandes extensiones de tierra fértil, la mayoría de la comida llega desde Chiquinquirá. “Nos cansamos de ser obreros y queremos que el gobierno lo sepa”, asevera Yolima Cruz, la mujer que lidera a las guaqueras de Coscuez.
Veintiseis años después de firmada la paz verde, las mujeres del occidente de Boyacá que viven en la pobreza le exigen al Estado que por primera vez escuche sus demandas y no solo las de sus ‘patrones’.
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